Un ritual japonés, un tributo sagrado
COLONIA URQUIZA
Adrián está parado con una sombrilla de papel en la mano. Tiene anteojos de sol y está vestido con una yukata celeste y una faja negra. Delante de él hay un montón de chicos y adultos arrodillados alrededor de cuatro piletas Pelopincho. Adrián los mira con una sonrisa. Sabe lo que está sucediendo y parece disfrutarlo. En las piletas, decenas de peces de colores se mueven de acá para allá. Un hombre de remera negra intenta atrapar uno de esos peces para su hija. Arrastra por el agua una especie de colador de papel, como si fuera una red de pesca. Tiene que hacer un movimiento ágil y sintético, de lo contrario, cuando quite el colador del agua, el papel se habrá desintegrado y su hija se quedará sin pescado. El hombre se llama Raúl y es de Bolivia. Es la primera vez que viene, pero su hija –que lo mira inquieta mientras el hombre fracasa– asiste todos los años. Adrián, que mira desde atrás, también es público fiel. Él y la hija de Raúl parecen saber lo que Raúl y este cronista no: que la pesca en Pelopincho no es un juego de kermés, sino un arte, un deporte bonsái.
Un hombre de la organización se acerca. Toma uno de los coladores, hace un movimiento preciso y atrapa un pez. Lo pone dentro de una bolsa de plástico con agua, la cierra, y se la entrega como obsequio a la hija de Raúl, que se va contenta y triste a la vez, como si llevara un triunfo reversible entre las manos. Adrián contempla a los demás jugadores. Hay más de treinta personas intentando lo mismo. Él no juega, pero hace siete años que asiste religiosamente. Hace cinco, junto con Julieta y Soledad, amigas en esta aventura particular del Bon Odori, donde estamos, y esta pasión general que es para ellos la cultura japonesa.
Una descripción inmobiliaria diría que se trata de un festival en un predio gigante de un lugar de La Plata, con más de treinta puestos de comida, suvenires y ropa; una torre en el medio; cientos de personas bailando alrededor o haciendo música; un stand de la embajada japonesa en la Argentina; una carpa de una concesionaria de motos de dueño mitad platense mitad japonés; un montón de gente caminando vestida como cualquier argentino, y otro montón de gente caminando vestida como cualquier japonés. Eso, como descripción general. Pero entender lo que sucede en este lugar es, como la pesca para Raúl, mucho más sutil que solamente pasar el colador.
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Cuando los padres de Mari pensaron en dejar su país, a comienzos de los sesenta, Paraguay aparecía como destino soñado. Eran de Kochi, al sur de Japón, a 135 kilómetros de Hiroshima, y veían que ese pequeño país de Sudamérica tenía todo lo que imaginaban de un lugar próspero: posibilidad de desarrollo, brazos abiertos, buen clima… Pero sobre todo, quedaba lejos de Japón, que por esos años se estaba recuperando (o lo intentaba) de eso que el mundo conoce como Hiroshima y Nagasaki, las únicas dos ciudades de la historia alcanzadas por bombas nucleares, lanzadas por los Estados Unidos en agosto de 1945. La guerra entonces, aun quince años después de esos bombardeos, seguía siendo un fantasma vivo que escupía japoneses hacia afuera. La hambruna era parte de la vida cotidiana. Las muertes por envenenamiento continuaban. Así, huyeron japoneses de a montones que llegaron a Brasil, Perú, Paraguay... Mari –hoy de 62 años, pelo negro cortito, saco oscuro, sonrisa como la de esos perritos de juguete que dicen siempre que sí– viajó en un barco durante 40 días junto con su madre y su padre. Su madre tiene hoy 90 años y no habla una palabra de español. Mari sí, pero con acento, con ese ritmo extranjero y simpático de los turistas. Su llegada a la Argentina, como la de la mayoría en Colonia Urquiza, fue por deslizamiento. Vivieron diez años en Paraguay, pero no los convenció: el calor, en contraste con los inviernos de Japón, era demasiado; y el país no parecía cumplir con sus expectativas. Llegaron a Buenos Aires y se instalaron en Florencio Varela. Comenzaban los 70 y, como ellos, muchos otros compatriotas se instalaron en la zona. Acá se pasó la vida hablando en japonés.
Dice que le gusta mirar. Y señala: en la pista, cientos de personas se mueven sincronizadas. Un pedazo de tradición de su patria, que ella nunca pudo ver en su patria, desfila por delante de sus ojos.
