Un espectáculo en la avenida Alvear
Miércoles 12.30 del mediodía. El tránsito estaba pesado en la avenida Alvear. Resulta que un enorme container negro tapaba por completo uno de los carriles de la arteria que nos recuerda cuán magnánima es Buenos Aires. Muchos autos frenaban, curiosos, al ver la multitud que se daba cita a su alrededor. La música, a un volumen considerable, era otro indicador de una jornada atípica en el barrio de Recoleta.
Era la presentación de colección de Ménage à Trois, en su local insignia. Y para mi sorpresa, lejos estuvo de ser un evento solamente social y hasta, si se quiere, comercial. Le hizo más bien justicia al término en inglés fashion show (en su traducción literal: espectáculo de moda), con una impronta netamente teatral, y como tal: de naturaleza efímera. En sólo dos horas transcurrió lo siguiente:
Los invitados llegaron puntuales, en su mayoría elegantes mujeres. Se consentían con bocaditos entre turistas, vecinos que se acercaban espontáneamente, algún que otro aguafiestas enemigo de las agrupaciones y hasta un vendedor de plumeros que contemplaba, concentradísimo.
A la una y cuarto, el DJ Richie Hell cambió repentinamente el estilo musical (que si hasta ese entonces había sido un acompañamiento, ahora cobraría un protagonismo irrefutable) e introdujo una épica aria lírica. Fue cuando las puertas del container se desplegaron lentamente y, entre efusivos aplausos y gritos, dejaron al descubierto una puesta en escena de diecinueve modernos maniquíes, estáticos, producidos de pies a cabeza con un alto grado de impacto y cinco modelos enfundadas en vestidos de cola negros, rojos, azules y verdes, que hicieron una breve coreografía por el poco espacio que les quedaba disponible en la vereda.
Al cierre, Amelia Sabán, dueña de la firma, posó ante los montones de celulares y cámaras de fotos. Se la veía muy animada. También a Eugenia Rebolini, una figura muchas veces anónima, pero clave, como lo es la de una estilista (aunque creo que le queda mejor el título de "cocreadora").
Es curioso que tanto se haya investigado y escrito sobre la historia del vestido, el taco alto, la minifalda o la prenda que fuera, pero poco sobre la evolución del desfile per se, cuando es éste, casualmente, uno de los momentos de mayor tensión en una industria global multibillonaria, ya que, si entendemos al público como el verdadero crítico, el desfile es una instancia decisiva, en la cual la aguja se inclina hacia uno u otro lado. Parece que los primeros desfiles nacieron en salones de París y que, a principios del siglo XX, Estados Unidos y puntualmente la ciudad de Nueva York los popularizaron. En ese momento, incluso, tenían una narrativa muy marcada, generalmente alrededor de un tema grandilocuente, y muchas veces devenían en problemas con la policía por ocasionar tumultos en la vía pública.
Pero regresando a la avenida Alvear, como en el cuento de Cenicienta, hacia las tres de la tarde, cada cual había vuelto a su rutina habitual, y ni un vestigio quedaba de semejante epifanía. Excepto por el container, que por un rato más siguió interfiriendo entre los autos apurados. Pero sin el contexto que antes lo rodeaba, no llamaba tanto la atención. Allí no había pasado nada. Aunque eso era sólo una ilusión. Había pasado un fashion show.
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