El Orient Express, el primer gran tren internacional de Europa; que cambió la historia de los viajes para siempre
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Hubo un tiempo que viajar era una auténtica hazaña, una prueba de paciencia. Para cubrir grandes distancias se utilizaban carruajes que avanzaban lentamente por caminos llenos de baches, con pausas constantes para cambiar los caballos exhaustos. Llegar a Viena desde París podía tomar hasta dos semanas. Luego aparecieron los trenes, los grandes símbolos del progreso del siglo XIX, que prometían velocidad pero ofrecían una experiencia incómoda, tortuosa: los asientos duros y el traqueteo constante hacía que el trayecto fuese una prueba de resistencia. Se redujeron los tiempos de viaje: ir desde Viena hasta París en tren demoraba entre dos y tres días. Hasta que un visionario tuvo una idea que cambiaría para siempre el significado de viajar.
El 4 de octubre de 1883, Georges Nagelmackers esperaba con emoción contenida. En la estación Gare de l’Est, el Orient Express, una obra maestra de la opulencia sobre rieles, estaba listo para su primer viaje. Cada detalle del tren había sido diseñado con un claro objetivo: transformar el acto de viajar en un deleite. Desde interiores lujosos hasta un impecable servicio a bordo, todo preparado para deslumbrar y redefinir el lujo en movimiento. Sin embargo, una pregunta sobrevolaba el ambiente: ¿lograría este “palacio rodante” cruzar los 2.700 kilómetros que separaban la sofisticada París con la exótica Constantinopla (actual Estambul) en menos de cinco días?
El visionario y un amor prohibido
Georges Nagelmackers nació en 1845, en Lieja, en el palacio familiar. Como hijo del dueño del banco más antiguo de Bélgica, su destino parecía escrito: heredar el negocio fundado por sus antepasados en 1747. Pero desde joven su espíritu inconformista desafiaba las expectativas familiares. En lugar de seguir el camino trazado, eligió estudiar ingeniería civil, una decisión que rompió con la tradición y generó gran consternación en su familia. Sin embargo, ese no sería el único desafío que pondría a prueba sus lazos.
Un día, Georges confesó a su padre su deseo de casarse con su prima Marion, algo inconcebible para la familia por sus creencias religiosas. Para impedirlo, su padre lo envió a los Estados Unidos, esperando que la distancia apagara su pasión. Durante diez meses, Georges recorrió América, en un viaje que cambiaría su destino.
Allí descubrió los vagones Pullman, trenes que unían el Atlántico y el Pacífico en solo una semana. Aunque admiraba su innovación, le incomodaba el confort con el que se promocionaban los vagones no le pareció suficiente. Fascinado por la idea, soñó con un tren europeo que cruzara el continente con lujo y estilo.
Lleno de entusiasmo, propuso su idea al propio George Pullman, pero fue rechazado. Aun así, regresó a Europa más decidido que nunca a hacer realidad su visión: crear un auténtico palacio sobre rieles.
La estrategia del éxito
A sus 23 años, Georges trazó un ambicioso plan: crear vagones dormitorio amplios y confortables para integrarlos a los trenes europeos. En esa época, los vagones eran pequeños y ofrecían camas improvisadas, muy incómodas para los viajeros. Sin embargo, inicialmente su propuesta fue recibida con escepticismo. Por un lado, el alto costo inquietaba a los inversores, y por otro, la industria ferroviaria estaba acostumbrada a métodos tradicionales y era renuente al cambio, por lo que veía con desconfianza la idea de incorporar vagones más grandes y lujosos a sus trenes.
Pero Nagelmackers no renunció a su sueño: imaginaba un tren que no solo llevara al pasajero a su destino, sino que convirtiera cada kilómetro recorrido en un lujo, donde la comodidad reemplazara al sufrimiento. Sus padres, confiando en su visión, le prestaron el dinero inicial, aunque no era suficiente para concretar su idea.
