Oriundo de La Banda, uno de las ciudades más pobres de Argentina, era “el rarito” de su escuela, a los 18 ya era un autor publicado y siempre se quiso ir, hasta que su sueño se hizo realidad...
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Allá, por el año 2000, Robert imaginó un santuario indígena y con piedras le dio forma. Mientras sus padres lo observaban con una sonrisa dibujada en sus rostros, bailó alrededor de su creación al tiempo que contaba una historia, poniendo especial atención en cada detalle del relato. Apenas tenía 5 años.
Por aquel entonces, el pequeño no sabía leer, pero se dejaba hechizar por la egiptología, los aborígenes, la Isla de Pascua y, en especial, los mapas y las banderas de los países que hallaba en las páginas de las enciclopedias: “Escribía `libritos´ y los vendía, pero también amaba la geografía y me prometía salir de mi país”, cuenta con una sonrisa, mientras rememora su historia.
En aquellos tiempos el sueño de volar parecía lejano, pero en el corazón de aquel niño vivía fuerte, tan fuerte que, a pesar de habitar en un lugar remoto como La Banda, Santiago del Estero, se propuso hacer todo lo posible por concretarlo.
El rarito: “¿A qué niño se le ocurre eso?”
En su DNI figura Roberto Alejandro Díaz Chevalier, pero en todos los ámbitos lo llaman Robert, o Robert Chevalier. Al mundo llegó el 24 de abril de 1995 en una de las ciudades más pobres de la Argentina: La Banda.
Aparte de construir santuarios, desde siempre, Robert se caracterizó por ser creativo, tímido y curioso. Para los ojos de su pueblo y sus compañeros de escuela, sin embargo, era el diferente, lo que le valió el mote de “rarito”.
“Es una etiqueta que da pistas del bullying que sufrí toda mi vida por no encajar con el resto, pero a la que me terminé aferrando en un buen sentido. No habré tenido más de cinco años cuando, para sorpresa de mi madre, le pedí una torta de cumpleaños que tuviera la cara de Miguel de Cervantes. ¿A qué niño se le ocurre eso?”, cuenta hoy el joven de 27 años.
Las cosas no cambiaron en su adolescencia, aunque la soledad y la exclusión se exacerbaron, pero para Robert, un ser con un mundo interior infinito, jamás fue motivo para dejarse apoderar por la palabra aburrimiento. Se concentró en sus estudios, en obtener las más altas calificaciones; en crear y leer todo lo que despertara su curiosidad insaciable. Con tanta “rareza” y con su afán por ver el mundo, convertirse en escritor fue un camino inevitable.
“Mi idea inicial era ver el mundo, pero quedarme en el país. Sin embargo, el pesimismo ganó la pulseada y todas mis esperanzas en tener una vida ideal en mi amada Argentina se desvanecían. Creo que era excesivamente soñador e idealista”, reflexiona.
La Banda, la pobreza, y consentir al niño del pasado
Sus padres, Adrián y Marcela, siempre procuraron que nada faltara en la mesa de Robert y sus tres hermanos menores, incluso en los momentos donde la vida apretaba, y a pesar de las profundas crisis de una Argentina desigual y tantas veces lastimada.
La pobreza en La Banda, sin embargo, convivía con él, llamaba a su puerta cada día, y se reflejaba en los rostros de los niños con hambre, que le pedían algo para comer y cuyas miradas le destrozaban el alma: “Fueron situaciones que me marcaron y que lamentablemente lo siguen haciendo”.
“Cuando mi desesperanza llegó al colmo de la situación, una idea germinó en mi corazón: consentir al niño que fui e irme del país. Primero averigüé universidades en España, por ejemplo, y hasta intercambié emails por cuestiones de equivalencias con mis materias de ingeniería, la carrera que hoy estoy culminado. Pero, al final, opté por ver primero cómo era el panorama y decidí que lo mejor era Estados Unidos, dado que siempre me gustó el idioma inglés y su cultura”.
Estados Unidos: en busca de radicarse y nutrir al escritor
A los suyos les dijo que se iría a vivir una aventura temporal para enriquecerse, adquirir nuevas experiencias y nutrir su carrera de escritor, pero el objetivo oculto de Robert era conocer Estados Unidos para buscar la forma de establecerse allí con su novia, Andrea. El joven anhelaba hallar un mejor estilo de vida, que incluyera seguridad y poder adquisitivo: “Dos de las cosas que sentía más difíciles en mi país”.
Con esta idea en mente y mucho esfuerzo, Robert atravesó varios procesos de selección para conseguir trabajo en el gran país del norte. Cuando supo que había sido elegido para trabajar en el Centro de Aprendizaje Deep Portage en Minnesota, Estados Unidos, el joven se halló envuelto en sentimientos contradictorios, sin dudas agridulces. Sus padres, sorprendidos y tristes, lo apoyaron y afrontaron un enorme sacrificio para conseguir los ochos vuelos en total (de ida y de vuelta) a fin de que llegara a destino.