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Desde el cielo deben escucharse los tambores, los taiko, que varían en ritmo e intensidad según qué estén evocando. Alrededor de la torre hay una gran pista circular, pero no habrá baile hasta después de las 19, cuando empieza el ritual. Antes, pasan formaciones de tambores, cantantes jóvenes de estilo pop, espectáculos varios, todos bajo la custodia de los chochin, como se llama en verdad a las luces.
“En Japón hay diferente tipos de festivales, o matzuris. Unos, dando alimentos; otros, recorriendo las calles, a veces con dragones; otros, tirando barquitos al agua, y este, en el que se baila alrededor del Yagura, la torre, es un festival en homenaje a los muertos. Bon es antepasado, ancestro; Odori es baile. Acá lo hacemos en verano, como en Japón. Solo que para ellos el verano es en agosto, entonces lo hacen en conmemoración a los muertos de Hiroshima y Nagasaki”. Quien habla es Irene Isabel Cafiero. Está vestida como japonesa, maquillada como japonesa. Es experta en historia japonesa (forma parte del centro de estudios japoneses de la Universidad de La Plata), tiene libros publicados sobre el tema, tiene hijos con sangre japonesa. Y es de las pocas en la organización del Bon Odori que no tiene ningún origen japonés. Pero sí un destino: su marido es Antonio Tsuru, segunda generación de japoneses en la Argentina.
“Esta comunidad de Colonia Urquiza está desde 1961. Es muy joven en comparación con las de Brasil, Perú y otras. Es la más grande del país en el ámbito rural. Actualmente, tiene cerca de 200 familias y 600 individuos, mientras que en toda la Argentina se estima que hay cerca de 30.000 japoneses, contando los que llegaron y los descendientes. Algunos vinieron antes de 1900, pero la gran afluencia fue después de la Primera y la Segunda Guerra. Es cierto que muchos viajaron a otros lugares de América Latina y fueron llegando. Pero también hubo un proyecto del gobierno de Perón que hizo que algunas familias vinieran directamente”, explica. La Escuela Japonesa de La Plata alberga a los chicos de Colonia Urquiza y de las otras comunidades japonesas de la zona: Abasto, Peligro, Ruta 2, La Plata 1 y La Plata 2. Antes eran más, pero algunas familias se volvieron a su tierra y las comunidades se fueron achicando, entonces fusionaron las escuelas y esta se convirtió en la más importante de la zona. Luego, el Bon Odori la convirtió en famosa. Los padres de los alumnos de la escuela son los organizadores del festival; ellos pensaron que podía ser una buena manera de mostrar su cultura, a la vez que sustentar algunos gastos del colegio. El primero fue en 1999. Hubo cerca de 10 puestos de comida y cada vendedor le compraba al otro. No fue un éxito rotundo, pero sobrevivió. Este año fue la 19a edición y reunió a cerca de 10.000 personas. Los organizadores lo resumen diciendo que lo único que hicieron fue trabajar. Sin embargo, algo más debe haber para que, de entre todos los Bon Odori del planeta, este sea –según dicen– el más grande del mundo. Y eso incluye a los de Japón.
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Un día, la televisión japonesa decidió viajar hasta Colonia Urquiza para conocer el encuentro y contarlo. No quedó ahí: productores de TV Tokio decidieron instalar un stand para buscar participantes para el programa ¿Quién quiere ir a Japón? Se trata de un show en el que buscan al mejor fanático de la cultura nipona alrededor del mundo y lo llevan a Tokio a cumplir su sueño. Imposible no pensar en el capítulo de los Simpson en el que Homero resulta ser famoso allá porque su cara es igual a la de un personaje de una marca de jabón en polvo, y viaja con toda la familia. Poco que ver con el caso, pero no con esa impresión de que en Japón hay un programa para todo.
Este año la preseleccionada fue Micaela Contreras. Tiene 19 años y nació en La Plata. Es hija de padres farmacéuticos y toda su familia es fanática de la cultura de la tierra del sol naciente. Junto a su hermana Aldana, hace años estudian el idioma en la escuela de Colonia Urquiza. Mientras Aldana estudia taiko (participa en cada Bon Odori con su tambor), Micaela se especializó en los bailes típicos, los Yosakoi. Dice que su sueño es viajar para conocer cada uno de los diferentes bailes de cada prefectura del país (Japón está dividido en 47). Su hermano menor, Emilio, ya viajó. Tiene solo 10 años, pero juega al beisbol en un equipo de la zona y el año pasado fueron a jugar un torneo. Ahora puede ser el turno de Micaela. Llenó los formularios, conoció a los productores del programa, contó por qué quiere viajar a Tokio y grabó un video diciendo la frase típica del show: nippon ni ikitai (quiero ir a Japón, en japonés, claro).
