Un lugar lejos de la conformidad
Ese día salí solo, lo necesitaba. Nunca fui afecto a la conformidad, que parece querer colorear nuestra vida de una pátina uniforme, monótona, conveniente. Mientras, afuera hay un mundo lleno de dignos tropezones. Vale la pena abrazarlos entre duda y acierto. Siempre sentí aversión por ser bien avenido. Más me gusta el aire frío sobre mi cara, lleno de muda, evolución, trasiego, reforma. Aquellos llamados a veces brillan por mis senderos buscándome, y otras se despiertan con las palabras de un libro para levantarme del sillón y salir otra vez hacia una hermosa incertidumbre.
El cielo estaba despierto, sonriente, lozano. Mis manos, en los bolsillos del generoso saco de felpón de otoño, grueso, cruzado y con cuello de lana, se movían, mientras caminaba por un sendero casi imaginaro hecho por el paso de animales en la cordillera. En un bolsillo llevaba una cebolla y una cabeza de ajo; en el otro, una decena de papas pequeñas con un puñado de sal de mar. En el bolsillo superior, donde tenía una vieja bandana roja, había puesto, como muchas veces, un copioso ramito de perejil y un frasquito de aceite de oliva de las colinas de Garzón, mi pueblo amado. Llevar el aceite en el pecho era como tener conmigo sus calles de ripio, sus ceibos en flor con el vago y traslúcido andar de ovejas y gallinas.
Subí la ultima cuesta con entusiasmo. Sabía que al descender estaría el río que luego de la pequeña cascada juntaba unos grandes bancos de arena donde tenía pensado cocinar mi almuerzo.
Al llegar, elegí el lugar con arena más gruesa para encender el fuego usando palos secos de las crecientes. Una hora después, las llamas y brasas calentaron la arena y corrí el fuego a un costado, disponiendo allí las papas, el ajo y la cebolla. Las cubrí con dos centímetros de arena caliente y volví el fuego a su lugar. Protegido por la arena, se cocinarían mi almuerzo en un horno simple y tierno como un amor nuevo.
Mientras se asaban, me saqué el pantalón y le cosí un parche de cuero, sentado sobre la arena. Siempre que coso pienso mucho. El espacio que queda entre mis dedos, la aguja, el hilo y mi meditación parece de paz, pero tiene una fuerza indómita y crea una alianza impetuosa dentro mío, que me lleva siempre a tomar decisiones.
Cuando terminé, saqué del río una enorme piedra plana, donde piqué el perejil con mi pequeño cuchillo de oficio que compré en París en 1978. Con la ayuda de un palo seco, corrí el fuego para encontrar mi tesoro. La cebolla estaba tierna, la corte en trozos; las papas las aplaste con el puré que saqué del ajo y agregué el copioso perejil.
Mezclé todo con los dedos y la sal de mar. Recordé que dentro de mi boina tenía granos de pimienta en un bolsillo secreto, los rompí sobre la piedra.
Comí deliciosamente con las manos y quedé echado en la arena al resguardo del sol con una leve siesta de bosque y pájaros.
Me desperté con frío y emprendí el regreso. Mis bolsillos estaban vacíos, pero mis sueños se remitían a la costura, a la complacencia del sabor con sus texturas, al aire del otoño y mi guarida en el arroyo.
A veces, resignarnos a vivir lejos de nuestros verdaderos sueños y cerca de la conformidad nos aleja de todo lo posible. Hay un lugar al que podemos llegar con lo que tenemos en los bolsillos. Muchas normas inculcadas, cuando crecemos, ya no son nuestras, les pertenecen a otros. Devolverlas es un legado ajeno, una pesada mochila.
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