Con astucia, el joven usó ese dinero para crear la Compagnie Internationale des Wagons-Lits (CIWL) y sentó las bases de su proyecto. Aunque nadie imaginaba que, en tres décadas, su empresa sería la compañía de transporte más exitosa del mundo.
A los 25 años, Nagelmackers enfrentó el reto de convencer a empresarios y banqueros franceses y alemanes de financiar su proyecto de lujosos coches cama. Pero el escepticismo dominaba las salas de reuniones, y los inversores veían su idea como un sueño irrealizable. Tras múltiples rechazos, recurrió al respaldo del rey Leopoldo II de Bélgica. Aunque el monarca no llegó a invertir dinero, su apoyo influyente cambió la percepción del proyecto, permitiendo a Nagelmackers ganar la confianza de los inversores y hacer realidad su visión.
En 1872, sus vagones hicieron su debut, marcando el inicio de un nuevo estándar en los viajes ferroviarios. La primera ruta conectó Ostende (Bélgica) con Colonia (Alemania), seguida por un enlace entre Ostende y Berlín, y finalmente una línea que unía París con Viena. El éxito fue rotundo: estos trenes ofrecían un nivel de comodidad inigualable para esos tiempos. Su decoración, impregnada de la opulencia característica de la Belle Époque, deslumbraba a los pasajeros. Nagelmackers no se detuvo ahí; además de introducir los elegantes coches cama, revolucionó la experiencia ferroviaria al crear los primeros vagones restaurante.
Cortinas de terciopelo vestían las ventanas, mientras los muebles de caoba aportaban un aire de distinción. Los cubiertos de plata y los detalles en bronce de la grifería añadían un toque de sofisticación. Cada vagón, de 17,5 metros de longitud, contaba con calefacción a vapor y una iluminación suave generada por lámparas de gas, configurando un ambiente que conjugaba a la perfección comodidad y lujo en cada rincón.
Pero la ambición de Nagelmackers no conocía límites. Él soñaba con un gigante de acero que uniera los caminos de Occidente y Oriente, un majestuoso palacio sobre rieles que desafiara tiempo y distancia. No era solo un tren, sino una experiencia única, un ambiente de lujo que convirtiera cada viaje en una travesía inolvidable.
Aunque sabía que para hacerlo realidad necesitaba algo más que vagones convencionales. Fue por eso que diseñó coches de cuatro ejes, más grandes y cómodos, guiados por una locomotora capaz de recorrer miles de kilómetros sin pausa. Pero el desafío era mayor que sustituir los vagones: cada región tenía su propio sistema ferroviario, con normas de seguridad, alturas y anchos de rieles distintos. Por lo tanto, confeccionar un tren de lujo capaz de superar estas barreras técnicas era una auténtica hazaña. Y Naelmackers lo logró.
El Orient Express
El 4 de octubre de 1883, el Orient Express emprendió su primer viaje. Desde la estación de tren de París partieron 24 pasajeros, entre ellos el embajador otomano, banqueros, empresarios y periodistas. En una época donde los viajes eran considerados riesgosos y los robos un temor constante, cada pasajero llevaba un arma para protegerse. Todos estaban expectantes, aunque la mayoría dudaba del éxito de la aventura. En realidad, el viaje inaugural estaba originalmente programado para tres meses antes, en pleno verano, cuando el clima europeo era más amable y las rutas, menos desafiantes. Sin embargo, un cúmulo de contratiempos técnicos y diplomáticos obligaron a Nagelmackers a posponerlo.
Mientras el tren comenzaba a moverse, los pasajeros se acomodaban en sus lugares, maravillados por los detalles del Orient Express. Cada material reflejaba opulencia y durabilidad. El salón comedor era sin dudas la joya del tren. El menú incluía platos como el filete Chateaubriand con salsa de trufas y soufflés exquisitos acompañados por los mejores vinos franceses y champaña Dom Pérignon. Por la mañana, los pasajeros podían disfrutar de desayunos servidos en sus cabinas o en el vagón comedor, mientras admiraban el paisaje desde las ventanas.
