En 1911 la icónica obra de Leonardo Da Vinci fue robada; el caso, que tuvo eco en todo el mundo, convirtió a la Mona Lisa en el cuadro más famoso del planeta
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Era mediodía cuando Louis Lépine, entonces jefe de la policía parisina, recibió al director interino del Louvre, Georges Bénédite. Estaba exaltado. Había ido personalmente a la prefectura porque no quería usar el teléfono. Lo que había ocurrido horas antes dentro del museo no tenía precedentes y Bénédite no quería dar ningún paso en falso. Tenían que actuar rápido. Habían robado a la Gioconda, obra maestra de Leonardo Da Vinci, y nadie tenía idea de su paradero.
Aquel lunes 21 de agosto de 1911 a las 10 de la mañana, el artista Louis Béroud entró al museo para pintar una escena con la Mona Lisa detrás, pero cuando levantó la vista, encontró un muro vacío. Ante la noticia, el encargado del Louvre no pudo más que salir gritando por los pasillos del edificio repitiendo cuatro palabras: “Mona Lisa se fue”.
Lépine fue personalmente al museo con una escolta de de 100 policías. En su libro, Vanished Smile, la escritora, R. A. Scotti describe a Lépine como “idéntico a Sigmund Freud, pero con estatura napoleónica”. No obstante, en aquel momento su presencia era imponente. Requisó hasta el último rincón del Louvre, desplegó agentes sobre el techo, ordenó cercar el edificio. Mientras tanto, 60 agentes recorrían las galerías en busca de la pintura. Pero fue en vano.
Las fronteras de todo el país se reforzaron y se pusieron en marcha retenes en todos los puertos. El mundo entero estaba alertado. Y si bien el despliegue de fuerza fue colosal, solo encontraron la caja de cristal que protegía a la pintura y su marco, tallado en madera, con una inscripción grabada que decía “Leonardo Da Vinci (1452-1519). Ecole Florentine. La Joconde”.
Al atardecer, Bénédite declaró ante el Times, en París: “La Gioconda desapareció. Hasta ahora no tenemos la más mínima pista de quién lo hizo. Cómo él o ellos salieron del lugar sigue siendo un misterio. La razón por la que cometieron esto, también. Considero a esta pieza como invaluable en las manos de cualquier privado”. Después de esa declaración, los diarios de todo el mundo comenzaron a hablar del tema, algo que nunca había pasado con una obra de arte.
“¿La has visto? ¡La Gioconda!”
La Gioconda es la última gran obra de Leonardo Da Vinci. Un óleo de 79 por 53 centímetros pintado sobre tabla de álamo. Se trata, en definitiva, del retrato de Lisa Gherardini, esposa del comerciante florentino Francesco del Giocondo. Nadie sabe con precisión en qué año lo pintó, aunque todos coinciden que fue a principios del siglo XVI. Da Vinci en persona lo llevó a Francia. Tras su muerte, fue comprado por el rey Francisco I. Estuvo en los palacios de Fontainebleau y Versalles, hasta que la revolución lo convirtió en propiedad del Estado francés y lo depositó en su destino final: el Museo del Louvre. Y si bien siempre fue considerado una joya del arte, la popularidad del cuadro recién se disparó el día que desapareció del museo.
Ante la ineficacia policial, Bénédite contrató a Alphonse Bertillon, un investigador privado reconocido por ser el impulsor de métodos de individualización antropológica. Scotti lo describe así: “Apareció en la escena del crimen como un cirujano listo para operar. Llegó con lupas, polvos y una serie de asistentes que cargaban cámaras y cajas de madera que contenían botellas y platos de cristal”.
Durante una semana, Bertillon espolvoreó mesas, encontró huellas dactilares y las comparó con todos los empleados del museo y una vasta lista de sospechosos. Sin embargo, no encontró nada. Para el domingo 27, el Sherlock francés solo tenía tres conclusiones: que la Gioconda no estaba en el edificio, que el robo había sido premeditado, y que el o los ladrones habían pasado la noche en el museo y habían salido el lunes por la Porte Visconti. La prensa catalogó la desaparición de la Gioconda como “el robo del siglo” y comenzó a difundir una imagen de la pintura en kioscos, librerías y museos. Era una copia casi exacta de la obra original compuesta por el grabadista italiano, Luigi Calamatta.
