En la trastienda del Museo de Ciencias Naturales se ocultan historias mágicas. Entre ellas está el iBOL, un proyecto que pretende formar una biblioteca mundial con el ADN de todas las especies animales.
Fotos Sebastián Pani
¿Qué hay detrás? más allá de los pasillos que recorren los peces del acuario, los fósiles de los dinosaurios, ese arenero de fantasía en el que muchos niños juegan a descubrir dinosaurios como si fueran Florentino Ameghino, ídolo infantil a partir de los dibujitos de Zamba. ¿Qué esconden las salas de animales, pájaros e insectos que parecen gemas? Hay algo después de la sala de geología, de las serpientes en frascos, de esa luz tenue que cae sobre muebles antiquísimos, más allá de las 22 salas de exhibición que el público puede recorrer en el Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia, en el Parque Centenario. ¿Qué hay detrás de todo eso, en esas puertas que se ven entreabiertas pero por las cuales solo puede pasar el personal?
Detrás hay mucho. Cuatro millones de especies eternizadas, un número que coloca al museo entre uno de los más grandes de Latinoamérica. El backstage que se despliega aquí es un mundo de maravillas. Por cada ejemplar que hay en la sala de exhibición, por cada ave posada para siempre en una rama, con los ojos vidriosos y las plumas inamovibles, hay cien más, escaleras abajo. Lo valioso está al descender los escalones: hay una colección de aves guardada desde hace más de cien años que, al abrirse los cajones en los que se guardan, como si fueran medias ordenadas por un obsesivo compulsivo, aparecen como cristales encantados que conservan la belleza de sus plumas. Hay también un fósil de huevo de un ave elefante, de las más grandes que pisaron la tierra, conservado en perfectas condiciones, que vale tanto como un departamento en Barrio Norte. Tan único que, una vez, Pablo Tubaro, el director del museo, pidió ver el ejemplar que hay en la Universidad de Berkeley y se encontró con que le mostraron un conjunto de cascaritas. Nada que ver con este que se guarda en un cojín y parece una pelota de básquet, un objeto preciado que podría ser buscado por Indiana Jones.
No se trata de un coleccionismo de rarezas. Tampoco es la sala de un cazador excéntrico. Es el espacio en el que cada día unas 250 personas –científicos del Conicet, estudiantes de doctorado o posdoctorado, y técnicos de mantenimiento y manejos de equipo– investigan aspectos de la naturaleza que quizás ni sospechamos, pero nos atraviesan. Hombres y mujeres que en cada jornada atraviesan las puertas de madera, caminan por los pisos de mosaico e ingresan a hacer su trabajo, que se extiende desde el estudio en los modos de comunicación de los insectos hasta la conservación de las especies a través de técnicas moleculares.
Entre todas esas líneas de búsqueda que le harían al naturalista Humboldt, “inventor de la naturaleza”, pegar brincos de alegría, algunos especialistas aportan sus tareas a un plan más que ambicioso a nivel planetario: el Proyecto Internacional de Código de Barras de la Vida (iBOL), una especie de Banco Mundial de las Especies. Si la historia de Noé y su arca fuera contada en la actualidad, y si en este caso el señor barbado tuviera que recoger cada una de las especies animales del planeta, qué debería buscar: ¿cuántas especies de pájaros hay, cuántas de insectos y de mamíferos? ¿Acaso podemos contar y distinguir la totalidad de las mariposas? Eso es lo que aquí y en otras partes del mundo se intenta de forma conjunta: un registro universal que deje constancia de todos los seres vivos que pueblan el planeta en nuestro tiempo. La especificidad de cada uno, su identidad a través de la huella genética. Algo que puede sonar a epopeya pero que, a la vez, tiene implicaciones bien terrenales de líneas patrimoniales, científicas y hasta legales, porque hay casos en los que pueden llegar a inclinar la balanza cuando una empresa aérea está en juicio por la caída de un avión. Parte de toda esa gran labor mundial se hace aquí, en este edificio que ocupa un tercio de aquel diseño original que contemplaba figuras de animales y dinosaurios en el parque, y miles de metros cuadrados más.
Todas las aves, todas
Se forma un pasillo. De este lado, la pared y, detrás de ella, los laboratorios donde la luz se hace blanca y fuerte y la decoración varía según el objeto de estudio: pájaros aquí, mariposas y hormigas más allá, en la otra habitación. En este sector, el aire se perfuma con el olor amable y dulzón del alcanfor; los muebles de madera sólida y oscura, altos como gigantes, forman un muro y largos pasadizos. Dentro, sobre y entre los estantes de madera que contienen, se ven bolsas de plástico que cubren picos, plumas, garras que asoman inmóviles. Si pudiera correr esa puerta de ahí, podría ver un cóndor embalsamado, acostado como si fuera un faraón en su sueño eterno. Es como si todo fuera parte de la película Una noche en el museo y pronto algo pudiera empezar a moverse.
