Un suspiro por Güemes
Para unos, "el Tata". Para otros, "el Demonio". Aquel gaucho de ojos morunos no dejaba a nadie indiferente. Desfilaba por las callecitas empinadas de Jujuy con sus montaraces a la zaga, las espaldas cubiertas por ponchos colorados, el barbijo de sus sombreros incrustado en la piel curtida del mentón, y las cabelleras ondeando al viento. Los Infernales de Güemes se pavoneaban erguidos sobre el lomo de sus caballos con la vista clavada al frente, como si algún altar lejano concitara sus devociones ocultas.
Así los miraba pasar Sara desde la ventana de los Altos, en la casa familiar. Eran los invasores y había que odiarlos, o ignorarlos. Ella, con sus quince años, no lograba lo uno ni lo otro. Suspiraba ante la gallardía de aquellos varones de fama feroz. La consigna era no asomarse, ni demostrar miedo o interés. Eran los saqueadores, los enemigos del orden establecido, los Centauros del Mal.
El postigo de los Altos se abrió más de lo permitido, y un chirrido denunció su presencia, quizá la única visible en la orgullosa capital jujeña. La gentil cabeza recibió el resplandor del ocaso, que coronó de rojo sus rizos morenos. Docenas de pares de ojos subieron hacia la ventana indiscreta, y la silenciosa admiración por la mocita de pómulos suaves se elevó en el aire perfumado de la tarde como una oración. Corrió un rumor masculino entre el repiqueteo de los cascos de los caballos.
De pronto él, el amado, temido y odiado, alzó también su mirada. Fue un instante apenas, un pestañeo tenue como aleteo de mariposa, y los ojos del caudillo, fulgurantes en el rostro patricio, cruzaron la mirada de Sara, clara como agüita de manantial.
Una niña, pero con ansias de mujer.
El demonio del monte sostuvo la mirada femenina mientras su alazán sobrepasaba el portal.
-¡Sarita! –se escuchó desde el fondo del cuarto, a espaldas de la joven.
Y antes de que el postigo se cerrase con furia, Sara alcanzó a ver al gaucho guerrero inclinando su cabeza en gesto cortés. Dedicado a ella, sólo a ella.
La comitiva pasó por la ciudad sitiada, dejando atrás el regusto amargo de sus pobladores, y el corazón partido de una muchacha enamorada.
(NOTA DE LA AUTORA: Martín Miguel de Güemes tomó en soledad la decisión de crear, en 1815, un regimiento de gauchos de línea conocido como Los Infernales, fuerza con la que mantuvo en jaque a los españoles que pretendían recuperar el territorio en armas. Fue un escuadrón de caballería engarzado en un proyecto regional que se truncó con la muerte del caudillo. Militar y estratega, Güemes tuvo enemigos internos por cuestiones políticas y porque requería dinero de las arcas de los comerciantes prósperos para la causa de la independencia, en la que el general José de San Martín lo había designado comandante de milicias. El lema con que arengaba a sus huestes gauchas: "morir por la patria es gloria", aún resuena en cerros y quebradas).
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