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Los últimos rayos del sol otoñal iluminan la vidriera de un histórico local en el barrio de Monserrat en la esquina de Tacuarí y México.
En los estantes, prolijamente acomodados, hay teteras de porcelana, tazas de té y café, variedad de platos playos y hondos, cafeteras, ollas y sartenes, entre otros artículos de cocina.
“Buenas tardes. ¿Cómo anda? Estoy buscando cuatro copas de vino, las mismas que llevé la otra vez”, dice una señora con pelo recogido mientras recorre el salón con pisos de madera de antaño. Al instante, Marcelo Cuevas, uno de los nietos del fundador del bazar “La Luna”, se acerca al sector de las copas de vidrio y cristal para asesorarla con el modelo. “Eran estas, las más resistentes”, afirma. Minutos más tarde, un nuevo cliente ingresó para solicitar un abrelatas de acero inoxidable y otra jovencita una budinera antiadherente. Todos encontraron lo que buscaban, y no dudaban que así sería.
Como en sus inicios
La tienda abrió sus puertas en 1926 y es uno de los bazares más antiguos de la ciudad de Buenos Aires. Desde entonces se mantiene en la misma ubicación y conserva su estética original: mostradores de madera maciza (que recuerdan a los almacenes de Ramos Generales); amplios estantes, cajoneras artesanales y una altísima escalera deslizante (similar a la de las bibliotecas).
Por su altura, de más de seis metros, varios habitués, afirman, entre risas, que “es capaz de llevarte a la luna”. “Muchos me dicen que cuando entran al bazar viajan en el tiempo. Es que se mantiene todo igual a como era antes y eso la gente lo valora mucho.
Cada vez quedan menos locales antiguos”, afirma Marcelo y abre una de las cajoneras repleta de cubiertos: cucharas, tenedores, cuchillos... “El abuelo Estéban Cuevas también diseñó muchos de los estantes. Por ejemplo, estas divisiones son de los esqueletos de madera de las cajas de importaciones”, describe quien se recibió de arquitecto.
De Santander a Buenos Aires
Don Cuevas, era un español de la ciudad de Santander, que como muchos inmigrantes partió a “hacer la América” con grandes ilusiones. De jovencito trabajó en un almacén y luego durante varios años en un bazar de la calle Corrientes. Un día comenzó a soñar con independizarse y abrir su propio negocio. El local indicado apareció en la pintoresca esquina de Tacuarí y México. Lo bautizó “La Luna”. Durante los primeros años apuntaron a la clientela del rubro gastronómico y con el tiempo sumaron los hogares. “Se vendía mucha vajilla y utensilios de cocina para restaurantes, bares, hoteles y también a empresas. Luego, se amplió a particulares y familias”, cuenta.
Desde su apertura Don Cuevas tenía una premisa firme: “gran variedad, calidad y precios módicos”. Con el boca a boca el negocio comenzó a hacerse conocido en el barrio. Asimismo, llegaron habitués del interior del país. “Vienen varios que nos eligen hace tres o cuatro generaciones.
Muchos se acuerdan cuando los traían de la mano sus abuelos o padres. Es lindo cuando nos dicen que formamos parte de su familia. En una época, a pedido de varias clientes, armábamos listas para casamientos y a las novias les encantaba elegir con qué regalos se iban a quedar para armar su nuevo hogar”, expresa, con orgullo. Asimismo, recuerda que hubo un gran auge con la llegada de los programas televisivos “Utilísima” y “El Gourmet”. “Veían a los cocineros en la televisión utilizar el rallador lima (alargado) y lo pedían en el bazar. Otro éxito fue la cafetera de prensa francesa. Nosotros siempre escuchamos a los clientes y tratamos de traer lo que nos solicitan” comenta.
El bazar siempre fue un emprendimiento familiar
Don Cuevas tuvo dos hijos: Estéban y Eudosia, mejor conocida como “Dosi”. Ambos se criaron en el local y lo ayudaban a desembalar las cajas de los pedidos. Él continuó los pasos de su padre y ella era docente. Sin embargo, los fines de semana o durante las vacaciones de verano, Dosi les daba una mano en el local. “Al día de hoy varios de sus alumnos se acercan y preguntan por mi tía. Le tenían mucho cariño”, dice y señala un escritorio repleto de papeles y un antiguo fichero con el nombre de varios de los proveedores escrito de puño y letra. En un costado se encuentra colgada una fotografía (de color blanco y negra) del fundador luciendo una boina, anteojos y camisa. “El abuelo siempre se sentaba ahí y se encargaba de escribir a mano cada una de las etiquetas de los artículos. Él decía que el precio tenía que estar a la vista. Hoy continuamos con esta tradición”, comenta. Mariano, su hermano menor, también lo acompaña en el día a día del local.
En una de las vitrinas están exhibidos algunos platos importados y otros nacionales. Hay desde lisos y otros decorativos con motivos florales y rayas. A su lado, se encuentran varias tacitas de té, mugs para el café, azucareras y teteras con pintorescos diseños en azul y blanco, entre otros. Hay cientos de artículos. ¿Algunas curiosidades? Un cuchillo curvo para pomelo, una pinza para despinar pescados y hasta una ñoquera especial para los Spaetzle del goulash. También atesoran varios modelos de los llamados “triolet” de copetín, las clásicas ollas de hierro y copas de Cognac. “Antes salían muchísimo. Ahora me piden más los copones grandes para preparar el Gin Tonic en casa”, afirma. Durante la pandemia fueron un boom los moldes rectangulares para el pan casero, las budineras, torteras y las ollas enlozadas.
“Este local es mi vida. El trato con el público me gusta y va más allá de lo comercial. Con muchos entablamos una relación de amistad de años”, remata Marcelo y reconoce que cada vez que visita un restaurante tiene un ritual: mira la vajilla con detenimiento. Tras despedirse se sube a la escalera de madera, esa que según dicen en el barrio te lleva directo a la magia del bazar La Luna.
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