Twitter, el máximo editor
"Twitter no está en el directorio del New York Times, pero Twitter se ha convertido en su máximo editor". Con esas palabras, Bari Weiss renunció hace diez días al cargo de editora de Opinión en el diario en el que trabajó durante los últimos tres años tratando de llevar voces diferentes en una era en la que, denuncia ahora, "las historias son elegidas y contadas de una manera que satisface a la más estrecha de las audiencias, en lugar de permitir a un público curioso leer sobre el mundo y luego sacar sus propias conclusiones".
De raigambre conservadora, Weiss dice que fue convocada para sumar al diario voces que antes no tenían lugar en un diario ideológicamente liberal –"el fracaso para anticipar el resultado de las elecciones de 2016 significó que el periódico no tenía un conocimiento real del país que cubre", cuenta en su carta de renuncia, que compartió en su propia página web–. Sin embargo, tras defender la publicación (no necesariamente el contenido) de un artículo de firma conservadora durante las protestas por la muerte de George Floyd, denunció haber sido acosada tanto en redes sociales como por el propio plantel del diario, que la tildó de nazi y racista en los canales de chat internos ("Debía ser echada del diario si esta era una compañía realmente ‘inclusiva’. Otros empleados del New York Times me difaman públicamente como mentirosa y fanática en Twitter sin temor a que su acoso conlleve una acción adecuada. Nunca las hay.").
Lo más interesante de la carta de Weiss –que sumó así en pocas semanas su partida a la de su jefe, James Benett, por el mismo motivo– es el planteo sobre el estado de situación de la prensa: ¿acaso cuidarse de los posibles ofendidos se volvió más importante que la libertad de expresión? El límite es el discurso de odio, claro, pero ¿a qué llamamos discurso de odio? El debate es más que actual: si ocurre en uno de los últimos bastiones del periodismo liberal internacional, como lo es The New York Times, sirve como botón de muestra de lo que pasa en todo el mundo, incluso en nuestro país. Dice Weiss: "Ha surgido un nuevo consenso en la prensa: que la verdad no es un proceso de descubrimiento colectivo, sino una ortodoxia ya conocida por unos pocos iluminados cuyo trabajo es informar a todos los demás." Lo vemos a diario quienes vivimos en las redes sociales: hay una guerra permanente de ofendidos buscando material fresco para indignarse cada día, ¿debe la prensa ser rehén de esa conversación crispada o seguir basándose en los valores de respeto por la disidencia que la enriquezcan? El peligro de dar voz sólo a algunos "iluminados" repitiendo eso que deje tranquilos a los tuiteros –y no los haga pensar demasiado– es que las hordas seguirán encontrando carroña en los discursos menos elevados, y toda la discusión tenderá a empobrecerse. No existe una única verdad revelada, por lo que eliminar el pensamiento crítico sólo puede alejarnos –paradójicamente– del ideal liberal de que todas las voces sean escuchadas.
Lo expresaba también la carta de los intelectuales contra la cultura de la cancelación hace unas semanas en la revista Harper’s. El boicott en redes (elevado a medios) contra los que se atreven a pensar distinto es disciplinador: las voces disidentes van a pensarlo más antes de emitir discursos diferentes, y eso se lee también bajo la forma de una asfixiante autocensura en los medios tradicionales. ¿Realmente estamos dispuestos a leer siempre lo mismo para poder aplaudirlo sin que cuestione nuestras ideas establecidas? Lo que está en juego es eso: el sano desafío intelectual capaz de generar y estimular el juicio crítico. No es menor, sino la base de una sociedad libre y madura. Y lo único que debería ofendernos, queridos tuiteros, es que no tenga lugar.
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