En el viaje inaugural iban a bordo el periodista Opper de Blowitz, de The Times, y Edmond About, de Le Figaro. Ambos quedaron fascinados por la comodidad del tren, sus crónicas describían con entusiasmo cada detalle: desde el brillo de las copas en el restaurante hasta la impecable atención de los camareros. Además, la posibilidad de dormir, comer o incluso afeitarse mientras viajaban a 80 km/h los dejó impresionados. About dijo: “Viajar ya no es una tortura” y comparó la comodidad del tren con la de los mejores hoteles de París. Así nació “el rey de los trenes”
El recorrido
La ruta clásica de París a Constantinopla (actual Estambul) del Orient Express recorría 2700 kilómetros en 81 horas y media, aunque con el tiempo, el recorrido se adaptó para incluir destinos estratégicos.
El tren partía de la Gare de l’Est en París, pasando por Estrasburgo y sus viñedos, Múnich con su mezcla de tradición y modernidad, Viena, la majestuosa capital imperial, y Budapest, dividida por el Danubio. Continuaba hacia el sureste, cruzando Belgrado, con sus paisajes montañosos, y Sofía, antesala de Oriente, para terminar en Constantinopla (Estambul). Aunque al principio era necesario un trasbordo, desde 1889 el tren llegaba directamente a la estación de Sirkeci, consolidando su estatus como el puente perfecto entre Europa y Asia.
El Orient Express cruzaba países con sistemas ferroviarios, horarios, normas y tensiones políticas distintas, por lo que su puesta en marcha requirió de una coordinación internacional sin precedentes. Nagelmackers negoció con gobiernos y compañías, presentando el tren como un símbolo de lujo y progreso, evitando implicaciones políticas.
Otro gran desafío fue coordinar los horarios en regiones con diferentes zonas horarias. Para evitar retrasos en las conexiones, se diseñaron itinerarios meticulosamente sincronizados. Además, se crearon horarios ajustados a la hora local de cada país, lo que permitió calcular con precisión las salidas y llegadas en las estaciones principales. Esta planificación fue clave para garantizar la puntualidad y un funcionamiento eficiente del tren.
Además, el Orient Express enfrentó desafíos técnicos como las diferencias en el ancho de vía, especialmente en los Balcanes, donde las líneas no eran uniformes. Además, los sistemas de señalización variaban entre países, lo que exigía capacitar al personal para operar de manera segura en cada territorio.
El rey que se infiltró en un harén turco y el presidente que perdió su mandato
El Orient Express se convirtió en el favorito de la aristocracia de la época. Dicen que el rey Fernando de Bulgaria, obsesionado con su seguridad, pasó parte del viaje encerrado en el baño, temiendo ser víctima de un atentado inexistente. El zar Nicolás II exigió vagones personalizados durante su visita a Francia porque, al parecer, incluso en el tren más lujoso del mundo siempre hay margen para mejorar. Por su parte, el rey Leopoldo II de Bélgica, apasionado defensor del proyecto, llevó su entusiasmo demasiado lejos al intentar infiltrarse en un harén turco, quizás buscando “nuevas rutas diplomáticas”.
Sin embargo, el episodio más insólito lo protagonizó el presidente francés Paul Deschanel: una noche de mayo de 1920, luego de asistir a un acto oficial, el mandatario tomó un somnifero y cayó del tren en marcha. Milagrosamente, aterrizó en arena blanda y solo sufrió heridas leves. Un trabajador ferroviario encontró a un hombre descalzo y magullado, vestido con un pijama lujoso, que afirmaba ser el presidente de Francia. El trabajador, incrédulo, respondió con ironía: “Y yo soy Napoleón”. Sin embargo, un médico confirmó la identidad del presidente y, al amanecer, Deschanel estaba a salvo en el hospital. La noticia de su caída pronto se convirtió en uno de los episodios más insólitos de su mandato y le costó la presidencia.