Su candidatura avanzó y las cámaras llegaron hasta la farmacia de sus padres, en La Plata, donde fueron entrevistados no solo acerca de su amor por la cultura, sino sobre su día a día. En Japón una farmacia es tan solo una ventanilla con un tipo detrás que te alcanza los pedidos. Así que fueron filmados mientras atendían. Y Micaela explicó su ilusión de viajar. Ahora está a la espera: van a pasar el tape en el programa y si resulta la ganadora, el próximo paso es ir a estudiar los bailes de las prefecturas.
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Hay quien dice que Japón está de moda. Las redes sociales muestran cada vez más fotos de sus parques, de Tokio, de sus árboles. Los pasajes aparecen cada vez más accesibles. El monte Fuji pasó de ser una estampita lejana a una foto corriente. Hay muchas personas viajando a Japón por los motivos que sea. Algunos, como Adrián, Julieta y Soledad llegaron por el animé. Otros, por la poesía, el haiku; o por el karate; o por la atrapante figura de una geisha. Para Carolina Aguirre, reconocida escritora y guionista que estuvo viviendo unos meses en Japón, el motivo es completamente íntimo. “Cuando tenía ocho años a mí me fascinaba Japón. Los domingos iba a un vivero japonés en Escobar con mi abuela, que era amiga de la dueña y me quedaba mirando su estanque, unos piletones llenos de rosas flotando que tenía, las plantas de frutillas, los cerezos y un jardín que había ahí, en la casa. Y después me sentaba a estudiar un tomo de una enciclopedia de historia sobre Japón antiguo que tenía. Me fascinaba de manera infantil, me parecía lejano y hermoso, intrigante. Me gustaba tanto que pedí una profesora de origami, tomaba té en hebras todas las tardes y tenía doce amigas por carta de Japón. Nos escribíamos en inglés todas las tardes. Después, mi abuela murió y me fui olvidando de Japón. No se por qué. El año pasado no podía escribir, estaba muy dispersa y rara, en crisis con mi trabajo, y encontré ese libro en mi biblioteca. La enciclopedia que me dio mi abuela. Yo no guardo nada. Ni fotos, tiro todo, odio tener cosas, pero por algún motivo guardé ese libro treinta años. Cuando lo abrí me acordé de repente de todo lo que sabía sobre Japón y supongo que me dolió haberme olvidado, no haber ido nunca a un lugar que amé tanto de chica. Vi las fotos de los jardines de Kyoto, del teatro Kabuki, de las piezas de Kintsugi, del castillo Himeji, de la ceremonia del té que gasté con los ojos cuando era chica y renuncié al trabajo y me fui”, cuenta. En su perfil [@aguirrecaro], fue relatando algunas de las cosas que vivió. Los distintos festivales, los parques, las costumbres. De entre todo, dice, hay un concepto filosófico que le llamó la atención por encima de los otros: “Hay una idea del mundo que me resulta fascinante. Se llama wabisabi e ilustra bastante la identidad local. Originalmente wabi significaba soledad y sufrimiento, o vivir alejado de la sociedad, y sabi era relajado o marchito. El significado fue mutando y está más relacionado con la idea de que la belleza está en lo roto, lo incompleto, lo efímero y lo viejo. Para el wabisabi, como para el budismo, nada dura, nada está terminado y nada es perfecto. Las cosas son hermosas como son. El kintsugi, por ejemplo, es una manifestación clara del wabisabi. Las piezas de porcelana muy buenas, cuando se rompen, no se tiran. Se las pega de nuevo y se rellenan las grietas con oro puro porque se supone que algo que se ha vuelto a armar tiene más valor que algo que no sufrió, que no tiene nada para contar”.
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Los padres de Antonio Tsuru, como los de Mari, también fueron a Paraguay en los 60 y años después llegaron a la Argentina. A diferencia de Mari, él nació acá. Tiene 47 años y habla con acento argentino. Saluda con un abrazo y un beso. Choca los cinco. Y está casado con Irene Isabel Cafiero. Su historia de amor es la primera en la Colonia entre un descendiente de japoneses y una argentina que no lo es. Al principio, cuenta, llamaba la atención, era extraño. Con el tiempo, lo extraño se volvió normal. Es un poco la historia de integración del festival. “Este Bon Odori tiene la peculiaridad de que en el público son todos occidentales. En los otros países, en Brasil, los Estados Unidos, Japón incluso, quienes van a los festivales son japoneses. Acá son occidentales, y eso genera mística e integración. Por eso sale en los noticieros y por eso es tan lindo”, explica.
