Es fácil y es difícil hablar de Jean-Luc Godard. Es fácil porque basta con decir que es fiel a sí mismo, y quien haya conocido al menos una de sus últimas cinco películas (más alguna del principio) tendrá una idea de cómo es su trabajo actual. Difícil, porque ese trabajo cada vez más experimental, cada vez más sintético, requiere más descripción que crítica. Y vuelve a ser fácil porque la descripción de Le livre d’image (El libro de la imagen será el título en Argentina, esperemos que la fecha sea firme) es sencilla: patchwork de textos, imágenes y sonidos dividido en cinco "capítulos". Fin.
Principio: esta es la última película de Jean-Luc Godard. No quiere decir que, aunque roza los 90, no vuelva a filmar (el hombre, sobreviviente de la Nouvelle Vague, no parece carecer de ideas para poner en la pantalla), sino que difícilmente pueda quebrar lo realizado hasta aquí. Le livre..., desde su título, refiere a la conjunción entre literatura y cine (un tema que el realizador ha explotado constantemente desde rincones poco frecuentes y más bien reflexivos o, al menos, provocativos), y es también una referencia: estamos ante un libro ilustrado, ni más ni menos. E "ilustrado" en varios sentidos, no solo porque se asocian imágenes a palabras (palabras entendidas como conceptos, a veces la relación es solo connotativa y lejana), sino también por la cantidad de nombres de la alta y la baja cultura que aparecen impresos, citados, deformados, embellecidos en la pantalla. Hay un hilo, de todos modos, que parece ser el del desencanto sobre las formas y, con ello, sobre el mundo tal como es. Una protesta pero vista desde una altura casi olímpica que no llama a la empatía, sino solo a la exposición. Le livre... no es una película "profunda", es superficial en el sentido más directo y consciente.
No estamos ante un film que apunte a la emoción, que suele ser mala consejera: si reímos lo que queríamos reír o lloramos lo que queríamos llorar, podemos creer que estamos ante una gran película y que su lugar en la historia del arte está asegurado. Al descartar eso, nos quedan dos alternativas: dejarnos llevar por el torrente de imágenes, citas, nombres que la pantalla presenta a veces con un parpadeo, o intentar hallarle un sentido.
Lo primero es probablemente lo mejor, porque de lo que estamos hablando aquí es –otra vez necesitamos apelar a la literatura, quizás el arte que realmente le importa a Godard y que ejerce con otra herramienta– de la exposición de un fluir de conciencia. La cosa es joyceana, libre, pero también tiene en este caso (Joyce, de hecho, pensaba en el cine) una dimensión documental. Dicho de otro modo: Le livre..., como otras películas recientes del realizador (Film socialismo, por ejemplo; Adiós al lenguaje, por ejemplo), es un documento de lo que piensa y, sobre todo, de cómo lo piensa el cerebro de Jean-Luc Godard.
Esto no deja de lado la dimensión política –todo en Godard es una gran matriz que comunica niveles estéticos, éticos, sociales y políticos–, y ahí aparece el terrorismo, ahí aparece el mundo árabe, ahí aparece Rusia (la actual, pero también hay referencias al pasado soviético alguna vez admirado por el director). Ahí aparece el universo moderno hiperconectado y denso, aunque también pura superficie. El cine, después de todo, fue nuestro primer universo virtual; la tecnología solo hizo que pudiéramos entrar cada vez más y de modo más interactivo en ese universo "otro". Lo que Godard hace, en cierto modo (todo es conjetural al hablar de esta película, porque es conjetural y generoso su proyecto), es exponernos a una especie de gigantesca internet en película que nos recuerda cómo llegamos adonde llegamos.
Nunca hay que olvidar que Godard fue, en su juventud, un pintor abstracto vocacional y un interesado por la medicina y la ciencia. Eso sigue funcionando en la manera como expone a partir de este collage por momentos asombroso, por momentos tedioso, por momentos extremadamente provocativo por el asombro o el tedio que propone la película. Godard tiene 87 años y anda con pocas pulgas; después de proclamar la nunca cumplida –¿o siempre cumplida?– muerte del cine, entiende que la superposición móvil en el tiempo de imágenes y conceptos es, después de todo, un modo de comunicar una imposibilidad y un desencanto. De ese desencanto con el mundo, de su violencia reflejada en el vértigo de la película, se trata en el fondo este libro ilustrado con el peso sutil de lo que, alguna vez, fue la cultura.
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