En esta terraza el cielo se ve rosa color chicle. Y el hombre ahora va a estirarse. Anda con anteojos negros. La mirada protegida para no quemar su visión de las cosas, el arnés y la soga en el cuerpo, como si las sogas salieran de su propio cuerpo, para colgarse de algún lado, para no caer nunca. Y un viento infernal azotando en las alturas. Si se mira más allá de los límites del cemento, se ven bandadas de estorninos dibujando olas de plumas en el cielo. Como mares flotantes que van de un lado para otro, tienen algo hipnótico. "Son plaga, están haciendo pelota todo acá arriba, porque se meten en las ventilaciones, se paran en las antenas; si no los eliminan en breve, van a terminar dominando todo", dice el hombre antes de colgarse. "Acá arriba es tierra de nadie; las terrazas, estos cielos, nadie los pisa si no saben bien cómo manejarse, no es joda una terraza, y mucho menos colgarse de una soga".
Quien habla se llama Norberto Chamorro. Es limpiavidrios colgante desde hace 10 años en los edificios de La Plata. Antes había hecho alpinismo. Dice que para esto no hay que tenerle miedo a la altura, o sí, pero mucho miedo, que también se traduce en respeto, porque para hacer todos los días una actividad como esta, uno tiene que ser un poco amante de la adrenalina, pero después la adrenalina se pierde y el miedo por los vientos que mueven la soga se transforma en algo cotidiano.
Todo esto lo cuenta preparándose. Las escobillas, el balde con agua, los guantes. Es uno de los pocos que se animan a la soga, uno de los pocos que quedan, porque ahora ya hay tarimas eléctricas que se mueven; la soga está pasando a ser algo en desuso, no en desuso realmente, pero algo peligroso, en algunos casos hasta clandestino.
"No te miran a los ojos; cuando te ven desde dentro del edificio y vos estás colgado ahí en el medio de la nada, ni te registran: aunque hay unos pocos que se animan y entonces te abren la ventana y te dan un mate. Una vez uno me cebaba, y yo colgando afuera, charlamos un rato de nuestras cosas y después seguí bajando", cuenta Norberto en la terraza, ya dispuesto a ir hacia el borde, a apoyarse en lo más alto para empezar a descender. La limpieza de vidrios de edificios se hace desde arriba hacia abajo: la basura y la suciedad, como todo lo dominado por la fuerza de la gravedad, cae. "Hubo una señora de un edificio que, cada vez que pasaba por su ventana, me esperaba vestida con un baby doll; una vez se puso hasta un portaligas, bombacha y corpiño, una señora que podía ser mi abuela, no sé qué esperaba, ¿que me descolgara de la soga y me metiera?".
Aprendió la práctica después de venir de Misiones, de donde es oriundo. Había tenido varios trabajos, pero en todos duraba poco. Fue en un bar de La Plata, cerca de la estación de trenes, una noche de frío, donde conoció a un hombre que le cambió la vida. El hombre, viejo, parecía haber perdido el brillo de los años: al lado de una botella de vino, le dijo que tenía un trabajito con el que podía ganar una plata más o menos digna, pero que tenía que estar todo el tiempo colgado en el medio de la nada limpiando los vidrios y tratando de no mirar la vida de los otros. Ahí Norberto se interesó.
Yo te puedo enseñar a colgarte –le dijo el viejo, que se presentó como Suárez–. Además, necesito a alguien que me dé una mano, porque no muchos se animan a arriesgar su vida por la limpieza de otros
Norberto habla de Suárez y en los ojos se le puede notar algo, una chispa que no viene de la limpieza, sino de algo mucho más elemental y propio, algo llamado nostalgia. "Me enseñó todo lo que sé. Pero después falleció de una manera muy trágica y tonta. No, no se le cortó ninguna soga. No te puedo contar", dice, y como si se tratara de un ritual sagrado, termina de engancharse las dos sogas, una más gruesa que queda atada a la columna y otra que queda asegurada a la escalera de incendios. Si falla una, está la otra, y si falla la otra... nunca falló la otra. Solo una vez le pasó, pero no fue más que un susto. La cosa es que ya tiene la escobilla, el balde, los trapos y ahora pone un pie en el borde del precipicio, después otro, media cintura que desaparece en el límite entre la terraza y el aire, después desaparecen los brazos, la cara, los anteojos. Y así es como Norberto Chamorro se cuelga en la nada para hacer lo que hace siempre.
