Mauricio Mochkovsky trabajaba en la construcción, hacía electricidad de obra, cuando empezó con el negocio de las máquinas electrónicas
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¿Qué quiere decir Sacoa? El nombre de la cadena de videojuegos que marcó a varias generaciones de argentinos tiene un origen extraño. Lo definieron sus fundadores, los hermanos Mochkovsky, cuando decidieron reunir todos sus locales de entretenimiento, distribuidos por todo el país, bajo una misma marca. Ya trabajaban con juegos mecánicos. Por aquel entonces, sus máquinas más rendidoras eran los pinballs y las reproductoras de música. Pero también experimentaban con otros formatos. A mediados de los 60 hicieron una nueva apuesta: abrieron un bowling en el centro de Mar del Plata. Eligieron un local imponente, a pocas cuadras del mar, en un edificio emblemático: el edificio de la Sociedad Anónima de Construcción y Obras Afines. “Nuestro cartel decía ‘BOWLING’, a secas. Nada más, no tenía nombre. Pero al lado estaba la sigla del edificio, S.A.C.O.A. De pronto, la gente empezó a decir ‘voy al bowling Sacoa’. Así que, bueno, no nos quedó otra. Ni siquiera pensamos en otros nombres, decidimos llamarlo así, de manera efectiva, inmediata”, cuenta Alejandro Mochkovsky a La Nación sobre aquél momento fundacional.
“Llegaron escapando de la Primera Guerra Mundial”
La historia de los Mochkovsky en la Argentina comienza a principios de siglo XX. “Mis abuelos, tanto los maternos como los paternos, eran inmigrantes lituanos que llegaron al país escapando de la Primera Guerra Mundial. Casualmente, los dos eran sastres. Los Mochkovsky se las rebuscaron como pudieron, con mucho esfuerzo, para mantener a 3 hijos: mis tíos Grey y Enrique y mi papá, que nació en Buenos Aires en 1923″, cuenta Alejandro.
Alex, como lo llaman sus amigos, hoy tiene 74 años. Vive en Mar del Plata, cerca del edificio SACOA, que todavía sigue en pie. Con mucha emoción revive la historia de su empresa, que es la historia de su familia. Su viaje en el tiempo comienza en 1949, en Vicente López. “Vivíamos allá. Éramos cinco en casa: mis padres, Mauricio y Bailly, mis hermanos, Jorge y Ricardo, y yo. Mi papá fue quien le dio comienzo a esta gran historia”.
-¿A qué se dedicaba Mauricio, su padre?
-Fue un trabajador incansable. Iba “de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Trabajaba en todo lo que podía, pero su primer oficio fue el de armar radios. Lo aprendió por correspondencia. Al principio, cuando era adolescente, lo hacía como hobby, pero luego lo convirtió en su ocupación.
-¿Tenía alguna formación académica?
-Había cursado parte de la secundaria en el colegio industrial Otto Krause, hasta tercer o cuarto año. No lo terminó, pero era muy habilidoso. Ya de chico, con el negocio de las radios, ganaba 3 o 4 pesos al día, que por entonces era una suma considerable. Con parte de ese dinero pudo ayudar a mis abuelos, que eran inmigrantes, a poner un almacén.
-¿Mauricio se dedicaba exclusivamente al armado de radios?
-En los años 50 empezó con la construcción. Todavía vivíamos en Vicente López, pero sus trabajos eran en Mar del Plata. Él iba y venía por la ruta 2 y nos visitaba en sus días libres. Además tenía una changa: iba a los clubes de barrio y a las sociedades de fomento a proyectar cine, tenía muchas películas de difusión de la embajada norteamericana. Pero su trabajo formal era en la construcción. Hacía electricidad de obra. Él instaló el primer portero eléctrico de la avenida Colón, en Mar del Plata, en un edificio de 5 pisos.
-Mucho esfuerzo, especialmente el de recorrer la ruta 2 semana tras semana.
-Sí... eventualmente terminamos mudándonos todos a Mar del Plata, en el año 1955. Mi hermano menor, Ricardo, nació acá, en Mardel, los dos hicimos la primaria en el Mar del Plata Day School y la secundaria en el Colegio Nacional Mariano Moreno.
-¿Su padre les inculcó esta pasión por la electrónica?
-Sí, solía pasar mucho tiempo con nosotros. Nos contaba sobre el armado de artefactos electromecánicos, nos terminó transmitiendo esa pasión. Incluso mi hermano mayor y yo lo acompañábamos a las obras para pasar cables y armar los tomacorrientes. Pasábamos horas con él, mirándolo, aprendiendo.