Una mañana fría y triste, Robert tomó su mi primer vuelo para darle comienzo a una larga travesía, mientras las convulsiones nacionales y estadounidenses pisaban sus talones: “Me fui en plena crisis política, apenas mi avión despegó de Ezeiza hubo un paro que cortó todo en el aeropuerto; mi segundo vuelo fue desde Dallas, Texas, donde ocurrió un tiroteo también justo después de mi vuelo”.
Un chico asustado llega a Minnesota: “La gente sufría por el infierno que les parecía cuando con suerte el tiempo nos regalaba 18°C”
Corría el año 2016, Robert estaba muy asustado. Si alguien hubiera observado detenidamente su andar y su mirada, habría descubierto al típico chico que nunca había salido de su casa, desencajado en una nueva cultura tan distante, en un país tan lejano.
El Centro de Aprendizaje Deep Portage, alojado en Minnesota, emergió paradisíaco y boscoso. El impacto más fuerte, sin embargo, lo produjo el clima: “Acostumbrado a los más de 40°C santiagueños, me topé con un lugar gélido aun en verano. Mi valija estaba repleta de pantalones y remeras cortas, apenas había llevado pocas prendas abrigadas, y eso fue lo que más sufrí”.
“Por suerte, no fui en temporada invernal (según me dijeron allí la nieve cubre con varios metros de altura y la temperatura puede rondar los -40°C); la gente se ponía roja, transpiraba y sufría por el infierno que les parecía cuando con suerte el tiempo nos regalaba 18°C, mientras que yo no me separaba de mis buzos, pulóveres y abrigos. Por supuesto, al amanecer, ellos usaban musculosas en lo que para mí era una mortal helada”.
Las comidas no le llamaron tanto la atención, aunque sí los horarios, en especial la cena, servida a las cinco de la tarde. A Robert sí le resultó un tanto extraño que todos bebieran leche pura y fresca, y que no se consumiera casi nada de carne vacuna; le impactó la abundancia en todo lo que se servía y el descarte posterior de las sobras, le causó un dolor difícil de transmitir, mientras recordaba la hambruna de su localidad.
“Vi tirar muchas veces alimentos en perfecto estado, cuando alguien ya estaba lleno. En casa, en un pueblo tan pobre, siempre separamos para los que lo necesitan lo que no se come, todo, por supuesto, en perfecto estado”, asegura. “Algo maravilloso es que encontré tamales y mate cocido (un alivio para mí, que no llevé ni mate) y que un día Emma, una cocinera a quien le tomé mucho cariño, me preparó de sorpresa dulce de leche y ¡alfajores!”
Calidad de vida, prejuicios derribados: “El nivel de lectura y aprendizaje que vi allí fue sorprendente”
El plan siempre había sido radicarse en Estados Unidos, pero bastó una bocanada de aire lejos de su tierra para que Robert lo percibiera, aún sin admitirlo: no podía vivir alejado de su familia, sus raíces.
Pero a pesar de tener aquella sensación instalada desde el comienzo, Robert no pudo negar lo evidente: en cada rincón que recorría hallaba oportunidades y una gran calidad de vida.
“Y, personalmente, no puedo quejarme, pues siempre sentí que en Estados Unidos lo que hacía tenía valor”, afirma el joven. “Además, jamás fui discriminado por ser latino, sino todo lo contrario: les encantaba mi color de piel `marrón´ (según ellos, porque para mis paisanos soy blanco), mi idioma y a lo que me dedico, más allá de la ciencia, la escritura; se sorprendían al conocer algo tan `exótico´ como Santiago, sus leyendas, sus historias, sus culturas”, continúa Robert, quien obtuvo varios premios y reconocimientos como escritor, lleva publicadas seis novelas, numerosos cuentos y, entre otras distinciones, su primera obra publicada a los 18 años, La Maldición de Cromwell, fue declarada de interés cultural; su tercera obra, Telésfora, se convirtió asimismo en material de estudio de las escuelas de su provincia.
“Aunque no soy prejuicioso, igual temía lo que decían las habladurías, que demostraron ser erróneas: el nivel de lectura y aprendizaje que vi allí fue sorprendente y lo cierto es que la calidad humana de los estadounidenses es muy grande. Para mí, ellos son muy buenos, por más que no lo demuestren de la misma forma que lo hacemos aquí, y sobre todo muy serios y responsables”, observa Robert. “Algo que destaco es su patriotismo, su preocupación por el cuidado del medio ambiente y la buena recepción para con las personas de diferentes etnias y culturas. Esto último lo noté sobre todo en los niños, quienes no se dejaban de mostrar interesados en mi país, preguntándome además emocionados por Lionel Messi y si era cierto que los argentinos `lloramos por los partidos de soccer´”.