Pablo Tubaro me guía y se desplaza por el lugar con la seguridad de quien conoce de memoria cada rincón. Es el director del museo desde finales de 2011, aunque trabaja aquí desde 2000. Es, además, la cabeza que lleva adelante el proyecto iBOL en el país y un especialista en ornitología. Puede distinguir sin dudar unas mil especies de aves. Habla con fascinación de un pájaro del Caribe que tiene plumas de colores intensos y variados. Agarra de un cajón un ejemplar embalsamado y lo muestra. El ave –lo que se preservó de ella– es un conjunto de plumas todavía unidas y siempre elegantes. Ese pico y esas patas pesan unos gramos; tan livianos son que la palabra fragilidad puede romperlos.
Tubaro habla con entusiasmo de todo lo que se produce en el lugar. Desde los 5 años, dice, sabía que se dedicaría a esto. Conoce historias y disfruta de contarlas. Tiene a mano el relato de los rumores de avistamientos de fantasmas. “Creemos que tiene que ver con que en el sótano está la cripta donde se guardan los restos de Burmeister, un director que hizo historia. Además, este museo es enorme, en especial la parte que no es pública, con todos sus armarios, los bichos, los muebles que crujen. Los vigiladores escuchan ruidos y suponemos que de todo eso vienen las historias de fantasmas”.
La observación y descripción de aves puede sonar a poesía si leemos lo que hizo J. A. Baker en la década del 60 en El peregrino, rescatado hace un tiempo por editorial Sigilo. En el libro se muestra la pasión y obstinación del autor por seguir durante 10 años a un halcón peregrino para desentrañar, en esa búsqueda, un algo que va más allá del interés de un amante de los pájaros.
“La descripción de una especie antes se hacía así, a través de la forma”, dice Tubaro, mientras sostiene en la sala de laboratorio un chimango en proceso de ser embalsamado. Lo que queda del pájaro, la cáscara, es envuelto en una tela blanca a la espera de que el tiempo termine de secarlo. El director repasa los modos de registrar cada especie según el color de sus plumas, el largo de sus picos, la potencia de sus garras. El ejemplar que se usa para cada retrato es llamado “tipo”. En los estantes hay varios, son los que inspiraron la descripción original. Por ejemplo, aquí está el cuerpo del macá tobiano que fue descubierto en la Patagonia en 1974 y del cual se hizo la caracterización que alimentó los libros. Esa ave corre peligro de extinción en Argentina y en el mundo. De hecho, vienen de varios países para conocer esa especie de pato pequeño y oscuro que aquí, embalsamado, con las patas tiesas, es uno más para el ojo no entrenado, aunque un papel en su garra deja ver la fecha en la que ingresó a la colección del museo.
El código de barras de la vida
Laura Barone es bióloga y es la técnica de colección de tejidos ultracongelados guardados a menos de 80 grados centígrados. Sí, todo puede ser visto como un capítulo de los Expedientes X, aunque aquí gana la ciencia y cada movimiento, cada palabra escrita responde a años de investigación. Esos tejidos que Laura ordena corresponden a todo tipo de seres vivos. A ella le llega la muestra que viene del campo, de decomisos, de colecciones, y se encarga de guardarlos en tubos catalogados y ubicados en filas junto a otros tubos. Yolanda Davies, su compañera, es la encargada de preparar los materiales.
“Es un lugar que me gusta mucho –dice Laura–; me gusta el museo, la colección, lo que implica trabajar acá. Hay posibilidades de hacer miles de cosas. Ahí en la puerta están colgadas todas las investigaciones que se realizan. Y vas a ver que son muchísimas”.
A unos centímetros de ella, sobre una larga mesa, están los “ejemplares testigo”. Es la prueba de que eso que se registra en el banco tiene su correlato material, y se conoce como voucher: su correspondiente cuerpo vacío embalsamado y los huesos de cada ejemplar, preparados para ser guardados con un mismo código. Sobre una mesa hay pichones de pingüino emperador, de aguiluchos, de cotorras. Todos están vacíos por dentro y desde los ojos asoman algodones. Junto a la ventana, un enorme pingüino emperador tiene una inmovilidad inquietante. Parece tan vivo aunque esté bien muerto.
Escenas del Siglo XIX
Cuando navegó por el río Orinoco, Humboldt pudo ver por primera vez cocodrilos que pasaban los cuatro metros de largo, boas constrictoras, manadas de tapires. Andrea Wulf, su biógrafa, dice que hasta de noche se fascinaba con el ronquido de los delfines. Cada cosa era nueva porque exploraba un nuevo mundo. En el siglo XIX la naturaleza estaba menos relevada, aunque ahora tampoco es bloque cerrado: siempre tiene un “continuará”. Por eso, el proyecto iBOL no consiste solo en registrar lo que se conoce, sino en maravillarse por lo nuevo. Las fotocopiadoras de ADN y el código de barras genético no equivalen, podríamos decir, a una caída de la adrenalina para los biólogos actuales, sino todo lo contrario.
