Ella era una joven docente en el sur, él, un estudiante soñador…
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El viento helado azotó su rostro, apenas podía sentir sus pies y anhelaba lavarse las manos con agua caliente para devolverles la vida. “El sur no es para mí”, pensó Mariana, a medida que avanzaba hacia la escuela. Marzo de 1992 recién había comenzado, pero en aquel rincón argentino el invierno ya se había instalado firme. La zona rural, fronteriza, había emergido árida y ventosa, solitaria en lo que era casi el fin del mundo. Con sus 29 años, Mariana comenzaba otra vida en aquel nuevo trabajo, acompañando a los chicos del pueblo en su lucha ardua por obtener una educación digna en una zona olvidada.
“A pesar de todos los pormenores, del sacrificio, el frío y la soledad, fue una de las mejores experiencias de mi vida”; rememora Mariana. “Hay algo extraño que sucede con el frío. El tiempo pareciera detenerse y acelerarse a su antojo. Las emociones no se expresan con bombos y platillos, pero calan muy profundo”.
Un alumno entrañable y palabras para el recuerdo: “Tu amor es mi motor”
Gerardo era un chico bastante alto, muy delgado, de pelo oscuro y revuelto. En clase participaba con entusiasmo, tenía 18, trabajaba con su padrino, y hubo años en los que no pudo asistir a la escuela. Mariana pronto les tomó cariño, a él y a los casi treinta compañeros que llegaban como podían, a veces traían problemas, pero soñaban como cualquier otro adolescente.
La joven docente lo sabía: no iba a ser fácil cambiar el destino sombrío de la mayoría, pero si lograba hacer la diferencia con uno, tan solo uno, todo habría valido la pena: “Confieso que renegué mucho, hubo noches que me iba a dormir muy angustiada, pero ellos me inspiraban, en especial Gerardo, que mostraba alegría y entusiasmo, a pesar de todo”.
Con el paso de los meses, Gerardo comenzó a confiar cada día más en Mariana, necesitado de consejos e historias acerca de Buenos Aires, el lugar de origen de la joven maestra. Ella podía percibir su mirada, pero también sus propias emociones, cuando caminaban juntos hacia sus hogares y llegaba el momento de la despedida.
A veces, paraban en la plaza a contemplar la vida a su alrededor y conversar sin percatarse del tiempo, desvaneciendo su diferencia de edad y sus roles en el mundo. Su mutua presencia les transmitía paz.
“Sos mi sol de cada día, Mariana. Verte me inspira a seguir, el amor que me inspirás es mi motor”, le escribió él cierto día en una nota que ella encontró en el bolsillo de su abrigo. Apenas sí faltaban tres semanas para que el contrato de la docente finalizara y, lejos de alejarlos, aquellas palabras los acercaron, cómplices. Nada sucedió más que el florecimiento de un amor platónico inolvidable, que jamás se diluyó, a pesar de que la vida estaba pronta a separarlos.
Casarse, perder el sentido y volver
Nunca más supieron el uno del otro. Mariana regresó a Buenos Aires y atesoró los recuerdos del sur en su corazón. A lo largo de los años enseñó en otras escuelas, se casó y tuvo dos hijos. La añoranza por la tierra austral llegaba en ciertos días donde el calor la agobiaba, así como el sentido de su camino como docente. Siempre había amado el calor, pero algo se había transformado y hallaba más magia en un té caliente y una manta abrigada, que en un sol abrasador.
Entre sinsabores y sinsentidos, un día la vida de Mariana cambió una vez más: “Tras veinte años de matrimonio, me separé”, revela. “Ya con sesenta años, me sentía terminada en muchos sentidos y, me encontraba sin deseos de rehacer mi vida sentimental”.
Fue allí, con 60 años y en el comienzo de lo que ella denomina “su temporada de invierno”, que Mariana decidió regresar al sur. En su viaje, llegó al pueblo en el que había estado treinta años antes, en sus años de juventud y sueños. Recordó a Gerardo, su complicidad y conexión inolvidables, y aquella nota de amor: “porque sí, a pesar de la inocencia, fueron las palabras de amor más lindas que recibí jamás”, asegura.
Dejar entrar a la primavera
A Buenos Aires regresó con el corazón sanado, justo en tiempos donde la pandemia azotó al mundo. Para Mariana, el confinamiento significó prolongar ese invierno que había aprendido a amar. Por aquellos días, repasó su vida, sus amores, su propósito.
“Los recuerdos se intensificaron”, dice con una sonrisa. “Reflexioné mucho y fue entonces que decidí buscarlo a él, a Gerardo, consciente de que ahora ya la diferencia de edad era nula, me pregunté cómo sería esa conversación maravillosa que teníamos, pero siendo dos adultos, ¡adultos grandes!”, agrega entre risas.
Para su sorpresa, hallarlo fue sencillo. En tiempos de redes sociales, ahí lo encontró a él, un hombre de 49 años, que vivía en Chile, se había casado, divorciado y, a su vez, era padre de dos hijos. La conversación entre ellos fue espontánea, fluida y creció a medida que los días pasaban. Decidieron que, una vez finalizada la pandemia, volverían a verse.
Y así fue. Él voló a Buenos Aires en un día de invierno de 2022, se miraron a los ojos, y después de 30 años, se animaron a transformar su amor platónico en uno verdadero. Entonces, dejaron entrar a la primavera.
Hoy, Mariana y Gerardo buscan siempre el camino para verse y estar juntos. No todo fluye como quisieran y vencer las barreras a veces cuesta, pero, para la mujer de estas líneas, el sur le regaló la historia más maravillosa de su vida.
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