Una fonola y la crisis económica
-¿Cómo llegaron al negocio de los juegos electrónicos?
-Mi papá se levantaba a las cinco de la mañana, comenzaba a trabajar en la obra y recién cinco horas más tarde tomaba un descanso. Solía ir a un café llamado “Derby”, en el centro de la ciudad. Ahí había una máquina tocadiscos. Mi papá se puso a observar la fonola, cómo funcionaba, y se dio cuenta de que era un gran negocio. La gente llegaba, ponía la moneda y elegía su música preferida. Muchos elegían la misma canción, sin saber que otro cliente ya había pagado para escucharla. Eso funcionó como un disparador, la idea se le metió en la cabeza. Pero hubo otra circunstancia definitiva. La construcción estaba pasando por una crisis muy seria: se construía sin ley de propiedad horizontal, sobre terrenos hipotecados y muchas propiedades se vendían en cuotas fijas. ¿Qué pasó? Las primeras inflaciones cortaron la cadena de pagos y mucha gente, incluido mi padre, pasó a vivir sin la certeza de cuándo les irían a pagar. Fue ahí que se volcó definitivamente al rubro de las máquinas.
-¿Recuerda cuál fue su primera máquina?
-Un conocido de mi padre, de apellido Tempone, le ofreció unas máquinas de juego viejas, de 1930. Estaban abandonadas. Eran estilo pinball, pero no tenían las paletas, los flippers. Papá las puso a trabajar en los bares, les daba un porcentaje de las ganancias a los dueños de los locales. Desde el principio empezó a juntar mucha plata. Cada una de esas máquinas hacía entre 50 y 70 “arranques” por día.
-¿Alcanzaba para vivir y mantener a toda la familia?
-Sí, alcanzaba y bien. Papá se dedicaba exclusivamente a eso. Inmerso en su búsqueda por estrategias que impulsaran sus ganancias, pensó: “Si estas máquinas son de otra época y me dan rédito, ¿cuánto podré ganar con las que se fabrican hoy, en los 60?”. Y viajó a los Estados Unidos, a Nueva York, para conocer personalmente los modelos más novedosos.
-¿Qué encontró en Nueva York?
-Allá había un barrio lleno de gente que se dedicaba a las maquinitas clandestinas. La prohibición del juego era durísima en los Estados Unidos. Mi viejo, que era un tipo re sociable, se puso a charlar en yiddish con la gente que manejaba el negocio, entre los que había varios judíos a los que no se les habían permitido ingresar a Las Vegas cuando se creó la ley de juegos de azar en el Estado de Nevada... Mi papá entabló buena relación con ellos, especialmente con Mister Simon, el propietario de una prestigiosa tienda que vendía todo tipo de juegos. Junto a él trabajaba Myron Sugerman, un vendedor. Ellos le extendieron crédito a mi padre por un contenedor lleno de máquinas. “Llevátelas y pagalas cuando puedas”, le dijeron. Eran 30 máquinas de bingo y 15 de pinball.
-Usted, a esa edad, ya era un adolescente. ¿Cuándo comenzó a trabajar para su padre?
-Digamos que yo empecé a los 11 ó 12 años. Desde el 60 y pico, cuando pusimos las primeras máquinas en Capital Federal. Vivíamos en Mar del Plata, pero el negocio estaba extendido por distintos puntos del país. Mi papá, mientras, seguía consiguiendo más juegos que le enviaban desde Estados Unidos. Se los regalaban prácticamente, allá estaban muy perseguidos y no querían usarlas.
-¿Usted ya tenía decidido que quería dedicarse al negocio familiar?
-Siempre seguí trabajando y, al mismo tiempo, empecé a estudiar Derecho. Duré un año... ¿qué pasó? Estaba ganando mucha plata y pensaba: “No quiero estudiar 5 o 6 años para después ver qué voy a hacer de mi vida”. Me gustaba el Derecho, me sigue gustando... también me sigue gustando Ingeniería. Sé un poco de todo, pero también nada de nada. Fabriqué de todo, construí muchísimo. En un momento llegué a tener 45 locales a la vez, en pleno auge de los 80. Hasta 17 locales en verano, solo en Mar del Plata. Teníamos un esquema de crecimiento que funcionaba. Era fácil reproducir ese éxito y me terminé volcando hacia eso. Pero hasta los 60 nosotros no teníamos locales: desplegábamos las máquinas por los bares y cafés del país, o en alguna galería, y hacíamos dinero con ellas. Los locales “SACOA”, propiamente dichos, llegaron después.
