El escritor y periodista Mark Gevisser habla sobre su historia de vida en el libro “La línea rosa: un viaje por las fronteras queer del mundo”
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Mientras en 2009, el escritor y periodista Mark Gevisser (Johannesburgo, 1964) se casaba con su actual marido en Sudáfrica -el quinto país en el mundo en aprobar el matrimonio igualitario-, no demasiado lejos, en Malawi, la prensa recogía con escándalo la historia de Tiwonge Chimbalanga “Aunty” y Benson, una mujer trans y su pareja masculina que celebraban públicamente una boda simbólica.
El resultado de ambas uniones fue muy diferente
Mark pudo residir en París con su marido, pero Aunty y Benson fueron perseguidos y juzgados por las leyes en contra de la homosexualidad y recibieron una pena de 14 años de trabajos forzados.
Fue entonces que Gevisser comenzó su periplo recogiendo historias de sexualidades disidentes para escribir La Línea Rosa, Un Viaje por las Fronteras Queer del Mundo. Necesitaba “entender cómo estas dos cosas podían suceder al mismo tiempo”, le dice a BBC Mundo.
Ya estaba sorprendido por la agitada conversación global acerca de la orientación sexual y la identidad de género, tan diferente de cuando había salido del closet a los 18 años en la década de los 80. “Sentía el efecto del cambio en mi vida, pero quería comprender cómo estaba afectando a personas en otros rincones del globo”.
Mark Gevisser habló de su trabajo con BBC Mundo en el marco del HAY Festival Arequipa, que se celebró la semana pasada en esa ciudad peruana.
- ¿Cómo describís “la línea rosa”? Porque a veces puede ser una frontera, un territorio, una barrera, una ley…
A nivel geopolítico, es una nueva frontera que nos describe, define y divide, de maneras inimaginables, desde hace 20 años. En Europa, a un lado de la línea rosa están los países occidentales que van extendiendo los derechos humanos, y en el otro, vemos líderes como Vladimir Putin, Viktor Orban o el Partido Ley y Justicia polaco, que utilizan este tema para diferenciarse de Occidente y aprueban leyes aún más homofóbicas o transfóbicas.
La línea rosa también atraviesa los países, con sus debates internos. En Colombia, por ejemplo, el uribismo fomentó el “pánico moral” contra Santos y el referendo de paz de 2016 al afirmar que impondría la ideología de género y los derechos LGBT en la sociedad colombiana y tuvieron éxito por una escasa mayoría.
Y como concepto, la línea rosa también está entre las personas que son aceptadas y las que son rechazadas. En América Latina, hay quienes la cruzan cuando salen de la gran ciudad para ir a casa de sus familias, donde todavía les preguntan, “¿cuándo te vas a casar?”, “¿tienes novia?”
Y deben ocultar esa parte de sí mismos que es pública en Ciudad de México, Bogotá o Lima. Así que la línea rosa es un concepto fluido que ayuda a comprender fronteras particulares alrededor de las personas cuando reclaman sus derechos como LGBT.
- En tu relato hacés hincapié en las historias de Michael, un adolescente gay en Uganda, Pasha, una mujer transgénero en Rusia o Zaira, una lesbiana en México, y en todas hay violencia, persecución y tristeza, ¿cómo lidiaste con eso?
Deseaba que algunas historias tuvieran finales felices para el lector, para mí, pero principalmente para las propias personas, pero ni fue fácil conseguirlo. Hay un eslogan en el movimiento LGBT estadounidense, que fue una campaña poderosa en las redes sociales, que es “It gets better” (las cosas mejoran).
Y también la maravillosa e inspiradora frase de Martin Luther King, “el arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. Y yo creo en eso.
Pero al hacer este trabajo, vi otra dinámica que es la acción de un péndulo: las personas LGBTQ reclaman espacio y hay una reacción violenta, reclaman espacio y hay un retroceso. Todas ellas lo han reclamado y a pesar del dolor y las dificultades, están absolutamente decididas a ser ellas mismas.
- La historia de Michael, el joven ugandés que huyó de su país es una de las más duras, incluso lo apoyaste económicamente. ¿Sigues en contacto con él?
