Un día sin médicos, repartidores, docentes, etc.
Quince años atrás, la película Un día sin mexicanos retrató en tono de sátira las hipotéticas consecuencias de que sorpresivamente desaparecieran todos los mexicanos del Estado de California. La falta de este grupo, con frecuencia relegado a trabajos físicos de poca notoriedad y mal remunerados, rápidamente ocasiona el colapso de muchos servicios esenciales, como la recolección de residuos, la limpieza doméstica o la cosecha de productos agrícolas, y otros efectos inesperados. En poco tiempo, la situación deja a la economía del mayor estado norteamericano al borde de la implosión. Cuando finalmente los mexicanos reaparecen, hasta los oficiales de inmigración -que normalmente los hostigaban en los cruces fronterizos- celebran con alivio su regreso.
La premisa del film parece absurda, y sin embargo, la cuarentena nos ubicó en una situación parecida. Por un lado, el aislamiento obligatorio forzó a quedarse en su casa a todas las personas con tareas no esenciales. Personal de limpieza y de mantenimiento, empleados de atención al público, docentes, científicos y muchos otros se vieron imposibilitados de cumplir sus tareas con normalidad.
Ser padres y madres durante este período de encierro es una ocupación de tiempo completo, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. En este contexto extraño, se vuelve claro en qué medida buena parte de ese tiempo está normalmente tercerizado en las instituciones educativas, niñeros, vecinos o familiares. Quienes tenemos la suerte de que nuestros hijos estén recibiendo algún grado de enseñanza online podemos ver el esfuerzo de tantos docentes: peleando contra sus barreras tecnológicas, la mala conectividad y estando a cargo de sus propios chicos y hogares, hacen posible que la educación siga adelante. Curiosamente, ¡la ausencia de todos aquellos que realizan tareas no esenciales destacó como nunca lo esenciales que resultan sus tareas!
Por otro lado, están aquellos cuyo trabajo es tan importante en este escenario que ni siquiera gozan de la prerrogativa de aislarse y protegerse. Los trabajadores de la salud, médicos y enfermeros arriesgan su propia salud, en muchos casos sin disponer de los medios de protección que reduzcan su propio riesgo de contagio. Después deben regresar a sus hogares, exponiendo también a quienes conviven con ellos y enfrentando en ocasiones el inconcebible y desagradecido rechazo de sus vecinos cercanos. El aplauso cada noche, a las 21, es una pequeña muestra de apreciación al valor de todas estas personas cuyos aportes habitualmente pasan inadvertidos.
Hay muchos otros grupos aun menos reconocidos por la sociedad, que también merecerían su propia ovación. El personal de seguridad, los trabajadores de la alimentación, de las farmacias, los repartidores, los científicos, los recolectores de residuos y muchos otros le ponen a diario el cuerpo a la pandemia para que la vida de los que tenemos la suerte de poder aislarnos prosiga lo más llevadera posible.
En definitiva, ojalá un aprendizaje clave de esta pandemia sea la importancia de esos roles invisibles, que a futuro se traduzca no solo en un aplauso simbólico sino en una mayor valoración social y una mejor remuneración para quienes las llevan a cabo. Cuando esta enfermedad finalmente quede atrás, ¿realmente vamos a querer volver a la normalidad?
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