Después del robo, la versión de Calamatta apareció en cada rincón del mundo moderno: París, Nueva York, Madrid, Londres y demás ciudades estaban forradas con la Gioconda. Incluso, la cadena Bloomingdale‘s vendía esa copia enmarcada a 9,98 dólares por pieza. Calamatta tardó 20 años en lograr la copia, sin embargo, jamás se reconoció su autoría, ni siquiera le adjudicaron las copias que para 1911 convirtieron a la Gioconda en un ícono popular.
Los principales diarios franceses se sumaron a la búsqueda desesperada de La Gioconda. L’Illustration ofrecía 10.000 francos por información y 40.000 por regresar la pintura. El Paris-Journal prometía “50.000 francos y anonimato absoluto”. Dentro de la investigación aparecían nuevos sospechosos todo el tiempo, pero pronto se esfumaban por falta de pruebas.
Ocho días después del robo, 29 de agosto de 1911, sin pistas sólidas sobre el paradero de la Gioconda, el Louvre volvió a abrir sus puertas. El espacio vacío en donde alguna vez estuvo la obra de Da Vinci se convirtió en la principal atracción del museo.
El día siguiente, el París-Journal dedicó su tapa a una noticia asociada al robo de la Gioconda: “Un ladrón nos trajo una estatua robada del Louvre. El curador admite que es una pieza del museo”. Lo describieron como un hombre de entre 20 y 25 años “con muy buenos modales”. El sujeto, que se hacía llamar barón Ignace d’Ormesan vendió la obra al diario por 50 francos y confesó su crimen con lujo de detalles. Además, dejó una carta donde daba su opinión acerca del “robo del siglo” e instaba al ladrón que se llevó a La Gioconda a devolverla.
Cuando Picasso y Apollinaire robaron el museo
Días después de la publicación de aquella carta, el Paris Herald anunció en su portada: “La policía puede tener una pista de la Mona Lisa”. La policía no tenía registro sobre el pretendido barón Ignace d’Ormesan, pero Bertillon conocía el nombre: era el personaje de un cuento creado por el poeta y dramaturgo Guillarme Apollinaire, íntimo amigo de Pablo Picasso.
En aquella época, un grupo de artistas vanguardistas se juntaban a tomar café barato, emborracharse y criticar “lo viejo” en los bares de Montmartre. Los llamaban la bande de Picasso. Para ellos, el Louvre era un anticuario. Y desde aquella publicación en el Paris Herald, el grupo se convirtió en el principal blanco de Bertillon y de Lépine por todos los robos al museo.
Apollinaire se enteró unos días antes que la policía lo visitaría, así que le envió una carta de socorro a Picasso, que estaba fuera de París. Era urgente que se encontraran ya que ambos estaban implicados en el robo de algunos objetos del museo. Efectivamente, más de una vez, como mofa, la “bande de Picasso” visitó el Louvre y se llevó algunas piezas pequeñas.
En la casa de Apollinaire, en una alacena, había un par de estatuillas de bronce: un hombre y una mujer que tenía inscripto en su base “Propiedad del museo Louvre”. Tenían que deshacerse de ellas antes de que requisaran la casa. La misma noche que Picasso llegó a París, metieron las estatuillas en un maletín y se dirigieron al Sena. El plan era sencillo: deshacerse de la evidencia arrojándola al río. Sin embargo, no pudieron concretarlo. Pasaron dos horas frente al río pensando en hacerlo, pero no se atrevieron. Volvieron desgastados al departamento de Apollinaire y al día siguiente entregaron los objetos al París-Journal.
Apollinaire fue encarcelado y presionado a revelar el paradero de todas las piezas robadas y los nombres de sus cómplices. Picasso también fue enjuiciado. Sin embargo, tras los interrogatorios la policía no encontró ninguna conexión con el robo de la Gioconda. Tuvo que pasar un año más para que la obra de Da Vinci reapareciera...
Leonardo y el falsificador argentino
En diciembre de 1913, vísperas de Navidad, el vendedor de arte Alfredo Geri organizó una subasta en su galería florentina. Anunció el evento en los diarios Corriere della Sera y La Stampa y ofreció una paga generosa a quienes llevaran nuevas obras de arte. Pero la primera respuesta que recibió, lo descolocó.