En 1890, ante la falta de hoteles en Constantinopla a la altura de los pasajeros del Orient Express, Nagelmackers decidió abrir el suyo propio: el Pera Palace, hoy el hotel más antiguo de Turquía. Este innovador edificio fue el primero en la ciudad con biblioteca, restaurante de lujo, agua corriente, electricidad y un ascensor que deslumbraba como un prodigio de su tiempo. Entre sus paredes nacieron historias inolvidables: en la habitación 411, Agatha Christie escribió Asesinato en el Orient Express, mientras que el tren inspiró a Graham Greene para su novela El tren de Estambul.
En noviembre de 1918, el vagón 241-9D de Nagelmackers fue testigo de un momento histórico: cerca de Compiègne, al noreste de Francia, Alemania firmó el armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Al año siguiente, en el tratado de Versalles, las potencias victoriosas de la Primera Guerra Mundial decidieron que los estados derrotados debían ser excluidos de la ruta del Orient Express.
En los años siguientes, Nagelmackers inauguró otros hoteles en destinos estratégicos como Lisboa, Montecarlo y El Cairo, ideales para los viajeros más exclusivos. En el siglo XX, presentó en la Feria Mundial de París su proyecto de conectar Europa con el mundo e impulsó el ferrocarril Transiberiano, ampliando su imperio ferroviario hasta San Petersburgo, Vladivostok, Pekín y el norte de África.
Para comienzos de siglo XX, la empresa de Nagelmackers se había convertido en un gigante: más de 6200 empleados y cerca de mil coches cama recorrían el continente. Lo que alguna vez pareció un sueño inalcanzable se había hecho realidad. Nagelmackers no solo unió Europa y Asia, sino que creó un símbolo de progreso y modernidad. Cada viaje del Orient Express fue una experiencia de lujo que redefinió el significado de viajar.
Desde la década de 1950, el servicio del Orient Express comenzó a decaer. La Guerra Fría y los conflictos entre Grecia y Turquía provocaron cierres fronterizos intermitentes, afectando su recorrido. En 1962 fue rebautizado como Direct Orient Express, pero su esplendor se desvanecía. Para 1971, la CIWL había vendido su icónica flota de vagones azul y dorado, dejando el servicio en manos de las empresas ferroviarias nacionales, lo que resultó en un progresivo deterioro de la calidad y el confort.
El legendario Orient Express realizó su último viaje en la madrugada del 20 de mayo de 1977. Partió desde la Gare de Lyon, en París, con destino a la estación Sirkeci de Estambul, cerrando así un capítulo memorable de la historia ferroviaria.
Regreso al pasado
Desde 1982, el Venice Simplon-Orient-Express, gestionado por la compañía Belmond, ofrece recorridos por Europa en vagones históricos restaurados, brindando una experiencia de viaje que rememora la opulencia del pasado.
Los precios en Venice Simplon-Orient-Express, varían según la ruta y el tipo de alojamiento. Por ejemplo, un viaje de una noche en una Twin Cabin cuesta desde 2920 euros por persona, mientras que una Grand Suite puede salir desde 8400 euros por persona. Estos precios incluyen todas las comidas a bordo, servicio de mayordomo y una recepción con champán al embarcar. Es importante tener en cuenta que los precios pueden cambiar según la demanda y la disponibilidad. También existen alternativas más accesibles, como la ruta que conecta Venecia con Viena, cuyo costo es de 1170 euros.
Accor, en colaboración con SNCF (Société Nationale des Chemins de fer Français, que en español se traduce como Sociedad Nacional de los Ferrocarriles Franceses), anunció el relanzamiento del Orient Express en 2025, con rutas que conectarán ciudades europeas emblemáticas, incluyendo la histórica ruta París-Estambul.
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