Un diseñador culto que se tuteaba con lo clásico y lo moderno
Es muy grande, y perdurable, intuyo, el legado que deja, al irse, Karl Lagerfeld, hombre de su tiempo y creador de imágenes memorables, que entendía y ejercía la moda como un gran oficio. Ante todo, servirá de ejemplo el modo, sagaz y desenvuelto, en que él supo servirse del tiempo, gran enemigo de la moda, para hacerlo jugar a favor de ella –y del suyo.
En efecto, en cada punto de su rico itinerario, Karl empleó una miríada de referencias indumentarias de todas las épocas –poseía un conocimiento enciclopédico y una memoria sorprendente– para traducirlas al espíritu y al lenguaje visual del momento, incorporando hallazgos de estilo propios, sutiles a veces, obvios otras, y con frecuencia impregnados de humor.
Así, durante siete décadas, Karl Lagerfeld no sólo mantuvo una presencia constante y una influencia creciente sobre los asuntos del vestido sino que también estableció el modus operandi, la hoja de ruta para la industria global actual, que en su crecimiento exponencial recurre a todos los pasados de los que pueda echar mano.
Pero Karl, en cambio, aún en el ápice de su frenesí de trabajo, con 14 colecciones anuales para presentar, se manejaba con discernimiento, dentro del marco de sus predilecciones, entre las que se contaban el arte y la literatura del siglo XVIII, para él, y con razón, un ejemplo de modernidad, el neoclasicismo, la excentricidad informada y el cine –en blanco y negro y en particular el mudo. Fragmentos dispares de esos gustos decididos se hacían ver invariablemente en todas sus colecciones, entre toques pop y, como principio de construcción, la aplicación de elementos imprevistos, y hasta irrespetuosos, a un repertorio de formas clásicas con las que se tuteaba.
Era un hombre de cultura que, como se debe, decía que lo suyo era sólo una curiosidad insaciable. Lector voraz, en cuatro idiomas, nunca dejó de sorprenderme con sus admiraciones literarias, que incluían a poetas filósofos (y argentinos) como Antonio Porchia y Roberto Juarroz.
Hablar con Karl, de todo y de nada, en charlas amplias, ligeras, que a veces obligaban a consultar algún libro para precisar algún dato, puntuadas de risas y siempre estimuladas por lo nuevo que a cada instante soplaba en el aire, ha sido uno de los privilegios y placeres de mi vida, y transformar, en alguna ocasión, esas charlas en entrevistas para Vogue fue una fiesta.
Una gran distancia separaba al Karl amigo (copain era el término coloquial francés que él prefería) del personaje público, con sus gafas, su coleta nívea y sus cuellos almidonados, que él llamaba la marioneta.
Al copain no me queda sino despedirlo con la nostalgia que a él no le gustaba. Sobre el autor de modas será otra fiesta seguir escribiendo.
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