:: Hasta que la pandemia no empezó a jugar a la mancha, el fútbol ejercía su poder terapéutico: los equipos como antídoto para atemperar las derrotas que sufrimos día a día. Incluso los hinchas de los clubes con menos ángel sabían que, si les tocaba perder el fin de semana, podrían volver a ganar en el siguiente.
Perder no es adorable, claro, pero ¿acaso no perdemos todos los días? Cuando nos ignora la persona a la que le queremos dar toda nuestra atención, cuando nos pagan mal en nuestros trabajos, cuando nos damos cuenta de que vamos a quedarnos pelados, cuando nenes de 10 años revuelven nuestra basura, cuando tratamos muy mal a gente que nos trata muy bien. Ya lo advirtió el escritor estadounidense Gay Talese: "Somos todos perdedores, solo es cuestión de tiempo".
Desde esa lógica, cuando los hinchas y los periodistas dejan de actuar para el Tribunal de Dios y exigirles a los jugadores lo que no son capaces de conseguir para sus propias vidas, el deporte también se permite a sus "adorables perdedores", hermosa definición del cronista platense Facundo Ache que calza a la perfección en Tomás Carlovich. Muchos acudimos a refugiarnos en el Trinche como el bohemio que encarnó una resistencia lírica a la industria del fútbol y una denuncia al sistema de la fama, sin preguntarnos si además carecía de la capacidad para convertirse en deportista profesional.
Aún más paradójico fue que las genuinas muestras de dolor popular por el asesinato del hombre al que solo le gustaba jugar –o ese fue el manto con el que lo encasillamos– ocurrieron en simultáneo con la fascinación provocada por el estupendo documental –más de contenido de marca que periodístico– sobre Michael Jordan, el atleta que solo quería ganar (El último baile, Netflix). Algunos, incluso, alternaron sus elogios sobre uno y otro, como si fueran complementarios.
Una pregunta posible es por qué queríamos tanto a un futbolista al que nunca vimos jugar. Pero por qué siempre dimos por seguro que el Trinche era un alma libre a la que solo le interesaba el fútbol como juego, no como competencia. ¿Por qué interpretamos que sus fugaces pasos por Rosario Central y Colón, en los que apenas jugó un par de partidos en Primera, se debieron a su desinterés y no a una posible impericia para adaptarse a un ambiente que no solo requiere de talento, sino también de fortaleza mental y perseverancia? ¿Por qué omitimos extractos de la gran biografía de Alejandro Caravario, Trinche (Editorial Planeta), en la que queda claro que a nuestro paradigma del potrero también le gustaba la plata –como si no tuviera que pagar la luz y el agua a fin de mes–, incluso en torneos chacareros en los que con la camiseta de Argentino de Monte Maíz enfrentaba a equipos cuyos nombres nos suenan novelescos, como Renny de Escalante, Atlético de Pascanas, Sarmiento de Etruria, Atenas de Ucacha, Sportivo Chazón de Idiazábal, Sportivo Rural de Santa Eufemia y Unión Lagunense de La Laguna, todos participantes de la Liga Beccar Varela, al sur de Córdoba?
"Cuenta Ceferino Ritta, compañero de Carlovich en Argentino de Monte Maíz, que había un jugador de cierta jerarquía, muy bueno con la pelota, pero bastante fiaca –escribió Caravario ya sobre el final de su libro, al abordar el último equipo del Trinche–. Un buen día, el Trinche se ocupó. «Se cambió como siempre, sin decir casi palabra –reconstruyó Ritta–, y cuando estábamos en el túnel, lo agarró a este jugador del cuello y le dijo: ‘Yo acá vengo a ganar plata, así que mejor hagas las cosas bien’»".
Pero acaso el trayecto más paradójico del libro de Caravario es cuando recupera el voceo popular –nunca comprobado, claro– de una posible traición de Carlovich a Argentino de Monte Maíz: que su ausencia a la revancha de la final de 1988 se habría originado en que allegados al rival, Lambert, le habrían acercado dinero para que no se presentara. Es probable que solo se haya tratado de un malicioso cuento de pueblo, pero, si hubiera sido cierto, ¿no habría hecho aún más humano al hombre al que muchos elegimos justamente como nuestro embajador contra la meritocracia?
"En este país es más fácil ser médico que jugador de fútbol", me dijo Ritta cuando lo llamé para hablar del Trinche y le pregunté por qué, si era tan bueno, "no llegó". A Carlovich lo conocimos poco y lo quisimos mucho –y lo seguiremos queriendo– porque lo elegimos como nuestro escudo ante las derrotas que sufrimos día a día. Contra los eternos ganadores, como Jordan y el panelismo del dedo levantado, necesitamos creer que la falta de adaptación al fútbol profesional fue decisión suya: que con su desinterés se plantó frente a un sistema expulsivo. Carlovich eligió su derrota y ese fue su triunfo –y el nuestro–.