Un inglés suelto en los laberintos de migraciones
Conseguir la residencia argentina puede transformarse en un viaje al centro de una burocracia tan dura como hilarante
Si la alegría china existe hay que deducir que no sale a la superficie fácil. Hablan poco y andan silenciosos. Los bolivianos y los paraguayos son pacientes y presas de los frustrados funcionarios que aborrecen su trabajo y suelen descargarse con ellos. Los colombianos son cordiales y respetuosos: un grave error en este reducto bullicioso y agresivo. Hay que saber defenderse, pelear y hablar por encima de todos. Los africanos son pocos, la mayoría refugiados. Los españoles gritan -se hacen notar-, como los italianos. Una vez a un español ("gallego" en el argot de intramuros) se le cayeron todos los papeles por lo nervioso que se había puesto. Seguro que todos estaban a punto de vencer y si no finalizaban el trámite ese día iban a tener que volver al principio. A mí, un inglés de Manchester, me ocurrió en varias ocasiones. Hay que empezar de nuevo. A veces falta una fotocopia, un sello, un detalle insignificante, pero decisivo.
Pasé por Migraciones tantas veces que ya conozco a la mitad de los empleados por su nombre. Sé cuáles son los más accesibles y quiénes me van a ayudar. "El Pelado" Rodrigo, por ejemplo, es buena persona y casi siempre me apoyó. En cambio, Lucía compite por el premio a la persona más desagradable que llegué a conocer en mi vida. Una vez me atendió sin mirarme a la cara, hablando con un compañero mientras devoraba lo que parecía ser un sándwich de "vacío". Le hice una consulta al final de la diligencia y me gruñó como un animal salvaje que defiende su comida ante el avance de otros depredadores.
Nadie sabe nada en Migraciones, hasta los propios empleados son extranjeros en el tema de las gestiones; despliegan una profunda ignorancia que entorpece todo el proceso. Primero te mandan para el edificio cuatro, luego para el dos. En el dos no se pueden hacer preguntas: hay que sacar turno para disfrutar de ese privilegio:
-¿Dónde saco turno? -pregunto.
-Allá -me señalan con un dedo.
Me doy vuelta y entre las multitudes gregarias que deambulan por la sala vislumbro tres filas de sillas, la mayoría desocupada. Cuento seis personas nada más. Desgarro un papel numerado de la máquina, me siento en primera fila y espero con paciencia. Es la décima vez que vengo este año. A la media hora veo que ninguna de las seis personas fue atendida. Giro la cabeza hacia la izquierda y veo tres filas más de sillas, todas ocupadas. Miro hacia adelante y compruebo que hay cinco puestos y un solo funcionario. Abatido, contemplo mis tres dígitos: 253. Y, acto seguido, el marcador electrónico: 201. Hago el siguiente cálculo: media hora por persona, multiplicada por 52 son 26 horas de espera para hacer una pregunta. Pasan cinco minutos y la señora que está siendo atendida se levanta y se va. Ése es el momento en que todos se quedan observando el marcador esperando un milagro: que se salte 30 números de una. El número 201 continúa ahí, congelado, con el "uno" medio borrado. Transcurren dos minutos agonizantes en los que el funcionario se limita a remover papeles y tomar mate, indiferente a la angustia ajena. El número no cambia... 52 pares de ojos están clavados en la pantalla con el turno arrugado en la mano. Así es "Informes", el lugar donde la "información" no es lo que abunda.
La primera vez que vine a Migraciones me faltaba una fotocopia para completar el trámite.
-¿Dónde hay fotocopiadora? -pregunté.
-No sé -me dijo un señor como si le hubiera preguntado: "¿Quién es el ministro de Agricultura de Costa de Marfil?". Le pregunté de nuevo y me dijo: "En el edificio cinco".
Me dirigí con más apremio que convicción al edificio cinco. No estaba ahí. Volví a preguntar: "En el edificio tres", me informaron. Efectivamente estaba ahí. Me encontré con una cola enorme, que serpenteaba por varios pasillos. Resignado, me incorporé a la fila. Pasaron cinco minutos (la fase embrionaria del trámite en que el migrante novato ingenuamente mantiene las esperanzas) y la cola no avanzaba ni un paso. Seguía ocupando el puesto 60. Cinco minutos más tarde avancé al 59. Momentáneamente me volvieron las esperanzas de que pudiera conseguir una fotocopia antes de que se hicieran las 13 (hora del cierre). Eran las 12.15. No iba a llegar. Esperé hasta las 12.45, hora en que me encontraba en el puesto número 56 y resolví tirar la toalla.