Otro cielo
La soga de la vida. O puede decirse que es la soga de la descendencia, como un cordón umbilical que se vuelve real, una cosa de todos los días. Porque ahí arriba, en la ciudad de las nubes, con sus reglas propias, están colgados un padre y un hijo: Hernán y Ramón Agüero.
Hernán ya terminó de limpiar en su silleta y de juntar todo. Otro día de trabajo que acaba. Mañana empezará otro, flotará como antes lo hacía su padre. Tiene 30 años y desde hace 12 trabaja como limpiavidrios al lado de su viejo. Los legados se dan siempre de arriba hacia abajo, hay algo de la ley de gravedad en la enseñanza.
Hernán me mira a los ojos y me dice algo tan elemental como esto: "Mi papá me enseñó todo lo que sé". Todo lo que sabe Hernán es colgarse de una soga en el infinito. Limpiar su propio reflejo en el vidrio. "La primera vez fue difícil. Me acuerdo que empecé como todos a trabajar en planta baja como para aprender primero a limpiar los vidrios y más adelante a realizar los descensos en silleta. Tenía unos 18 años y mi papá me preguntó si me animaba; le dije que sí al instante, y fue en un edificio de no más de tres pisos donde arranqué mi aventura".
Si uno quiere subirse y laburar de esto, de lo primero que tiene que olvidarse es del miedo a las alturas. Es cierto que la cotidianidad ayuda a perder ese miedo. Dicen que el sentimiento de peligro se erosiona con el paso del tiempo. "Gracias a dios, y por la experiencia y conocimientos que tenemos, nunca estuvimos en situación de riesgo. En este trabajo uno no tiene márgenes como para cometer errores", aclara Hernán, como si hiciera falta. ¿Cómo es el día a día de un limpiavidrios colgante? Los horarios que nosotros manejamos son muy variados; arrancamos a las seis de la mañana, y más temprano también en algunos casos, y finalizamos según los servicios que tengamos en ese día, así que no tenemos un horario predeterminado".
Ramón le toca bocina desde la camioneta. Tienen que irse. Hernán camina con la soga enrollada al hombro. El escenario es la calle, la planicie, ese lugar donde las bestias acechan. Mañana le tocará otra vez subirse a una terraza y colgarse de la nada. Así serán todos los días que siguen de su vida. No hay miedo, apenas ruidos, allá arriba llegan pocas cosas. Pero siempre, por una cuestión de gravedad, estos hombres terminan volviendo al llano, como si necesitaran volver a él porque, después de todo, nadie vive flotando en el aire todo el tiempo.
Lo que no puede fallar
En el trabajo de limpiavidrios de altura se utilizan equipos y elementos probados y aprobados por las normas de seguridad establecidas. Son obligatorios el cinturón de seguridad, el arnés, el descensor (es un arnés que se coloca en la parte superior de la "silleta"), y dentro de este pasa la soga, lo que permite el descenso por gravedad al accionar una palanca, el T4 (el "salvacaídas"), un gancho que se sujeta al cinturón de seguridad y a la segunda soga, la silleta (muy parecida a una hamaca: tiene ganchos en su parte inferior que se utilizan para colocar el balde con agua y las herramientas para el lavado de los vidrios) y, por último, las sogas (se utilizan dos: una para colocar la silleta con el descensor y la otra, de seguridad, sujeta al T4).