Michael literalmente fue expulsado de su hogar familiar, pasó muchos años en las calles hasta que llegó al exilio, como refugiado LGBT en Vancouver y está luchando con intensos problemas de salud mental en este momento.
Llegó a Canadá, donde supuestamente no hay homofobia, pero de repente hay racismo, algo que nunca experimentó en Uganda. Esto te da una idea del mito o de la fantasía de mudarte a Occidente y pensar que todo va a estar bien.
Sin embargo, hice un evento con él hace unos meses, para una universidad canadiense, y alguien le preguntó: “¿qué consejo le darías a una persona joven?”. Y la respuesta de Michael fue: “sé vos mismo”.
Eso es extraordinario en estas personas, sin importar cuán difíciles sean sus vidas, gracias a pequeñas islas de apoyo a su alrededor. Eso me da mucha esperanza.
- ¿Por qué este diálogo global hizo que sexualidades e identidades más fluidas, aceptadas en privado en sociedades como las árabes o la india, comenzaran a ser perseguidas?
Lo que ha sucedido en el mundo es que la práctica sexual se ha convertido en una identidad. Existe una generación que ya no está dispuesta a hacer lo que se espera de ellos: casarse en una relación heterosexual, tener hijos y practicar otro tipo de sexo en secreto.
Quieren vivir honestamente y tener derechos vinculados a su orientación sexual e identidad de género. Esto se debe a la revolución digital, en la cual no importa en qué parte del mundo te encuentres. Si tenés un teléfono y ancho de banda, opdés ver que en otros lugares tienen estos derechos, ¿por qué no deberías tenerlos vos?
Así nace un conflicto que no existía, particularmente en sociedades autoritarias como Rusia o Uganda. Y al salir del armario, se precipita una cierta crisis cultural. Por ejemplo, la ley que condenó a Aunty cuando se casó en Malawi, nunca se había utilizado para adultos que consienten, a pesar de que existiera desde la época colonial. O la comunidad goor-jigeen de hombres biológicos que viven como mujeres en Senegal, ya no existe, porque corrían peligro.
Al mismo tiempo que las personas LGBT salían del armario, la homofobia política, inventada en los Estados Unidos por la derecha religiosa, también se extendía globalmente. Los islamistas wahabíes en Senegal o los activistas católicos y evangélicos de derecha en Brasil, Colombia o México, buscaban formas de movilizar a una sociedad cada vez más secularizada y fomentar el pánico moral.
- ¿Cuál es el origen del concepto de ideología de género?
Fue inventado en la década de 1980 como una forma de contrarrestar al feminismo que surgió debido a eventos globales como la Conferencia Internacional sobre Mujeres en Beijing en 1987.
Ideólogos católicos en Europa comenzaron a hablar de la ideología de género como algo amenazante, ya que desafiaba el determinismo biológico de la Iglesia: eres lo que Dios te da y no puedes cambiarlo, los hombres deben ser de cierta manera y las mujeres deben ser de otra.
En años más recientes, la ideología de género fue utilizada como el nuevo mal, el nuevo hombre del saco, por la derecha religiosa, cristiana, católica, evangélica o rusa ortodoxa.
- ¿Cómo es utilizada?
Se centra particularmente en dos áreas. Primero, en el plan de estudios en las escuelas. Por ejemplo, en Brasil hay un movimiento llamado Escolá Sem Partido (una de las fuerzas que apoyan a Bolsonaro), fue una especie de montaje contra Lula y Dilma Rousseff para movilizar a la derecha contra ellos y contra toda educación sexual que mencione la homosexualidad.
Segundo, se moviliza contra la identidad transgénero. El Papa Francisco lo hizo: Dios nos hizo niños y niñas, ¿quiénes somos para cambiar el diseño de Dios? Enseñar esto es una forma de colonización ideológica.
El movimiento antigénero afirma que se trata de una nueva ideología, como el comunismo, pero peor. Lo vemos en nuevas leyes de Estados Unidos, como “no digas gay”, que prohíbe mencionar la homosexualidad en la escuela.
