Cada día, a una hora determinada, Elizabeth se sentaba a llorar sin pausa. En esos instantes el tiempo parecía detenerse para transitar un puro presente de lágrimas purificadoras, las únicas capaces de disolver aquel intenso dolor en su pecho que, como una gigantesca roca, parecía inamovible. Sin embargo, en una alquimia mágica, aquel fluir potente lograba diluir aquella piedra y entonces, solo entonces, ella levantaba cabeza dispuesta a seguir.
La mujer, oriunda de Pergamino, ya no le temía a aquel llanto necesario, las semanas previas habían sido peores, colmadas de preguntas cuyas respuestas solo traería el tiempo, pero que por entonces le costaba responder: ¿Por qué sigo viva y mi hijo no? ¿Por qué a mí?
Una gran batalla contra el cáncer
Cuando Elizabeth Evangelina Plazibat, de 46 años, perdió a su hijo Patricio creía que la vida ya la había aleccionado con suficientes batallas. Casada hace veinticinco años y madre de tres hijos mayores de edad, supuso que su lucha contra el cáncer había significado el gran desafío que el universo le había deparado, un reto por demás complejo que le costó años de reinvención y aprendizaje.
Antes de volcarse de lleno a su consultorio terapéutico de reiki, Eli era técnica en radiología y su vida parecía caminar por senderos correctos, aunque algo en su interior la mantenía en una constante tensión, producto de una existencia incompleta y palabras atascadas. Todo podría haber seguido de igual modo, ignorado, pero un diagnóstico inesperado la obligó a repensar su rumbo.
"Fue hace cinco años. En una consulta me detectaron cáncer de cuello de útero, consecuencia de un HPV, y fue devastador", rememora con voz calma y clara: "Las primeras cinco horas fueron de mucho llanto".
Por aquel entonces también emergió la pregunta: ¿Por qué?, y fue recién con el correr de las semanas que Eli comenzó a vislumbrar el nuevo sendero: "Me di cuenta de que debía resolver situaciones emocionales que habían quedado tapadas, debía sanar parte de mi árbol genealógico, los silencios de la familia".
La mujer, aún desconcertada, tuvo que viajar a Buenos Aires para realizarse un tratamiento con urgencia, dispuesta a vencer un carcinoma de siete centímetros. Su hermano y su cuñada, ángeles de la guarda, la recibieron con los brazos abiertos y se desvelaron por hacerla sentir cómoda en la gran ciudad avasallante. A su marido y a sus tres hijos los despidió con valentía y les dijo: "Esto es una batalla y yo me voy a la guerra".
Reencontrarse, perdonarse y aceptarse
Durante sus dos meses en Buenos Aires, Elizabeth batalló con su cuerpo y su alma, y ante ella emergieron las nuevas revelaciones. "Trabajé mi espíritu a la par de la medicina. Los resultados fueron exitosos y los médicos me felicitaron. Les dije que mi secreto era que nunca me había considerado enferma. En todo este proceso no me curé, sino que sané: lo hice en la parte espiritual, y como mujer. Tuve que desmitificar la palabra cáncer, una que no se nombraba, que era mala palabra, algo oscuro. Al aprender a pronunciarla le transformé el significado: cáncer es lucha, es fuerza, es familia, es batalla, es milagro".
Sin embargo, el cuerpo de Eli había estado demasiado expuesto y esto tuvo sus efectos secundarios. La parte física que debía responder en forma positiva había sanado, pero otra nueva había quedado fuertemente afectada. "Por la radiación se me perforó el intestino", devela, "Me sacaron diez centímetros en una cirugía de abdomen".
Elizabeth estuvo en terapia intensiva y se sintió desbordada. Cuando finalmente regresó a su hogar todo su avance espiritual de pronto volvió a estar en jaque. La anatomía de su cuerpo había cambiado drásticamente, con varias secuelas evidentes y complejas de aceptar. "Entonces fue necesario volver a reencontrarme conmigo. Salí adelante un día que me miré al espejo y dije: hice tanto hasta ahora, ¿cómo no lo voy a seguir haciendo? ¿Cómo no me voy a amar? Recuerdo que en la ducha me abracé y me pedí perdón por no mirarme y no aceptarme tal como estaba. Así, de a poco, me fui recuperando".
Perder a un hijo
Todo parecía haber recobrado su orden hasta que el 29 de marzo de 2018, jueves santo, su hijo Patricio no regresó a casa. Con su moto, a la que él siempre había amado, se accidentó y simplemente jamás volvió. "Fue ahí que me pregunté por qué había sobrevivido a un cáncer si terminaba perdiendo físicamente a un hijo... Lo primero que hice fue bajar mi mirada del cielo, no me enojé con el universo en absoluto, simplemente me salió decir `que se haga según tu palabra y gracias´, porque mi hijo no había sufrido, se murió en el acto", confiesa conmovida.
El primer tiempo fue sumamente difícil para ella y toda su familia, de un dolor que parecía insuperable. Días sin consuelo que de a poco mutaron en aquellos otros, los de llorar inevitablemente a una determinada hora para disolver el dolor en el pecho y continuar cada día con mejor energía.
"Al tiempo comenzaron a pasar cosas y en mi interior algo empezó a transformarse. También comprendí por qué me había volcado al tipo de terapia que imparto hace diez años. Tanta gente que llegó hasta mí... todas esas personas cobraron un nuevo significado: debía vivir para ayudar, para aprender y para comprender", continúa Elizabeth, "Pato había nacido con un paro cardiorespiratorio y estuvo muy mal, creo que en ese instante él entendió la vida y fue una transferencia que nos dejó como familia: hay que vivir en el presente. Transformamos el dolor en amor. No acepto el dolor, el dolor es amor. Las personas no se mueren, no se olvidan, siguen estando de otra manera, sigue su energía, sigue su compañía y eso nos colma de alivio".
Del dolor al amor
En su hogar de Pergamino, hoy la mesa de Elizabeth y su familia se agrandó. A ella llegan los amigos y amigas de Patricio a compartir y celebrar su vida. El próximo 29 de marzo harán lo mismo, en paz y con amor.
"Nos sentimos orgullosos de ser la familia de Pato, alguien que vivía la vida al día. Es sumamente importante estar bien con los seres que amamos. Él se fue con un beso y un te quiero, porque nadie sale de casa sin un beso y un te quiero. Es algo que aliento a todos a jamás olvidar, otorga paz", asegura la mujer, quien se encuentra en el proceso de escritura de su libro, Señales.
"Desde la muerte de mi hijo recibo a otras mamás que atravesaron lo mismo y les digo que la vida no se terminó, que todo sigue de otra manera. Por supuesto que habrá días malos, días donde el ego habla y dice cómo puede ser, por qué a mí... Entonces respiro y me digo: él está con nosotros y lo siento. No es fácil transformar el dolor en amor, pero es posible, es una tarea diaria, y es el único camino. A nuestro hijo lo extrañamos horrores, pero tenemos paz. Todos los domingos le llevo una rosa roja, porque simboliza el amor y la pasión, y él era eso en todo lo que hacía. De él aprendí", concluye profundamente emocionada.
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