Un tal “Leonardo” le envió una carta que decía: “La pieza robada de Leonardo da Vinci está en mi posesión. Me parece que la pintura pertenece a Italia, pues su autor es italiano. Mi sueño es donar esta obra maestra a la tierra de donde vino”.
Al principio, Geri se mostró escéptico. Desde la desaparición de la Gioconda habían aparecido varias copias de la obra. Aun así decidió contactar a Giovanni Poggi, director de una importante galería milanesa. Juntos, convocaron al misterioso “Leonardo” para recibir su obra.
El punto de reunión fue en Florencia, a unas pocas cuadras de donde Da Vinci pintó el cuadro alrededor de 400 años antes. Según describe Scottie, el ladrón era amable y hablaba constantemente de su labor patriótica al devolver la pintura a Italia. Aun así, pidió 500.000 liras por entregar la pieza. Los galeristas revisaron la obra, comprobaron que era auténtica, y le pidieron 24 horas para recaudar el dinero. Pero el día siguiente, a la hora del intercambio, a “Leonardo” lo esperó la policía florentina.
Se supo entonces que el verdadero nombre de “Leonardo” era Vincenzo Peruggia. Tenía 32 años, nacido en Florencia, había trabajado durante dos años en el Louvre como guardia de seguridad. De acuerdo a su testimonio, quería devolverle a Italia “todos los tesoros que Napoléon nos robó”.
Peruggia fue apresado y juzgado por una corte francesa. El joven italiano confesó que se escondió en un armario del museo donde pasó la noche esperando que el edificio quedase vacío. Y tal como calculó el detective Bertillon, salió con el botín por la Porte Visconti. Después tomó el primer tren para escapar de París.
De acuerdo a su declaración, actuó solo. Sin embargo, los estudios psiquiátricos insistían en que debía haber alguien más detrás de sus acciones. Decían que no podía haber actuado solo, ya que, según los estudios, Peruggia mostraba “deficiencia intelectual”.
La mente maestra era argentina
El 25 de junio de 1932, el diario británico Saturday Evening Post publicó un artículo firmado por el periodista Karl Decker que pretendía echar luz sobre el robo de La Gioconda y terminó sumando aún más confusión. Contó que en 1914, en un café de Casablanca, se encontró por azar con el cerebro detrás del robo del cuadro de Da Vinci. Dijo que se trataba de un ciudadano argentino que se hacía llamar Eduardo de Valfierno o el Marqués de Valfierno y que alardeaba de haber cometido el crimen perfecto. Lo describió como un estafador de guante blanco, de clase acomodada, que se dedicaba al contrabando de arte entre Europa y América. Según Decker, el supuesto marqués le contó su versión de los hechos pero antes le hizo jurar que solo la publicaría después de su muerte. Toda su historia, que se repite como leyenda, está compuesta de hechos incomprobables.
Dice que De Valfierno llegó a París en 1910 con un objetivo preciso: robar la Gioconda. Pero el atraco al Museo de Louvre era solo una parte de su plan. Su verdadero propósito era vender cinco copias falsificadas del cuadro de Da Vinci a millonarios norteamericanos como si cada réplica fuese única y auténtica. Conscientes de que eran dueños de una obra robada, cómplices de un delito, los compradores jamás hablarían entre ellos. En definitiva, la desaparición de la Gioconda era necesaria para dar credibilidad a la historia. Pero el cuadro original nunca fue “lo importante”.
De Valfierno tenía un socio, un falsificador llamado Yves Chaudron, que pasó 14 meses haciendo las copias. Mientras tanto, buscó un peón que pudiera pasar inadvertido dentro del Louvre y... ¿qué mejor que un empleado del museo? Dio con Peruggia, le prometió una gran suma de dinero y destacó que sería un acto de justicia para Italia.
Días después del robo, Peruggia esperaba a De Valfierno para recibir el pago y entregar la pintura, pero el argentino nunca apareció. Tras dos largos años y en un acto de desespero, Peruggia decidió vender la pieza en Italia y fue descubierto. Mientras tanto, De Valfierno se esfumó con las cinco falsificaciones que vendería en Estados Unidos.
Nunca apareció un dato (mucho menos una copia de la Gioconda, claro) que probase la real existencia de De Valfierno, el “cerebro argentino” detrás del robo que convirtió al retrato de Da Vinci en el cuadro más famoso del mundo.
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