Tributo al Maestro
En este 2008 se cumplen veinte años del fallecimiento de mi madre, Luisa Mercedes Levinson, y diez del fallecimiento de quien fue como mi segundo (o tercer) padre, mejor dicho, mi maestro, Ambrosio José Vecino. Quizá los aniversarios de la muerte no sean tan luctuosos como parece. Al rememorarlos resaltamos la completud de una obra. Por eso hoy, sentada cómodamente en este sillón metafórico que es la Revista dominical de La Nacion, evoco a quien fue su creador. Por años bregó Vecino para que el Suplemento Gráfico, que él dirigía y que aparecía los domingos a la par del entonces llamado Suplemento Literario, cambiara de formato. Era una sábana sepia que tenía su éxito, y por eso mismo a veces se veía inundada de avisos.
Ambrosio Vecino era periodista de alma. Entró a trabajar en La Nacion ("el diario", para nosotros) a principios de 1960, después de haber dirigido Vea y Lea. Cuando asumió aquel cargo, Vea y Lea era, después de muchos años de vida, una revista anticuada, de poca circulación, y él logró transformarla en el semanario del momento. También era un periodista atípico; buscaba la excelencia en la escritura; su verdadera pasión y formación eran las letras. Yo entré a trabajar con él en el ’61; éramos tres en aquel Suplemento Gráfico junto con José María Cantilo. Fueron años memorables, llenos de anécdotas, de risa. Y de duro trabajo. De aprendizaje para José María y para mí, que éramos tan jóvenes. Había que escribir lo mínimo con el máximo de datos. Me pregunto si ese ejercicio no será lo que me llevó a la microficción. De lo que sí estoy segura es de que se trata de un ejercicio que debo poner en práctica en esta breve columna. Y lo tengo a Vecino mirando por encima de mi hombro, quizá para tratar de evitar que cuente lo que él fue largando de a retazos a lo largo de años. Era hombre sumamente reservado, con un seco sentido del humor y una marcada tendencia al perfil bajo. Pero como fue mi maestro entrañable, como sigo estando tan cerca de su familia, puedo en pocas palabras contar la historia de ese huérfano de madre que creció en un orfanato, de donde escapó de adolescente. Su inteligencia y capacidad de estudio le habían ganado una beca en el Mariano Acosta; eligió seguir Letras junto con quien fue su gran amigo y compañero, Julio Cortázar. Un profesor se fijó en esos dos muchachos tan brillantes e inusuales. Era Vicente Fatone, el filósofo, que apoyó al joven prófugo en más de un sentido y le dio albergue en su casa. Así, hasta que Ambrosio José se casó con quien habría de ser su compañera para siempre, Carmen Romero, semihuérfana ella también, salida de un internado de monjas. Lo que parece triste es la historia radiante de alguien que, sin poner en juego la más mínima ambición personal, hasta el punto de no escribir pero involucrándose a fondo en la escritura ajena (¡puedo dar testimonio!), se abrió un camino de éxito. O permitió que el camino se abriera a su paso. Gran lector, excelente traductor, era de los bohemios de la época. Dormía de día y trabajaba de noche. Hasta que Carmen, ya madre de Cristina y de Ricardo, lo conminó a un horario normal. Fue así como entró en la editorial de Ramírez, escaló posiciones, entró en La Nacion, y en 1969 creó esta misma revista en la cual ustedes están leyendo hoy su historia, que por culpa de mi devoción me salió un poco árida. Otro día contaré anécdotas. Con Carmen eran ambos de una lealtad inquebrantable, nos mantuvimos en contacto hasta el final. O mejor dicho no, no hay final. Todo continúa, porque seguimos recordándolos.
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La autora es escritora
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