Vincent Taylor llegó al país en el año 2000 y asegura que la viveza criolla lo hizo transformarse “de oveja en lobo”. Sin embargo, dice que no existe una ciudad en el mundo con mejor calidad de vida que San Rafael, en la provincia de Mendoza, donde fundó su hogar
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Luego de explorar gran parte de Estados Unidos y América Central a bordo de su kayak, Vincent Taylor (51) decidió navegar los ríos helados del sur de Chile. Había logrado el equilibrio perfecto en su vida: combinaba su espíritu aventurero con su carrera como ingeniero mecánico, egresado de la Universidad de Colorado. Reunió a otros amantes del deporte e hicieron base en la ciudad de Pucón, desde donde se lanzaron a descubrir nuevos paisajes y vivir experiencias increíbles. Corría el año 1999.
Lo que nunca imaginó Vincent Taylor es que en aquella ciudad trasandina conocería a Cristina, una sanrafaelina que le haría perder la cabeza y, años más tarde, se convertiría en la madre de su hijo Rocco. En su próxima aventura, para estar más cerca de su nuevo amor, cruzó los Andes e incursionó en Mendoza con la excusa de comprobar con sus propios ojos la belleza del río Diamante, del que tanto le habían hablado.
“Recuerdo que era la época del uno a uno. Llegué a San Rafael en plena cosecha y quedé maravillado: era un pueblo del pasado, un oasis en el sur mendocino, camiones de los años 60 haciendo fila en las bodegas, aroma a uva fermentada al sol, gente en bicicletas, vecinos cenando en las veredas, acequias con agua tan cristalina que se podía beber... ¡Todo esto en Estados Unidos no existía…! Me parecía increíble y sentía que nadie se daba cuenta de ese mundo de fantasía en el que vivían, rodeados de montañas, cañones, ríos y la Cordillera de los Andes con sus glaciares a la vista… Me enamoré perdidamente y, a partir de allí, si bien continué trabajando en mi país, empecé a venir todos los años”, evoca, mitad inglés, mitad castellano. Así transcurrió su vida hasta 2005, cuando nació su hijo y decidió radicarse permanentemente en Mendoza.
En aquél entonces, recuerda, su gran problema era que la Argentina era muy cara. “Yo era ingeniero y tenía mis contratos de construcción. Ganaba muy bien en Estados Unidos, pero acá se me agotaban las reservas cada vez que venía. Claro que luego llegó 2001 y el dólar se fue por las nubes... así pude adquirir una casa, una finca abandonada y una camioneta, algo impensado un año antes”, rememora.
-Entonces dejó la aventura para “sentar cabeza”, imagino.
-(ríe) No precisamente. Con mi novia emprendimos una travesía muy interesante hacia Estados Unidos en nuestra camioneta. Recorrimos América Central, disfrutamos de cada rincón del continente, y cerramos el viaje en Las Vegas, donde nos casamos. Fueron 23 mil kilómetros inolvidables. La idea era vivir mitad de año allá y el resto en San Rafael. Me encanta que los argentinos necesiten estar cerca de la familia, los gringos somos más fríos en ese aspecto…
-¿Cuándo decidió radicarse definitivamente en San Rafael?
-Años después, cuando ya había nacido nuestro hijo, que es cien por ciento argentino, con mi mujer decidimos separarnos. Entonces resolví que iba a quedarme definitivamente aquí para mantenerme cerca de Rocco. Volqué todos mis esfuerzos en mejorar aquella vieja finca y me convertí en agricultor: planté viñedos y otros frutales. La actividad no era extraña para mí, ya que nací en el campo, en Carolina del Norte, solo que allá el suelo es como el de la Pampa húmeda: todo soja, maíz, ganadería... ¡Pero no sabía nada de viñedos!
-¿Cómo empezó, entonces?
-Solo y a pulmón. Recién ahora tengo ayuda permanente. En años malos, no del todo redituables, saco mis herramientas y trabajo en construcción: soy metalúrgico, coloco durlock, hago trabajo de carpintería, lo que sea… Hay mucho trabajo acá y se paga bien ¡Solo hay que trabajar! En una oportunidad fabriqué rejas para un cliente y lo hice prolijamente, sin cobrar en exceso. Y recuerdo que terminé haciéndole rejas a todos los vecinos. Hoy, lamentablemente, el agro no tiene futuro, por eso empecé con una urbanización en la finca a la que denominé Napa Win Estates, que si bien tiene un significado en español, Napa también es la ciudad más famosa de producción de vino en Estados Unidos. El lugar ofrece lotes intercalados con viñedos y, gracias a Dios, va bien. Creo que la pandemia y la inseguridad de Buenos Aires hicieron que a mucha gente le cayera la ficha y decidiera vivir diferente, mejor.
-¿Cuál es su opinión sobre los argentinos?
