Un casamiento gitano para poner el cuerpo
Todo lo que sé es que tengo que cubrir una obra de teatro y escribir una nota. Parece sencillo, pero... Le digo a una de mis mejores amigas que me acompañe, acepta. Quedamos en encontrarnos a las siete de la tarde en el Konex, el espectáculo empieza a las ocho. Faltan algunos minutos, ella termina de hablar por celular y entramos. Estamos rodeadas de gente pero no importa, nos sacamos la típica selfie cool, nosotras en primer plano y atrás el nombre de la Ciudad Cultural en letras de neón. Celeste me pregunta de qué va la cosa y admito algo que, a propósito, no le había contado: se llama Rrom. Un casamiento gitano y es interactiva. "No, dale, ¿en serio? Te planto acá. Sabés que no me gusta", me dice. Le explico que a mí también me da vergüenza participar en este tipo de propuestas pero que, por favor, me haga la gamba. De todos modos, ya es tarde para escaparse.
Mientras uno de los portones del lugar se abre reconozco el primer instrumento. Afuera, en la calle, suena un trombón. Se suman una tuba, un acordeón, un bombo y una guitarra. También hay gritos, de los festivos. De pronto, en la mitad del patio del Konex, aparece el auto que trae a la novia. Tiene un moño enorme en el techo. Alrededor cantan y bailan el resto de los personajes. No estoy segura de cuántos, pero creo que son más de doce. Casi todos tienen una botella de alcohol en la mano o, en su defecto, una petaca. Empiezan a dispersarse y saludar a cada miembro del público que, ahora, funciona como un invitado más del casamiento. Pienso que no quiero que ninguno de los actores se me acerque, menos que me hable. Le digo a Celeste que no hagamos contacto visual con nadie. Otra vez, pésimo timing. Con los brazos superabiertos camina hacia nosotras el que, ya me doy cuenta, hace de tío borracho -un cliché de cualquier boda, gitana o no-. Sonrío de nervios, ya es inevitable: en cuestión de segundos, con beso y abrazo incluidos, soy parte de la familia y de Rrom.
Avanzamos al ritmo de la música. No sé a dónde vamos. Algún detalle me recuerda a aquella vez que visité Guatemala en el día de la Procesión a la Virgen. Allá el camino estaba adornado por alfombras hechas de aserrín verde, azul, púrpura, rojo, amarillo y flores. Acá hay lucecitas de colores y un santuario. Veo a la Virgen María acompañada de una suerte de Celia Cruz en forma de miniestatua, están rodeadas de velas, bols con merenguitos y confites de chocolate. El padre del novio se sube a una tarima y empieza a decir cosas que no comprendo pero suenan a oración y bendición. Supongo que habla romaní, una variedad lingüística propia del pueblo gitano. Está vestido con un pantalón y camisa de color beige, sombrero, anteojos tipo aviador y muchas cadenas de oro o doradas. Un look que asocio más con Hunter Thompson, el mítico periodista, que con un gitano. El hermano de la novia también dice unas palabras: "Somos una familia de sangre fuerte y abrazo pesado". Él es rulos, patilla menemista, pantalón azul, camisa violeta, flor en el ojal y, otra vez, cadenas. Mientras el tío borracho bendice a Celeste con una gotita de moscato en la frente, la tía loca de uniceja y bigotes me alcanza un balde con agua y jabón blanco para lavarme las manos. Lo hago, se trata de una suerte de rito antes de comer. Pero la comida no llega, por lo menos, no a mí.
Aunque el fervor de los invitados indica que la celebración empezó hace rato, recién ahora entramos al salón. No sé si es por mi alma de gordita o por qué, pero lo primero que veo es la torta, tres pisos. Un poquito más atrás, los músicos. Ésta es, definitivamente, una experiencia marcada por la música, en vivo, de los Balcanes, el Manouche, el Klezmer y el swing. Frente a ellos el escenario donde las familias Yanuq y Balkan -si es que entendí bien los apellidos- posan para el fotógrafo del casamiento. Ellas se lucen entre polleras pomposas, panzas al aire, pañuelos multicolor, enormes argollas y boquitas (bien) pintadas. Abajo uno de los primos aprovecha y vende relojes. Las petacas van y vienen. Los que se animan prueban y terminan con la lengua afuera, algo ahogados. Incluso escucho a un chico decir que le pegó fuerte; por la ropa adivino que es uno de los míos, no está actuando.
Como casi cualquier reunión familiar, este casamiento gitano también esconde sus conflictos. Basta con que una de las primas abra la boca para que lo que hasta acá era fiesta se convierta en enfrentamiento. "De un lado los Yanuq y de otro lado los Balkan", ordena a gritos el padre del novio. Nosotras quedamos a la izquierda. El hermano, el de las patillas, líder de mi ¿equipo? nos arenga y da comienzo a la batalla. Estamos frente a frente, pero no hay golpes. Es algo así como un desafío de baile o una escena power de Glee, la comedia musical. De mi lado simulamos cabalgar y nos damos palmaditas en la cola, del otro saltan y zapatean. Ahora nosotros hacemos un paso que no me sale porque la música va muy rápido y ellos chasquean los dedos. Estoy, sin dudas, entre una de las minorías étnicas más festivas de la historia, bailan incluso cuando quieren insultarse.
Pero la protagonista de la noche interrumpe, no quiere peleas, quiere casarse. Propone lavar las deudas de honor celebrando, con todas las copas llenas. Ok, a mí no me queda otra que seguir el juego y hacer lo que ella diga. A Celeste tampoco.
Es el momento de la ceremonia. Imagino algo similar a una de las escenas de Gato blanco, gato negro de Emir Kusturica, pero no. El que oficia de juez de paz es un civil de jean. Me río porque tiene una remera que, en letras blancas y mayúsculas, dice "real". Justo acá, donde ficción y realidad se fusionan intentando descubrir los puntos de encuentro entre dos culturas que se perciben como extrañas. La novia y el novio dicen: "Sí, acepto". Raro, supuse que entre tantas flores y colores los gitanos dirían algo más bonito. Unen sus muñecas con un pañuelo color rojo y oro, él se arrodilla, ella baila para él. Los que participamos celebramos alrededor cruzando los brazos y frotando los dedos.
Antes de que la celebración termine el baile se transforma en una suerte de "meneaito" gitano. Todos en fila para un lado y para el otro. De a poquito, la familia va subiendo a una tarima con los músicos que marcaron, literal y metafóricamente, el ritmo de esta noche. Una imagen final de ellos llena de alegría, desfachatez y las luces se apagan. Cuando vuelven a encenderse la familia no está en escena, la música ya no suena. Somos sólo nosotros, los espectadores, otra vez. Aplaudimos, sabemos que los Yanuq y los Balkan andan por ahí.
Caminamos hacia la salida. Las letras de neón iluminan el Konex. Se escucha ese típico murmullo, estamos comentando unos con otros lo que nos pareció la obra. Con Celeste, coincidimos, la música fue todo. Es que, como escuché por ahí, más que un espectáculo o un casamiento, Rrom es una gran fiesta.
Para agendarse una noche de fiesta
Los que quieran participar de este casamiento tan peculiar pueden hacerlo el 26 próximo a las 20 en Ciudad Cultural Konex. La venta de entradas es en boletería o a través de www.ticketek.com.
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