Un genio en la bruma: Willis Carrier, el padre del aire acondicionado al que llamaban “El jefe”
En general, cuando el calor golpea en gran parte de la Argentina, con sus alertas violetas y sus sensaciones térmicas por encima de los 35 grados, los días se vuelven insoportables y uno no sabe dónde esconderse de semejante agobio.
Pero, en medio de este infierno cotidiano, existe un aparato de la vida doméstica que puede brindar alivio. Se trata del aire acondicionado, un artefacto bendito que genera climas interiores refrescantes cuando afuera el mundo se derrite.
Esa sensación de frescura que se siente cuando se ingresa a algún ambiente con aire tiene, como todo lo que existe en esta tierra, un origen y un creador. El origen fue una imprenta neoyorquina que, a principios del siglo XX, a causa de la humedad y el calor, no podía lograr que la tinta se fijara correctamente en el papel.
Y el creador fue un joven ingeniero electrónico estadounidense que, empeñado en resolver ese problema, terminó creando un aparato novedoso que controlaría la temperatura y la humedad ambiente como nunca nadie lo había logrado antes.
Y así fue como este ingeniero, llamado Willis Carrier, sería considerado a partir de entonces como “el padre del aire acondicionado”. Un hombre que con su creación cambiaría para siempre los climas interiores de los espacios de gran parte del mundo y les daría, literalmente, una bocanada de aire fresco.
Fracciones, manzanas y primer empleo
Willis Havilland Carrier nació el 26 de noviembre de 1876 en Angola, estado de Nueva York, a orillas del lago Erie. Ya de pequeño su curiosidad oscilaba entre los aparatos en su hogar familiar: desarmaba relojes, máquinas de coser y otros objetos de su casa.
Carrier también comprendió en su infancia que la inteligencia abstracta necesitaba una base real para poder ser más efectiva. La lección la aprendió con su madre. Cuando él estudiaba matemáticas en la escuela, y no podía entender de ningún modo el asunto de las fracciones, su mamá tomó varias manzanas y las cortó en pedazos de distintos tamaños para representarle el todo y las partes.
Eso ayudó para siempre al futuro inventor -que entendió con las frutas lo que no alcanzaba a comprender en los libros-, a abrir la cabeza a los fenómenos cotidianos para poder, de este modo, desarrollar su revolucionaria carrera.
Por su talento como estudiante secundario, en 1895, Carrier ganó una beca para estudiar en la Universidad de Cornell, de donde egresó con el título de ingeniero en electricidad en 1901.
Casi inmediatamente después de su graduación universitaria, el joven Carrier empezó a trabajar en la compañía Bufffalo Forge, una empresa dedicada a fabricar y vender forjas, ventiladores, bombas a vapor y estufas de aire caliente, entre otras cosas.
En ese lugar, el muchacho empezó a mostrar su sagacidad para los inventos, al desarrollar un aparato calentador que podía utilizarse para secar madera o café. Seguramente fue por eso que su jefe le encomendó a él solucionar el difícil problema que le trajo un cliente.
Eso ocurrió en la primavera boreal de 1902. El encargado de la imprenta Sackett & Wilhelms, de Brooklyn, ya no sabía qué cosa hacer para que el calor y la humedad no le arruinaran más su trabajo.
Resultaba que, por las inclemencias del clima interno del local, el papel se contraía y expandía y esto provocaba que la tinta, aplicada de un color a la vez, se desalineara y se corriera. La impresión final quedaba desprolija, a veces impresentable, y el dueño de la imprenta ya no sabía qué excusa darle a sus clientes.
Una idea surgida de la bruma
Por el encargo de su jefe, Carrier, con solo 25 años y un salario de 10 dólares semanales, se puso a pensar la manera de solucionar estos problemas. Y así como las manzanas de su madre lo ayudaron a entender las fracciones, un fenómeno de la naturaleza le daría la clave de cómo podía resolver los incordios que provocaban la humedad y el calor dentro de la imprenta.
Fue una jornada fría de fines de otoño de 1902. El novel ingeniero caminaba por una plataforma de la estación de tren de Pittsburgh, en Pensilvania, que se encontraba envuelta en una densa bruma. Carrier observó el fenómeno atmosférico y se dio cuenta de que podía llegar a “secar” el aire pasándolo a través de un fino rocío de agua para que la humedad se condensara.
Para 1903, el ingeniero instalaba en la imprenta Sackett & Wilhelms el aparato que vislumbró en aquella noche brumosa de la estación de tren, que se convirtió en el primer sistema de aire acondicionado del tipo spray en el mundo. Con él se podía controlar la humedad, la circulación y la temperatura del ambiente interior de ese local. Básicamente, absorbía el aire húmedo y cálido -que terminaba expulsado al exterior- y devolvía una brisa más fresca y seca.
Pero aquel primer acondicionador de aire no era como los que se conocen hoy por hoy. Se trataba de un armatoste monumental, con un ventilador industrial, bobinas de vapor llenas de agua fría, controles de temperatura, un compresor y un sistema de serpentinas refrigerantes.
El tamaño de la máquina, sin embargo, no hacía mella a su efectividad: había sido diseñado para mantener en la sala una humedad constante de 55 por ciento todo el año y para tener un efecto de enfriamiento equivalente a derretir 50.000 kilos de hielo por día, de acuerdo con lo que precisa la página oficial sobre la vida de Carrier.
