Eduardo y Ana se conocieron en Mar del Plata a principios de la década del '60. Eran dos adolescentes que disfrutaban de los deportes en la playa, las guitarreadas por la tarde, los tímidos intentos de romance y las nuevas amistades.
Él no recuerda con precisión en qué momento la vio por primera vez, pero si tiene la certeza de que el flechazo se dio y a partir de ese momento sus vacaciones cambiaron de propósito: todas sus acciones estaban dirigidas a ella.
"Quería enamorarla, que me viera y al mismo tiempo no podía dejar de mirarla. Recuerdo que yo llegaba a la playa muy temprano y que sus padres aparecían cerca del mediodía, de manera que esas horas que precedían a su llegada para mí eran eternas. Me angustiaba el temor de que por alguna circunstancia decidieran no ir a la playa privándome de verla", confiesa Eduardo, además rezaba para que los días fueran lindos, que no lloviera, no que no hiciera viento, que nada conspirara la llegada de Ana a la playa.
"Como todo enamorado escribí poesías que al leerlas al día siguiente me parecían cursis y vergonzantes. Guardo, en un papel amarillento, una poesía de aquellos tiempos que finaliza: "sueño que me amás también en silencio, y sufres lo mismo que sufro por tí." Ese fragmento sin valor literario es, sin embargo, una de las frases más honestas y sinceras que escribí en mi vida", se sincera muchos años después.
Pasaron varios veranos sin que Eduardo se animara a confesarle su amor. Un invierno, cuando ya estaban estudiando en la facultad, se enteró de que ella estaba de novia. Esa noche no pudo dormir.
Pasó el tiempo, los veranos en Mar del Plata se terminaron, dejaron de verse.
La vida continuó. "Me casé enamorado de una mujer excepcional, tuve dos hijos que me dieron nietos adorables. Me divorcié. Me reconcilié con mi esposa y soy feliz con ella", cuenta.
Muchos años después el reencuentro inesperado.
Pero un día, en aquel período mientras estuvo divorciado, se encontró en un bar por casualidad con Ana. Ella conservaba la misma sonrisa, sus ojos color café y un corte de pelo aseñorado. "Yo prefiero no especular cómo me habrá visto ella en comparación con el que fui", admite Eduardo.
Ambos estaban acompañados por amigos, así que después del saludo y el asombro acordaron en encontrarse a la semana siguiente. Eduardo le pidió que llevara fotos de la época en que se habían conocido, fotos por supuesto en papel.
Durante el encuentro se pusieron al tanto de sus vidas: divorcio, viudez, hijos, nietos. Eduardo se animó y le contó acerca de la poesía y su amor hacía ella, Ana le recriminó amablemente que no le hubiera propuesto ser su novia.
Durante todos estos años Ana no había sido feliz, pero Eduardo sí.
Antes de despedirse vieron las fotos de aquella época. "Increíblemente no podía reconocerla. La imagen que yo había guardado de ella no tenía nada que ver con lo que las fotos me mostraban. Mi recuerdo no era fiel, como no lo era todo lo que yo había imaginado de la vida que yo desconocía de ella", se asombra Eduardo.
Ana propuso volverse a encontrar, él mintió diciendo que en cuanto se desocupara la iba a llamar. Lo cierto es que nunca lo hizo.
"Guardo en un rinconcito secreto de mi corazón, el recuerdo de aquella adolescente que tal vez no fue real pero que es la mía y fue la que inauguró esa gimnasia maravillosa de amar", reflexiona hoy Eduardo.
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