-Durante años, los videojuegos estuvieron prohibidos en Capital Federal. Lo curioso es que funcionaban sin problemas más allá de la General Paz. ¿Cómo hicieron para, finalmente, establecerse en la ciudad de Buenos Aires?
-Promovimos la legalización de la actividad en Capital Federal a través de una ordenanza municipal. En esa época, el intendente era Facundo Suárez Lastra. En la ciudad funcionaban algunas salas de videojuegos que habían presentado recursos de amparo en la Justicia. Era un descontrol. Fue entonces cuando Suárez Lastra ordenó a sus concejales que legislaran. Fue una batalla conflictiva, todos los corruptos querían su tajada. Finalmente, los que no eran corruptos hicieron una legislación razonable.
-¿Es cierto que, durante las épocas de prohibición de importaciones, Mauricio y usted armaron juegos con sus propias manos?
-Sí. Cuando yo tenía 21 años empezamos a fabricar juegos copiando modelos. Hicimos un auto de carrera inglés, un submarino... Fuimos copiando los originales. Hacíamos las réplicas con autopartes...
La fundación de “Sacoa”
Con el correr de los años, Sacoa llegó a tener más de 70 locales a lo largo y ancho de la Argentina. Todos funcionaban bien. Pero los salones de Mar del Plata, en verano, estallaban de clientes. “Ni siquiera teníamos que hacer publicidad. La gente salía de los cines e iba directo a un Sacoa, en familia”, agrega.
-¿Cómo se distribuyeron las responsabilidades dentro de la familia?
-Jorge, mi hermano mayor, siempre fue el más “técnico”. Él empezó a fabricar y armar en el país las placas de los videojuegos. También fue quien más viajó a exposiciones. Yo siempre me quedé al frente de las operaciones, del manejo de las máquinas y luego de Sacoa como empresa. Después, Jorge y sus hijos se concentraron en las operaciones de la tarjeta Sacoa, donde los clientes cargaban crédito para poder usar las máquinas. La expandieron por el mundo y dejaron de lado la operación de Argentina, de la cual quedé a cargo yo. Con las tarjetas terminamos con las mafias de las fichas.
-¿Las mafias de las fichas? Por favor, expláyese.
-Cuando estábamos en el auge del negocio en Capital Federal, se armaron bandas internas de delincuentes, empleados de Sacoa, que robaban las fichas de las máquinas por la noche y las vendían de día. Alguien robó la lata donde guardábamos la llave que abría las máquinas. Hizo una copia y, de a poco, se fue sacando las fichas. Ese método se extendió por toda la ciudad. Afortunadamente, poco tiempo después surgió la Sacoa Card, que terminó con esa mafia.
-¿Cuándo surgió la competencia?
-Siempre tuvimos competencia. Antes que nosotros estaba Jet, por ejemplo. Pero eran mucho más chicos que nosotros. Ninguno tuvo nunca la magnitud de Sacoa.
-A partir del 2000, empezaron a desaparecer. ¿Por qué hay menos locales de SACOA?
-Las ciudades no tienen más gente caminando, no hay nocturnidad. La crisis no es de Sacoa, es de las ciudades. Desapareció el centro. Entre los cartoneros, la delincuencia, el fútbol todos los días en TV, la gente no sale tanto de su casa. No hay más el cliente que llenaba los Sacoa cuando pasaban por la puerta. Fíjate que a mí, en su momento, ni me hacía falta hacer publicidad... El boom de la TV encerró a la gente y el boom de la delincuencia hizo que la gente no viniera tanto al centro para ir al cine.
-La aparición masiva de consolas, como Playstation y Xbox, ¿afectaron su negocio?
-Cuando comenzó el declive económico general en los 90, el público de entretenimiento en Buenos Aires se movió en gran medida a los shopping. Sufrieron los locales a la calle. La cuestión social del entretenimiento con consolas pudo haber ocurrido, pero los grupos y las familias, que eran los tipos de cliente que llenaban nuestros locales, solo se han trasladado en parte hacia las consolas. Pienso que la razón mayor fue lo que expliqué previamente.
-¿Quiso vender alguna vez?
-En 2008, yo tenía negociada la empresa en un valor de 60 millones de dólares. Quería hacerlo y estaban todas las condiciones dadas. Pero estalló la crisis financiera y se frustró la oportunidad.
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