Un páramo frío (y extremo) para paliar el calor
Hemos vivido unos días con altísimas temperaturas. Son estos los momentos en los que el verano se hace sentir especialmente y nos recuerda que todavía nos quedan más de dos meses de temporada estival. Para muchos esta es la estación ideal. Claro, ya están pensando en pisar la tibia arena de la playa, se embadurnarán con cremas protectoras y se tiraran cual lagartos para tostarse y dejar que el ruido de las olas los transporte al paraíso. Otros, contrariamente a lo que dicta esta estación, prefieren temperaturas más bajas.
Mientras estoy sentado frente a la computadora y escribo estas líneas y el mercurio del termómetro pasa la marca de los 35 grados (no quiero ni pensar en la sensación térmica), viajo con la mente a temperaturas más frías, como si de esta manera pudiera refrescar el ambiente.
Para eso vago a través de ella y busco en mi memoria algún punto de referencia, algun dato o anécdota que me lleve a un sitio fresco.
Paso rápidamente archivos mentales descartando lo insuficiente o lo extremo –tampoco la pavada– y me poso como un ave sobre su nido en una increíble tarde-noche en las montañas de Utah, uno de los estados del oeste de los Estados Unidos. Aquí tuve una experiencia casi olímpica al tener la oportunidad de subirme a un bobsleigh junto a un piloto que participó en Juegos Olímpicos y como para no perder la costumbre deportiva o atlética, lo que realicé un par de días más tarde me dejó exhausto.
Se terminaba un tremendo día de montaña. Cientos y cientos de amantes de los deportes invernales habían disfrutado de más de siete horas de amplias pistas y excepcionales condiciones de la nieve y ya emprendían la vuelta a sus hogares con la ilusión de otro día igual la mañana siguiente, prestando mucha atención a los pronósticos del tiempo para organizar la jornada.
En mi caso, no había podido disfrutar de esas horas de ocio y esparcimiento debido a otras actividades, pero estaba parado de en la base de la montaña con un prospecto para nada desalentador: tenía la oportunidad de subir cientos de metros para disfrutar de una noche bajo el espectacular cielo que se iba cubriendo de un glorioso manto de estrellas y comer delicatessen nórdicas en una verdadera yurta vikinga.
Ya habían llegado mis queridos amigos Abby y Charlie y estábamos listo para subir hacia la cima. El tema era cómo íbamos a subir. Sobre la base de la montaña y enfrente nuestro se había apeado un pisanieve que remolcaba un simpático trineo. Algunos de los clientes que habían hecho sus reservas ya se estaba subiendo y sacándose las selfies de rigor, y se cubrían con mantas para protegerse del viento gélido que bajaba por la ladera.
Ni lerdo ni perezoso me ubiqué en la fila para tener un buen lugar en el trineo, pero fui sacado casi de un empujón por Abby, quien riéndose levantó sus manos y me mostró lo que tenía pensado: sostenía un par de raquetas de nieve y con mucha convicción apuntó a la cima de la montaña.
Oriundos del estado vecino de Colorado y amantes de la vida al aire libre y los deportes extremos, mis geniales amigos llevaban todas y cada una de las cosas de la vida a veces a extremos innecesarios. Una cosa, decía yo, es su vida. Otra distinta es... ¡incluirme!
Creo que les rogué. Traté de hacerles ver lo inverosímil de la tarea. Que la noche era una caricia al alma, les decía ya utilizando cualquier idioma o gesto. No hubo caso, en un periquete tenía las raquetas puestas, una linterna de led en mi frente y dos bastones para ayudarme.
El rosa del atardecer se iba transformando en un furioso naranja.
Y con un fuerte grito para tomar envión y un gutural resoplido me interné en el bosque de pinos. ¡Así es la vida extrema, mis amigos!