Como comunidad LGBT nos hemos convertido en víctimas de nuestro propio éxito y la derecha religiosa en los últimos 50 años ha buscado un chivo expiatorio contra el que encender el pánico moral, sobre todo en las sociedades donde están los grandes libros: la Biblia, el Corán, la Torá.
El pánico moral se dirigía directamente contra alguien como yo: Mark Gevisser es un pedófilo, tenés que mantenerlo alejado de tus hijos. Pero eso ya no funciona, porque hemos salido del armario y nos conocen, todo el mundo sabe que no somos pedófilos. La derecha entonces dice, no estamos en contra de los homosexuales, estamos en contra de esta ideología.
Ahora mismo se discute en España una nueva ley trans y hay voces desde el feminismo que tienen reparos, y argumentan que hombres biológicos, sin hormonación ni cirugía, podrían, gracias a la autoidentificación, invadir los espacios femeninos.
- ¿Por qué en el libro hablas de “guerra transgénero”?
En el transcurso de la década vi cómo el dial iba cambiando de la L y la G a la T. La línea rosa en muchas partes está en torno a la identidad de género y la identidad transgénero, porque los derechos de gays y lesbianas se normalizaron a través del matrimonio igualitario.
Al mismo tiempo que la derecha religiosa buscaba un nuevo enemigo, el movimiento transgénero explotó como una extensión natural, con mucha información sobre transicionar y grandes cambios en la atención médica, con más acceso a las hormonas.
Cuando comienza a ganar apoyo, es cuestionado por personas que se dicen feministas y que creen que el género es una ideología más que una identidad. Su argumento, que ha influido con éxito en Gran Bretaña, es que, si permitís que las personas se autoidentifiquen, vas a crear riesgos para las mujeres biológicas.
Acabo de estar en Colombia, que acepta la autoidentificación desde hace siete años, y pregunté si por esta causa había alguna mujer biológica amenazada, abusada o atacada. Me miraron como si estuviera loco, porque las personas transgénero son las más vulnerables de la sociedad.
Es tan peligroso y difícil: ¿por qué demonios, si fueras un hombre, asumirías la identidad transgénero y renunciarías a tu masculinidad si no sintieras que tenés que hacerlo? La Argentina tuvo autoidentificación durante una década y nadie puede dar evidencia de esta amenaza.
- ¿No necesitás nada para autoidentificarte, ni informes ni tratamiento médico, simplemente lo decidís y lo hacés?
Exactamente, porque el movimiento persuadió correctamente a los legisladores de que ser transgénero es una identidad y no una patología. No necesitas ir a un médico ni pasar por pruebas que en muchos sentidos son humillantes y le dan a otra persona la autoridad para decir quién sos. Si te sientes mujer, sos mujer, independientemente de los genitales con los que hayas nacido.
Ese es el concepto de autoidentificación en este momento. Es un cambio muy radical y por supuesto, habrá miedo, ansiedad y es importante reconocer eso, particularmente cuando se trata de niños.
- En las páginas finales relatás que en un encuentro tenés que presentarte y decís: “soy Mark, pronombre él, Khoti.” ¿Cómo llegas a asumir esa identidad?
Uno de los encuentros más conmovedores y profundos fue con un grupo de Khotis en la India, que se definen como corazones de mujeres en cuerpos de hombres.
Me fascinaron por su forma de ser aceptados al dar un servicio de fe a su comunidad, porque su feminidad les concede una especie de poder divino. Pensé que era algo muy hermoso y me enseñó que en Occidente no siempre tenemos todas las respuestas.
En uno de los encuentros tuvimos que decir nuestro nombre, pronombre e identidad. Y cuando me tocó, dije: “Mi nombre es Mark. Mi pronombre es él. Mi identidad es Khoti”.
Salió de mi boca y me sorprendió bastante; quizás trataba de tener un terreno común, siendo ellos tan diferentes, personas menudas y morenas que hablan tamil y yo este gran hombre blanco que no sabe una palabra de su lengua.
Pero fue más que eso, fue un reconocimiento para mí mismo de lo que he estado observando en estos viajes: que mi propio género también es más fluido de lo que pensaba. Lo que aprendí sobre género e identidad fue su mayor regalo para mí.
*Por Diana Massis
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