Un diálogo con Morrison y Wilde en el cementerio
Recorrer las tumbas del campo santo de Père Lachaise es una forma de reencontrarse con nuestros seres admirados
PARIS.- Los paredones de piedra gris se levantan alrededor como si se tratase de una ciudad amurallada. La entrada, una de las cinco que tiene, está abierta desde hace unos minutos. Es el que me queda pendiente visitar, el más mítico de París, y que ahora, al atravesar esa puerta de unos seis metros de altura, piso por primera vez: es el cementerio Père Lachaise, el espacio verde más extenso de París y refugio de los restos de dos talentos que vengo a visitar: Jim Morrison y Oscar Wilde.
Mi fascinación por los cementerios despertó del todo el año pasado cuando descubrí que estar parado frente a la tumba de François Truffaut, esa rectangular, de mármol negro, enclavada en el cementerio de Montmartre, que enrostra su muerte a los 52 años, era tan emocionante como verlo correr a Antoine Doinel hacia el mar en esa última escena de Los 400 golpes. Fascinación que se exacerbó con el paseo por las catacumbas parisinas y se confirmó cuando encontré la de Cortázar, en el de Montparnasse, con sus rayuelas dibujadas en marcador negro sobre la tumba blanca, las piedras apiladas ahí encima para jugarla y las cartas manuscritas castigadas por la intemperie. Era el magnetismo propio de los personajes, sí, pero también el entorno que también se percibe en el de Chacarita o el de Recoleta: el poder escaparse de la ciudad sin salir de ella, encontrar el silencio, la soledad y un lugar para la reflexión.
Son mis últimas horas de un viaje de tres días, y tengo hasta el mediodía para recorrerlo antes de volver al hotel para el check out. Es la oportunidad de cerrar este circuito de la muerte parisina: caminar sus pasajes y rotondas, descubrir la esencia de una vida resumida en un epitafio, contemplar el culto hacia la muerte y dejar para el final a Wilde, ese que entró en mi canon literario adolescente -y que nunca se fue pese al paso de los años- con una edición de páginas amarronadas y tapa forrada con contac de El retrato de Dorian Gray que había manoteado de la biblioteca materna. ¿Cómo sería su tumba? ¿Qué sensaciones me generaría?
La parada obligada es la oficina administrativa: con más de 43 hectáreas y 70.000 tumbas el plano del cementerio se vuelve una guía imprescindible para encontrar la de Balzac, la de Edith Piaf, Yves Montand, Chopin, Molière, La Fontaine o Proust? El final estaba decidido, ¿por dónde empezar entonces?
El mapa me indica la de Morrison como la más cercana. Siempre supe que ahí, en esa tumba donde su cuerpo yace desde 1971, los jóvenes se juntaban a beber, tomar drogas y hacer el amor. Que por eso tuvieron que vallarla y poner un guardia de seguridad. Y como era de esperar un grupo de unos treinta turistas rodean las vallas, que encierran unas cinco o seis tumbas, entre ellas, la de él, a ras del suelo, demarcada con piedra, austera, y cubierta de velas y flores marchitas que sugieren abandono. Sobre una chapa de bronce enclavada sobre la lápida se lee su nombre completo y un epitafio en griego que podría traducirse así: "De acuerdo con su propio demonio".
El grupo comienza a dispersarse. Guardia no hay, pero sí un hombre agachado al lado de la tumba, posando para una foto. Lleva una boina, mochila, bermudas y zapatillas de escalar, y la sonrisa le desarma la cara. Me distraigo con las vallas: están cubiertas de stickers de bandas como si sus integrantes las hubiesen pegado en busca de la bendición del mito. Los infaltables candados cuelgan de los barrotes tal como en los puentes que cruzan el Sena. Y en un árbol lindero, sobre la esterilla que cubre su tronco, hay decenas de chicles pegados que me hacen acordar a los boletos de subte que dejaba la gente sobre la de Cortázar, ese "yo estuve acá". Yo no tengo ofrendas, tampoco dedicatorias. Aunque sí me hubiera gustado encontrarme a solas con la tumba del poeta. Tal vez para decir "hola". Tal vez para tener mi momento.
El personaje de la boina salta la reja y se para al lado de mí. Su grupo se aleja y somos los únicos frente a la tumba. Me mira, se sonríe, y me dice: "People are strange" ("la gente es extraña"). Le respondo un lacónico sí. Y cuando se aleja, me doy cuenta de que tal vez no sólo mencionaba el nombre de la canción como un gesto de complicidad, o como diciendo: "Ey, qué buen tema, ¿no?", quizás estaba hablando de nosotros dos, ahí parados frente a una tumba donde seguramente ya no quedarán ni restos de ese cuerpo.
Buscar una tumba tiene algo lúdico, laberíntico. Elegir a quién, identificar el número, hallarlo en el plano y salir hacia allí, bordeando tumbas, leyendo lápidas, con el sol que apenas se filtra entre las copas de los árboles, el aire húmedo, el paisaje gris y verde, la ciudad perdida, el canto de los pájaros y el graznido de los cuervos. Los zapatos cargados de ansiedad y la curiosidad latente de con qué uno se va a encontrar. Y aunque suene raro, hay cierto regocijo al leer que las letras sobre la lápida confirman ese nombre.
Después, cada tumba es tan diferente de otra como lo son las manifestaciones de los vivos hacia ellas. La del compositor Frédéric Chopin, por ejemplo, alegre, hasta diría cálida, con banderas de Polonia y repleta de rosas que parecen recién colocadas, pero ningún visitante a su alrededor. La del fabulista Jean De La Fontaine y el dramaturgo Jean Baptiste Molière, que se encuentran en una misma parcela, y se asemejan a féretros de granito, elegantes, con sus inscripciones en latín.
Me quedan unos quince minutos y apuro el paso hacia mi última parada. Antes de venir a Père Lachaise no quise leer nada, mucho menos ver fotos de las tumbas: para mí, es lo mismo que con las películas. Nunca leo una crítica antes de verlas. Les saca sorpresa, emoción. Esa sorpresa que me llevo cuando encuentro una esfinge en la tumba de Oscar Wilde. Una escultura faraónica, pomposa, que tal vez remite a su forma de escribir, a su fama de dandy, pero que no identifico con la esencia de sus textos, mucho menos con sus últimos años en la cárcel, encerrado por su homosexualidad. Tampoco a los posteriores, esos solitarios, en esa habitación del Hotel Alsace de París, donde murió a los 46 años. Me quedo parado, como esperando revertir esa primera impresión. Pero la tumba exhala frialdad. Ni siquiera los besos en rouge que le han dejado los admiradores.
Me quedo un rato ahí parado hasta que decido rodearla. En la parte de atrás, en el suelo, del otro lado del vidrio, hay una carta y un manuscrito del que sólo se llega a leer: "Por tus 160 años, muchas gracias, Oscar". Levanto la mirada y encuentro, inscripto sobre la piedra, su epitafio, un versículo bíblico del libro de Job y unos versos de "La balada de la cárcel de Reading".
Y no es la humedad, tampoco el viento que corre, son las palabras de ese verso, "lágrimas", "piedad", "roto", "parias", las que me provocan ese escalofrío, ese que me convence de que lo que nos marcó no desaparece con el paso del tiempo. Que no importa qué fuimos a buscar. Tampoco que no dejemos una ofrenda ni una dedicatoria. Que esto se trata de un reencuentro, un diálogo silencioso con los muertos que tampoco vamos a olvidar.
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