¿Cómo se conocieron con tu mujer?
Nos conocimos a los 14 años por casualidad, en la calle. Ella tenía cierta inclinación por la cultura japonesa y empezamos a tener una relación de amistad.
¿Le gustaba la cultura japonesa ya de por sí?
Le gustaba, sí. Lo que no significa que le gustara yo.
Pero fuiste su primer novio japonés.
Y su único, esperemos [se ríe].
¿Sos nacido en la Argentina?
Soy nacido en La Plata, sí. Lo que se dice segunda generación. Se les llama primera a los nativos, los que llegaron. Mis padres vinieron cuando tenían 15 años. Dejaron el secundario y se vinieron para América Latina. Llegaron cada uno por su lado a Paraguay. Ahí se conocieron y después se vinieron a la Argentina. Generalmente, el inmigrante sureño (les decimos así a los de Florencia Varela hacia La Plata) primero estuvo en Brasil, Santo Domingo, Bolivia, Paraguay, y finalmente se vino para acá. El plan era Sudamérica.
Hasta sus cinco años, el primer idioma de Antonio era japonés. Sus padres eran japoneses, los amigos de su padres también, los compañeros, los de los barrios vecinos. “La colonia era una burbuja para nosotros. Era como vivir en el Japón de la posguerra. Se seguía viviendo como allá en los años 70: la misma comida, las mismas costumbres de austeridad. Japón había avanzado, pero nosotros no, no lo sabíamos”, cuenta. Los primeros años, cuando sus padres querían comer carne, las únicas opciones eran siempre carnaza o puchero. “Era lo único que sabían pedir en la carnicería. Se había corrido la bola y todo el mundo pedía y comía solamente eso: puchero o carnaza”. Pero no fue obstáculo para su crecimiento: se dedicaron a trabajar el cultivo de flores (casi todas las flores que llegan a las florerías de la ciudad de Buenos Aires vienen de esta zona) y crecieron. Hoy son empresarios del floricultivo. “Nuestros padres están muy agradecidos a lo que les dio la Argentina por el simple hecho de que pudieron progresar. Ellos vinieron sin nada. Siempre dicen que en la Argentina si vos tenés la simple disciplina de levantarte, trabajar y portarte bien, vas a prosperar. Y así fue.
¿Vos continuaste el legado?
No. Ellos como inmigrantes no pudieron hacer una carrera, pero quisieron que sus hijos sí. Y como les fue bien económicamente, pudimos. Nos hicieron cristianos también, para que nos pudiéramos integrar a la sociedad en la que estábamos viviendo. Ellos eran sintoístas, una filosofía de vida que cree mucho en los ancestros… El sintoísmo en sí es un templo vacío, pero después vinieron los budistas y pusieron sus budas en ellos.
Antonio es odontólogo y representante en el país de la comunidad de Fukuoka, el pueblo de donde vinieron sus padres. Cuando habla de ellos, como de los antepasados, el tono argentino se le esconde un poco. Habla con más sencillez, como pidiéndoles permiso para evocarlos. “Los chochin, las luces, son los espíritus de nuestros ancestros que bajaron para acompañar nuestra cosecha y para estar con nosotros en la celebración. Por eso los bailes son así de sencillos, son todos movimientos de la cosecha: plantación, cargar la bolsa, escarbar”, nos explica, mientras vemos cómo la gente baila suavemente en ronda, avanzando como las agujas del reloj alrededor de la torre. No hay destreza o sincronización, hay juego y desprejuicio: el territorio contrario al ridículo.Cuando se apaguen los chochin, los espíritus de los ancestros comenzarán a alejarse. Hacia las estrellas, hacia las otras luces de los otros Bon Odori. Antonio dice que todos somos el resultado de nuestros antepasados. No dice, pero deja decir, que él mismo bajará a iluminar el baile alrededor de otro Yagura cuando solo sea una lejana estrella que pasó por este mundo. Antes de eso, antes de despedirnos, explotarán en el cielo cientos de fuegos artificiales. Flores en el cielo celebrando el centro de producción de flores más grande de la Argentina. Flores en el cielo celebrando diez mil personas de no se sabe dónde, celebrando tal vez no saben qué, en la noche roja de esta, la nueva tierra del sol naciente.