-Argentina es un país extraño, con su propia idiosincrasia. Por un lado, es conocida en el mundo de la cultura porque está a la altura de los países europeos: tango, buen vino, carne, Messi y Maradona. La arquitectura de Buenos Aires es única y su riqueza de recursos no deja de sorprenderme. Argentina tiene de todo… y también a los argentinos. Hasta que uno no tiene que ganarse su dinero, no se da cuenta. Son “maestros” para juntarse a comer un asado, jugar al fútbol, reírse. Buena gente, amigable y contenedora, lo digo en serio. Pero cuando hablamos de dinero o de trabajo… ¡todo se va al diablo!
-¿Se refiere a la viveza criolla?
-Claro, me cuesta un poco adaptarme a esa forma de vida y no lo digo por desmerecer a nadie, solo para afirmar una realidad. Argentina es un mundo de fantasía perfecto manejado por lobos. Yo era una oveja y ahora soy un lobo más.
-¿Qué destaca como positivo de su experiencia?
-Que la vida es corta y que hay que aprender a vivirla. Me enamoré de San Rafael y jamás me iría de aquí, con todo lo que implica. Entiendo que muchos eligen partir y es triste, pero un país no sale adelante cuando la mitad no trabaja. Mi hijo argentino tiene pasaporte americano y no quisiera que se vaya, sueño con nietos argentinos, compartir en familia los asados de los domingos, algo que en mi país de origen no existe. Es cierto, tenemos muchos problemas, pero los hay en todo el mundo. Finalmente, cuando dejo a mi hijo en la escuela cada mañana no dudo en que a la tarde vuelvo a verlo. Y la Argentina me da el tiempo y la tranquilidad para enseñarle a ser un hombre que contribuya a este planeta.
-¿Tiene fe en la Argentina?
-Sí, vamos a salir adelante. Hoy estamos en un momento complicado y a veces concluimos con mis amigos que siempre estamos por ir a la banquina pero nunca falta tiempo para compartir risas y un buen asado. La Argentina es una aventura, jamás uno podría aburrirse.
De Florida a San Rafael en avión privado: 60 horas y 15 escalas
En 2018, Vincent vivió una de las experiencias más maravillosas de su vida. Fue cuando Betiana, su segunda esposa (hoy “gran amiga”) le regaló un curso de piloto.
Los aviones son una de sus grandes pasiones. Apenas obtuvo su carnet y cumplió con las reglamentaciones necesarias, viajó a los Estados Unidos para adquirir su propio monomotor que le costaría menos que en Argentina.
Lo trajo volando, piloteando él mismo, desde Stuart, Florida, en una aventura que le insumió 22 días, 60 horas, 15 escalas y jugosas anécdotas.
Partió el 6 de abril de 2018 desde el aeropuerto de La Florida para hacer escala en Bahamas. Siguió vuelo hacia Puerto Rico y, más tarde, aterrizó en la isla St. Martin, en la famosa pista pegada a la playa. Las escalas siguientes fueron la isla Granada y Guyana, otra vez en el continente americano. Recién tropezó con el primer contratiempo cuando sobrevolaba Surinam –ex Guayana holandesa-, donde debió aterrizar de emergencia debido a un desperfecto mecánico.
“De pronto comencé a escuchar un ruido fuerte en el motor, un taca-taca que me preocupaba. No dudé en bajar, pero me encarcelaron y me quitaron el avión. Pensaron que era una especie de Pablo Escobar. Hay mucho narco en esa zona... Finalmente pude explicar y arreglar la situación”, evoca, y ríe.
“Aquel forced landing en una finca para reparar el avión derivó en un mar de explicaciones. Hasta tuvo que intervenir la embajada”, recuerda.
Luego comprobó que el desperfecto era menor: se trataba, apenas, de una goma que se había soltado y golpeaba contra la parte exterior de la máquina.
Su paso por Brasil no fue del todo feliz. “Los brasileros son personas alegres y muy buenas, pero la burocracia es tremenda. No quieren aviones pequeños en ese país. Bajé en Fortaleza y, solo para tocar el piso, llenar combustible y pagar impuestos, me cobraron 500 dólares. Sí, esa suma solo para un aterrizaje”, rememora.
Además, dice, le discutían porque no hablaba portugués cuando él tenía un plan de vuelo internacional autorizado por la Administración Nacional de Aviación Civil.
Desde allí, todavía en el espacio aéreo de Brasil, Vincent buscó exclusivamente aeroclubs y aeropuertos “no controlados y que no cobren”. Encadenó Buzios, Florianópolis y Punta del Este, para entrar a la Argentina por San Fernando. General Pico, en La Pampa, fue la última escala antes de llegar a su hogar.
“A excepción de Brasil, con los papeles en orden, el tráfico internacional es muy sencillo y en general no hay problemas. Aduana, Migraciones, Policía Federal… es bastante fácil siempre que los papeles estén en orden”, señala, aunque hoy, pasado el tiempo, reflexiona: “La aventura resultó mucho más complicada de lo que pensaba y puse a prueba mis límites físicos y mentales. Todo resultó mucho más bravo de lo que esperaba”.
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