Lo cierto es que la tinta en las impresiones de aquel local de Brooklyn no se corrió nunca más. Y el invento de Carrier, a partir de entonces, no haría más que evolucionar.
Patentamiento y avances del “aparato para tratar el aire”
El 2 de enero de 1906, con el número de patente 808897, Willis Carrier registraba su invento con el nombre de “Aparato para tratar el aire”. Un año antes había sido nombrado como jefe del Departamento de Ingeniería de Buffalo Forge, donde todos los empleados, ganados por el respeto y la admiración, comenzaron a llamarlo “el Jefe”.
La compañía se dedicaba a vender el invento de Carrier a diferentes fábricas textiles primero, luego a compañías farmacéuticas y, más adelante, a todo tipo de factorías. Los jefes de ventas podían ofrecer el producto a las más diversas instalaciones industriales, porque sabían que el Jefe era capaz de adaptar las máquinas al ambiente de afuera, y proveer en cada sitio la humedad precisa y las temperaturas que cada lugar necesitara.
En 1907, la compañía en la que trabajaba Carrier vendía su primer “Aparato para tratar el aire” a un cliente internacional. Se trataba de la Fuji Silk Spinning Company, de la ciudad de Yokohama, en Japón, un país donde el invento del ingeniero estadounidense haría historia. En 1933, gracias a Carrier, los japoneses estrenarían el primer edificio del país con aire acondicionado en todos los pisos y ambientes, y cuatro años más tarde, el primer barco de pasajeros del mundo con refrigeración de aire sería también nipón: el transatlántico Koan Maru.
Pero llegada la crisis económica luego de la Primera Guerra Mundial, Buffalo Forge cerró su departamento de refrigeración. Era el año 1915. Entonces, el ingeniero Willis junto a otros seis colegas aprovechó la clausura de esa oficina para independizarse. Juntaron entre todos US$32.600 para fundar, el 26 de junio de ese año, la Carrier Engineering Corporation, donde el padre del aire acondicionado sería, por supuesto, el presidente.
El aire acondicionado conquista el mundo
Inquieto y siempre en la búsqueda de optimizar su producto, Carrier creó en 1922 el compresor de refrigeración centrífugo, o el enfriador, un dispositivo que mejoraba en mucho el producto patentado en 1906, y lo convertía en un aparato especialmente eficiente para su uso en grandes ambientes interiores.
A partir de entonces el aire fresco llegaría a lugares impensados y la vida cotidiana de los norteamericanos comenzaría a experimentar cambios con los que el devenir de sus días se volvería más y más confortable.
En 1924, por caso, en los grandes almacenes J.L. Hudson, de Detroit, estado de Michigan, se instalaron tres enfriadoras para el sótano del lugar y luego varios más en toda la tienda. Fue la primera gran experiencia, ya que en ese lugar subterráneo de los almacenes, de acuerdo con lo que consigna la revista Smithsoniana, anteriormente la gente se agolpaba y solía desmayarse -literalmente- en los días de calor agobiante. Pero luego de la colocación del invento de Carrier los clientes buscaban el sótano para sentirse más frescos y, de paso, cumplir más placenteramente su tarea como consumidores.
Inmediatamente después comenzaron a instalarse estos equipos en oficinas, hospitales, aeropuertos y todo tipo de almacenes. En 1925, el cine teatro Rívoli de Nueva York instaló los aires de Carrier y realizó una publicidad al respecto para invitar a los clientes a vivir la experiencia de una función cinematográfica envueltos en un ambiente fresco.
Las colas eternas para ingresar al lugar -importaba poco qué película se proyectara- fueron la demostración fehaciente de que el sistema de refrigeración era un éxito. Tanto esta sala de cine como los lugares donde se ofrecía esta confortable variación climática interna veían cómo reventaban de gente sus instalaciones. Ese año también se colocaron equipos de refrigeración en el nuevo edificio del legendario Madison Square Garden.
Para fines de la década del ‘20 ya eran unas 300 las salas de cine de todo el país que ofrecían esta refrigeración nacida del talento y del ingenio de aquel joven empleado de Buffalo Forge que se iluminó una noche de niebla. Además, los equipos de Carrier habían llegado a los rascacielos: en 1926, el edificio Patterson, en California, fue el primero en tener aire -del piso segundo al séptimo-, y pronto un rascacielos de 21 pisos en San Antonio, Texas, sería el primero en poseer el sistema desde el sótano hasta la cima.
Si bien en 1926 se instaló el primer sistema de aire en un hogar estadounidense, sería solo luego de la Segunda Guerra Mundial, una era de prosperidad económica, cuando se iba a producir la presencia masiva de estos aparatos en las casas de familia norteamericanas, algo que hoy en día es absolutamente frecuente.
El 7 de octubre de 1950, mientras daba un paseo por la ciudad de Nueva York, Willis Havilland Carrier moría, a la edad de 74 años. Pero su fresco legado ya estaba instalado sobre la tierra. Entre otras cosas había logrado con su invento que se hicieran más habitables muchas ciudades y pueblos del sur de su país, cuyos ciudadanos encontraron un alivio en la máquina que él había diseñado y creado.
Además, su empresa había expandido su firma y sus productos a todo el planeta. Incluida, claro, la Argentina.
La dimensión trascendente de Carrier para la historia de la invención humana fue certificada en su país, donde, en 1985, lo incorporaron al Salón de la Fama de los Inventores estadounidenses. En 1998, en tanto, la revista Time lo nombró como uno de los 100 personajes más influyentes de la nación durante el siglo XX.
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