Aquel día aprendí que a Migraciones hay que ir con fotocopia de todo. Meses después volví a escarmentar: hay que llevar fotocopias de las fotocopias por las dudas. Ahora vengo a Migraciones con los documentos originales y tres copias de cada uno con sus correspondientes sellos, apostillas, traducciones y legalizaciones. Un día la foto debe tener fondo azul, otro día fondo blanco.
-Esta foto no sirve -me dijeron una vez.
-¿Dónde me puedo hacer otra? -pregunté.
-Andá a Retiro.
-Pero ¿dónde en Retiro?
-¡Qué sé yo!
Fui a Retiro -unas cuatro cuadras- y comencé a preguntar. Si no me sacaba la foto con fondo blanco y volvía en 15 minutos perdía el turno. Encontré un lugar.
-Te enteraste del cambio en Migraciones, entonces -le dije y la señora que atendía se rió. Estaba más informada que yo.
-Sacame con fondo blanco y fondo azul.
-¡Dale!
-¿Tenés más colores?
-Ya no van a cambiar -me aseguró.
-Si ahora cambian a fondo amarillo, esas fotos me las hacés gratis entonces.
-Tengo amarillo.
-¿Posta?
-Sí.
-Bueno, sacame con amarillo también.
Los turnos de Migraciones se administran por Internet. Te suelen dar cita para una o dos semanas. Es tiempo valioso que uno tiene que aprovechar para juntar papeles. El certificado de domicilio se tramita en la comisaría más cercana a tu domicilio. Te presentás con tu pasaporte, abonás 10 pesos y les facilitás tu dirección.
-Te lo vamos a llevar en los próximos tres días, entre las 8 y las 17.
Sin portero que lo recibiera de mi parte, eso significaba dos o tres días en casa aguardando el certificado, encerrado como una persona que espera la llegada de una tormenta tropical. Me vi obligado a volver a tramitar el certificado varias veces porque ya se habían cumplido los tres meses de vigencia sin que me presentara en Migraciones para radicarme. Ya sumo tres comisarías, doce certificados de domicilio y alrededor de 180 horas atrincherado en casa. El certificado de antecedentes penales tiene la misma vigencia, razón por la cual tengo 10 en mi haber: un total de 100 huellas dactilares escaneadas, pasadas por el sistema y verificadas.
Migraciones es como la vida: vas aprendiendo cosas sobre la marcha, a fuerza de cometer errores y tropezar con la misma piedra. Hoy en día toda la información se encuentra en la página web, pero en los albores de mi periplo porteño no era así. El primer año en ese edificio me curtí: fui 20 veces hasta que supe a ciencia cierta lo que tenía que llevar. Las respuestas ya venían elucubradas: "No sé"; "eso se hace en el edificio tres"; "tenés que venir más temprano"; "te falta la legalización de este documento"; "andá a preguntar a Informes"; "te faltan las fotocopias del pasaporte". Sacaba turno sabiendo que lo único que iba a obtener era otro retazo de preciosa información que, por algún motivo, sólo me querían dar con cuentagotas.
La Argentina es una nación que se construyó con inmigrantes. Las puertas están abiertas: no te deportan porque te venció la visa, no erigen muros para dificultar el paso por la frontera. Si uno viene a estudiar o trabajar le dan la bienvenida. Si luego hay que bancarse los quilombos en Migraciones me parece un precio justo por decirlo de alguna manera.
El día que conseguí la primera residencia sentí que había tocado el cielo con las manos. A "el Pelado" Rodrigo le quería clavar un beso. Luego, me topé con otro escollo en el camino: al no proceder de un país del Mercosur sólo me otorgaban un año de residencia. En caso de que siguiera estudiando o trabajando era necesario pasar por el mismo proceso para renovar. Y para obtener la anhelada residencia permanente debía hilvanar tres sin interrupciones. Llevo cuatro años acá y ni siquiera llegué a juntar dos al hilo. En total tramité tres, pero con baches entre cada una. Mientras tanto, conseguí laburo en una empresa. Pero para cobrar debo inscribirme en el monotributo y pasarles una factura. Acudí a una oficina de la AFIP.
-¿Tenés residencia?
-No, en este momento, no.
-Volvé cuando la tengas.
Así se van sucediendo los días, con parsimonia, entre mates y asados con amigos. Muchas veces me preguntaron: "¿Qué hacés acá"; "¿por qué viniste". En realidad, no sé por qué. Mi amor por la Argentina siempre fue inexplicable y anterior a mis amistades, y así lo prefiero, más personal. Creo que era la única persona de mi pequeño barrio en Manchester que leía a Roberto Arlt y escuchaba discos de los Redondos, sin haber siquiera pisado suelo argentino. Vine en busca de algo, de un sueño, y encontré el amor de unos amigos insuperables: razón más que suficiente para quedarme.