Travesía por los pasteles de Belem
La mañana en la ciudad de Lisboa no podía ser más linda. Recién había comenzado el verano y la temperatura auguraba un excepcional día con la dosis exacta de calor.
Estaba sentado en un café de la Plaza del Comercio, centro neurálgico de la capital lusa y antiguo terreno donde se encontraba el Palacio Real, observando la gente pasar y dirigiendo mi vista hacia el estuario del río Tajo, una combinación perfecta de la exquisita arquitectura del lugar y la belleza de la naturaleza.
Había decidido tomar solo una infusión durante esta mañana, porque dentro de unos minutos me iba a dirigir a una de las "feligresías" mas importantes de la ciudad, Belem, con la intención de aceptar la generosa invitación para volver a disfrutar de una de las delicatessen propias de esta mágica ciudad: los pasteles de Belem.
Mientras terminaba mi bebida matinal observaba cómo un grupo de estudiantes se sentaba en los pequeños escalones de la importante estatua ecuestre de Jose I, llamado el reformador, monarca durante el trágico terremoto de 1755 que devastó y destruyó la ciudad y el mismísimo palacio, hecho en el cual gran cantidad de los documentos pertenecientes a la era de los descubrimientos se perdieron.
A medida que el sol iba subiendo en el firmamento más gente veía ingresar a la plaza a través del Arco de la Rua Augusta, una de las principales calles de la ciudad, llena de tiendas, bares, artistas callejeros y artesanos, señal que indicaba que dentro de poco las bellísimas arcadas de la plaza se iban a llenar de visitantes, por lo que tuve a bien pedir la cuenta, abonar lo adeudado y tranquilamente salvar la distancia de los más de cinco kilometros que me separaban de mi destino de media mañana.
De esta manera, me encontré esperando el tranvía, que en poco más de veinte minutos y circulando a la par del Tajo me condujo a través del Mercado de la Ribera, el Museo Nacional de Arte Antiguo, el Museo de la Tecnología y el barrio de Ajuda, para depositar mi osamenta en la esquina del increíble monasterio de los Jerónimos de Santa María de Belem, imperdible visita si están en esta ciudad y poseedor de un encantador claustro.
Aquí, entre otras importantes personas, se haya en su descanso eterno Vasco da Gama, famoso explorador portugués de los siglos XV y XVI –descubrió la ruta marítima hacia la India–, haciendo de este lugar, junto con la Torre de Belem –famosa por ser bastión de defensa, faro, prisión– y el Monumento al Navegante, el verdadero epicentro de la era de las exploraciones portuguesas.
Como mi destino se encontraba a tan solo 150 metros y el aire ya me traía un delicioso dejo de esta exquisitez, me dejé llevar por el olfato. De esta manera, me detuve enfrente de esta casa abierta por primera vez en el año 1837.
Una larga fila de gente esperaba para que les dieran ubicación y se agrupaban bien pegados a las puertas y toldos azules de la pintoresca entrada, pero haciendo uso de mi invitación invoqué el nombre del manager del lugar y me hicieron pasar a uno de los amplísimos salones atestados de gente, donde me ubicaron en una pequeña mesa del rincón a la espera de mi anfitrión, que no se hizo esperar y llegó, para mi sorpresa, con una chaqueta blanca, un delantal azul y una cofia.
Con una sonrisa y un gran ademán, me invitó a que lo siguiera hacia las grandes cocinas del lugar. Y así, vestido de pastelero y de primera mano, pude descubrir el secreto –no la receta– de su éxito. n
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