Un periplo inspirador y aleccionador
La semana pasada volvía de uno de mis largos viajes y tengo que reconocer que estaba cansado.
Más de una semana intensa de trabajo me había llevado a recorrer remotas regiones del norte de América y regresaba a casa lleno de nuevas postales fotográficas (ya ustedes saben que soy un acopiador serial de estas) y conocimientos más que interesantes sobre la vida en las zonas mas boreales de nuestro continente. Todo había sido bastante inspirador y aleccionador, sobre todo por tener la suerte de vivir en carne propia ciertas inclemencias del tiempo, la falta de horas de día y tratar de aprender palabras y frases de la lengua ancestral. Por un rato me sentí Fridtjof Nansen en su famosa expedición de finales del siglo XIX, mientras comprendía que realmente estaba en una de las últimas fronteras del planeta en el que vivimos y pensaba en la osadía de aquellos que habían hecho de la exploración e investigación un modo de vida.
Mientras el vuelo alcanzaba su velocidad crucero, ya me encontraba cómodamente sentado con un libro en las manos (en realidad, con mi reader electrónico). La noche se vislumbraba a través de la ventanilla al tornarse el cielo de un naranja fuego espectacular y una fina capa de nubes de un perfecto blanco hacía las veces de calzada de la aeronave. Mis ojos miraban fijamente al horizonte tratando de no perderse los últimos rayos de sol y luz del magnífico ocaso.
Seguían en mí las imágenes de amplias bahías, llenas de elevados y rocosos promontorios y la inmensidad de las aguas de un perfecto azul ártico. Grandes aves extendían sus blancas alas y, a decenas de metros de altura, se enfrentaban con los embates del frío viento. El único sonido era el de la naturaleza en su mágico accionar.
Con la cabeza recostada sobre el respaldo de la poltrona y los últimos rayos del sol me reconfortándome–el aire acondicionado helaba–, me veía hacía no más que unos días, encima de la todo terreno que me llevaba de un lado a otro, comiendo kilómetros como si fuese un pac-man, las cubiertas lanzando agua y barro al cruzar húmedas zonas llenas de baches o pozos que evitábamos para que nuestra aventurar no terminara. La señal de radio era nula y nos valíamos de nuestros teléfonos celulares para amenizar el frío mediodía con música, transformando a la camioneta en un verdarero karaoke desde donde lanzábamos gritos y aullidos –no éramos el coro de niños cantores de Viena, precisamente– a la inmensidad del paisaje.
Una sonrisa cruzó mi rostro al recordar que alguno de mis intrépidos amigos se había acordado de llenar unos buenos termos de deliciosa bebida caliente: el fuerte té y café que contenían estos recipientes alegraban a unos y a otros según su elección.
El termómetro marcaba temperaturas glaciales y parecía que la calefacción del vehículo no daba abasto. Para eso habíamos encontrado una solución: seguir cantado a viva voz.
Ya casi adormecido, siguieron pasando por mi mente los días vividos: la llegada a perdidas urbanizaciones donde éramos recibidos con amplias sonrisas, con palabras de aliento, con curiosidad y quizás con cierto recelo al ser testigos de la llegada de este delirante grupete de aventureros, quienes con unas ganas absolutas de aprender e incorporar conocimiento íbamos de un lado a otro tratando de digerirlo todo de un tirón.
Las luces de la cabina se atenuaban y ya la conciencia comenzaba a vagar. Al entrar en los terrenos de Orfeo me vi parado allí sobre un gran peñasco respirando profundamente un impresionante aire puro, mirando al horizonte y sintiéndome muy pequeño ante la inmensidad que me rodeaba.
Mi último registro de conciencia antes de quedarme dormido fue saber que una enorme sonrisa seguía dibujada en mi rostro.