“La identificación de especies siempre se hizo en base a características que tienen los organismos –explica Tubaro–, en base a la morfología externa. Quiero decir: este tiene patas así, colores asá, y así. Y, en la década del 50, nació la idea de usar el ADN para identificar especies, pero eso recién se pudo llevar a cabo hace 10 años”. ¿Las razones? Costos –antes no era barato, ahora sí y, por lo tanto, económicamente competitivo–, por el avance tecnológico y en informática y por un cambio de paradigma: en 2003, un científico canadiense que trabajaba en genética y biología molecular sistemática de vertebrados, Paul Hebert, se dio cuenta de lo importante que era la estandarización del protocolo en el análisis del ADN.
El mismo Hebert, hoy director del iBOL, propuso entonces –y fue aceptado en la comunidad científica– que se utilizara una secuencia muy corta de un gen mitocondrial que se llama CO1 como secuencia de código de barras genético. Antes, para ver lo específico de una especie, cuando se basaban en el ADN, los científicos usaban sus propios criterios: uno utilizaba la secuencia del gen X, otro la del gen Y, supongamos. No se ponían de acuerdo en cuál usar. “No había una base de datos unificada”, explica Tubaro. “Cada especie tenía una secuencia característica. Con esa idea y la noción de estandarización, Hebert propuso el barcode. Como si fuera la huella del dedo pulgar, en esto se usa la secuencia de pares de base de la CO1”.
En 2004 se formó un consorcio internacional para probar ese concepto y ver si funcionaba en los diferentes grupos de invertebrados. Ese consorcio se llamaba CBOL (Barcode of Life o Código de Barras de la Vida). Se iniciaron varios proyectos de mediana escala, como el de las aves del mundo, los peces del mundo, los mosquitos del mundo. Durante esos años se crearon las primeras bibliotecas de secuencias de códigos de barras genéticos y Argentina hizo su aporte de la mano del museo y el Conicet. Se demostró que funcionaba muy bien.
“El museo creó una de las colecciones de tejidos ultracongelados más grande de América (de todos los grupos). Para diferentes especies de aves que podían identificar, tomaban una muestra de tejido y la congelaban a 72 grados bajo cero. De esa muestra sacaban un pedacito, lo analizaban genéticamente y así se construía la base de datos de referencia para cada especie. Como si fuera una guía telefónica, cada especie tiene su secuencia barcode”, dice el director.
¿Cómo lo vemos? Como una serie de líneas de colores, muy finitas, como cualquier código de barras. Eso, que podría parecer un pequeño muestrario de pinturería, es lo que define la especie de cada animal.
Para este banco de la vida no sirven las especies guardadas desde hace décadas, esas que se ven en los pasillos del museo. Antes de los años 50, el ADN podía sumar como línea de un libro de ciencia ficción. Por eso hubo que buscar materiales “frescos”, en especial, recogidos en Argentina y Bolivia. Diez mil especímenes de 800 aves diferentes. En este momento, la colección de tejidos ultracongelados tiene alrededor de 130.000 especímenes, la mayoría invertebrados. Hace cinco años empezaron a hacer el barcode de las mariposas.
Para conseguir las muestras hay trampas distribuidas en todo el país. Por ejemplo, en la zona sur de la provincia de Misiones, en una reserva privada de bosques nativos argentinos que se llama CIAR, se registraron más de 8.000 entidades genéticas muestreadas en un año. Muchas corresponden a bichitos que no tienen nombre científico porque ningún entomólogo ha tenido tiempo de estudiarlos. Es casi un récord mundial, según Tubaro, comparable a la diversidad que captura una trampa en Borneo. Hay también trampas en Chaco, Formosa, Jujuy y Buenos Aires como parte de un proyecto que se llama Big City Life, en el que se busca rastrear la población de insectos que habitan las grandes ciudades. Así, en el jardín del museo y en la Costanera Sur se cambia una vez por semana un frasco de colecta que luego se analiza.
“Una vez que lo juntás de manera apropiada, ese material sirve para siempre”, dice Tubaro. “Ahora se puede estudiar cualquier especie comparando la secuencia de genética, pero sirve para cualquier otra investigación genética y genómica. Las muestras van a seguir sirviendo de acá a 200 años. La creación de una biblioteca de referencia le interesa al museo, además, porque nos sirve para mantener colecciones nacionales de referencia. El proyecto dio justo en la tecla con nuestros intereses científicos y patrimoniales. Por eso son varios los proyectos en los que participamos activamente.
Existen alrededor de 1,8 millones de especies identificadas y descriptas. Puede parecer mucho, pero se trata solo del 20% de lo que se calcula que existe: los organismos más pequeños que viven bajo la tierra son los más desconocidos. “Tenemos una fauna de aves de mil especies y un 5% de las que analizaron tienen cosas raras, o se han descripto como nuevas especies. Algunas pueden parecer lo mismo morfológicamente, pero no lo son. La evolución es dinámica. Para nosotros, como seres humanos, nos es difícil observarla porque, en relación con estos conceptos, somos seres efímeros”, explica Tubaro.
Hay otro laboratorio más, menos colorido, con paredes peladas y todo el gris de las maquinarias, la luz blanca. Aquí no hay láminas ni restos de animales alrededor. Es la sala en la que se hacen las copias del ADN, que luego se envían a Canadá, donde se empalman para integrar la biblioteca. Todo se transformará en información sistematizada, pero acá, en estas salas, guardan su correlato, la prueba de que eso que se registra es una especie que existe.
Para muestra, un botón
Lo llamaron “El milagro del río Hudson”. En enero de 2009, una bandada de barnaclas canadienses, aves muy parecidas a los gansos, chocó contra los motores y el fuselaje del vuelo US Airways 1549, que apenas minutos antes había despegado de Nueva York y se dirigía a Charlotte, en Carolina del Norte. Chesley “Sully” Sullenberger, el piloto al mando de la nave, amerizó sobre el río y se transformó en héroe nacional. Todo fue emoción hasta que la empresa quiso averiguar por qué había tomado esa decisión y qué era lo que había pasado realmente. Todo, en definitiva, se reduce a dinero y modos de iniciar o evitar acciones legales que ocasionen su gasto. Entre simulaciones de vuelos, consultas a expertos y demás, se requirió del trabajo de los encargados del iBOL en aquella región. El objetivo fue ver si, con lo que habían rescatado del agua, se podía rastrear algún resto de aves. Con un poco de tejido y alguna pluma lograron confirmar que sí, que esas especies de gansos habían sido las causantes del desperfecto. Todo eso lo vimos en la película Sully, de Clint Eastwood. Allí dicen al pasar que consultaron con especialistas en aves. Lo que está detrás es el proyecto del iBOL.
En Argentina hemos tenido casos similares. Hace unos años surgió la necesidad de definir qué especie había causado la caída de un avión en el sur. Pero no todo son litigios y mundos burocráticos. La información también sirve, explica Tubaro, para distinguir si esa pasta desmenuzada que compramos bajo el nombre de atún es atún, o se trata de algo más. Con solo una pequeña fracción ya se podría obtener el ADN y hacer la comparación con el atún registrado en el banco.
Otra más: supongamos que alguien intenta sacar del país un manojo de plumas. La Aduana lo detiene y le exige el pago de impuestos. El dueño dice que son plumas de gallina, pero es imposible de probar. Con un ADN se puede hacer la pericia para ver si se trata de una simple ave de corral o de auna especie extraña que requiera el pago de impuestos. El alcance es infinito, hasta esa cabeza de jabalí que durante años coronó la puerta de la cocina de una parrilla y que de pronto se necesita saber a qué ejemplar pertenece.
Rinocerontes enterrados y otras historias
Volvamos al lado del espejo que todos conocemos, donde las fachadas, los descansos de las escaleras y hasta los murales que hacen de escenario al sector de aves tienen su historia y, en algunos casos, mantienen varias preguntas abiertas. Los planos son la prueba de que la idea original aspiraba a ser no solo edificio, sino un parque temático. Hay registros de las luchas de ideas que se cocinaron ahí dentro, entre corrientes de pensamiento científico, político y artístico. Y están esos animales en exhibición, tras los vidrios, que guardan un magnetismo que atrae no solo a los niños. Testigos de otros tiempos, ¿cuántos visitantes pasaron por esos ojos secos del jabalí embalsamado? Hay un poema del poeta peruano José Watanabe que se llama “En el museo de historia natural” y habla de eso, de la inquietante figura de animales estáticos, pura cáscara. En una parte dice: “Aquí todo está muerto, solo el aire / gira levemente vivo, / pero a veces se agita y mueve las plumas y las pieles / y por un segundo nos hace creer en movimientos más ostensibles”. Que nunca ocurren, podríamos agregar, pero se sugieren.
Una historia más: antes, los animales que morían en el zoológico eran donados al Museo de Ciencias Naturales. Una vez, trajeron un rinoceronte, que llegó sin su valioso cuerno. Quedó enterrado en alguna parte del Parque Centenario a la espera de que el tiempo y los insectos limpiaran el cadáver y dejaran solo sus limpios huesos. Nunca más se lo buscó, así que está en alguna parte –nadie sabe dónde– como tesoro que espera ser descubierto. Algo así ocurre con cada ser vivo: cada especie es una gema.