“No puedo dejar de mencionar algo que nosotros, los latinos, percibimos como frialdad. Cuando llegué tuve el impulso de saludar con un beso a la primera compañera de trabajo que se acercó. Claro, me di cuenta a tiempo, disimulando todo y ella me estrechó la mano. ¿Abrazos? Cero. No vi nunca una muestra pública de afecto entre parejas o personas en general. El primer y último abrazo afectuoso que recibí (y que tanto necesitaba, azotado por extrañar el amor de mi gente) fue de una familia mexicana que me invitó a su cabina en un lago, los únicos latinos que vi, por cierto, y los únicos con los que pude hablar en español después de meses (sí, donde yo estaba, nadie sabía nada de español)”.
¿Radicarse en Estados Unidos o volver a la Argentina?: “Decidí darle una oportunidad a mi país”
No había nada negativo que Robert pudiera decir de Estados Unidos ni de su gente. Toda su experiencia social y laboral fluía maravillosamente y, de pronto, las ofertas para permanecer surgieron, tal como había fantaseado en el pasado. Sin embargo, aquella idea original de radicarse allí comenzó a mutar.
Lo único cierto era que emocionalmente se sentía devastado y cada día allí le parecía una eternidad lejos de los suyos. Cierta vez, cuando en el grupo de trabajo decidieron escuchar los himnos de otros países, Robert se retiró disimuladamente, el solo hecho de pensar en el Himno Nacional Argentino lo conmovió hasta las lágrimas.
“Extrañaba mi ciudad, sus calores y perfumes; el mate, las empanadas, el vino y el asado. Extrañaba caminar entre la tierra, escuchar el acento argentino y la calidez de nuestra gente. Extrañaba todo, incluso cosas que antes no valoraba. Pero, por sobre todas las cosas, moría de tristeza extrañando a mi novia, a mi familia y a mis mascotas. Y para mitigar eso, no tenía otra más que conectarme por videollamada con ellos todas las noches o durante algún tiempo libre”.
“Definitivamente, mis raíces me pagaron fuerte. Por eso, decidí que debía darle una oportunidad a mi país, como lo confirmé el día que regresé, ahogado de la emoción. No juzgo a quienes se buscan la vida en otras partes, de hecho, recomiendo al menos viajar temporalmente dada la importancia del intercambio cultural. Pero, en mi caso, quiero intentar llevar una vida en Argentina, aunque el miedo a la inestabilidad sigue y espero no tener que cambiar de opinión”.
Los aprendizajes y volver a la tierra: “La felicidad no pasa por el lugar en donde uno vive ni por la riqueza”
Robert jamás olvidará a ese niño “raro”, tímido y creativo que alguna vez fue y que soñaba con volar hacia otra parte del mundo. Hoy, a sus 27 años, observa el recorrido de su historia y se enorgullece de ella: transformó su sueño en un deseo cumplido y, gracias a su tenacidad, descubrió un fragmento esencial e irremplazable de su identidad.
Quería radicarse en Estados Unidos, partió para lograrlo, pero regresó a la Argentina y elige quedarse. Los sentimientos, dice, tal vez le jugaron en contra, pero jamás se arrepentirá de su viaje y su residencia en el extranjero.
“Fue una de las mejores experiencias que tuve en mi vida. Aprendí a estar conmigo mismo, que no es poca cosa, y a valorar lo que tengo. Al poco tiempo de haber regresado de EE.UU. recibí una de las peores noticias: Molly, la persona que fue mi directora y además una madre durante mi estadía, acaso la persona más enérgica, sonriente y buena, se suicidó tras haber sufrido por años de depresión (algo que nadie sabía), lo que me hizo valorar aún más todo y también pensar en la importancia de la salud mental”.
“Por supuesto que adquirí más habilidades sociales, del mismo modo que descubrí lo hermoso de la tolerancia y la convivencia con personas de otras culturas y etnias (sobre todo al no hablar una misma lengua) pues, después de todo, somos seres humanos. Como descendiente de españoles, franceses, italianos, ingleses, portugueses, nativos americanos y africanos, esa fue la parte más emocionante para mí y la que más me hizo tomar consciencia en la importancia de alzar mi voz contra toda forma de racismo y discriminación. Me encantó ver gente de todo el mundo: norteamericanos, neozelandeses, latinos, musulmanes, judíos, africanos y personas de la India y Asia en general”.
“Además, poniendo una cuota de humor, no somos tan distintos. Mientras aquí constantemente las peleas eran Macri-Cristina, allá las radios nos bombardeaban con los conflictos Clinton vs. Trump… (Tragicómico)”, agrega Robert entre risas”.
“Pero más que nada, en suelo extranjero aprendí que la felicidad no necesariamente pasa por el lugar en donde uno vive ni por la riqueza como la que hay en el primer mundo: definitivamente, puedo ser feliz junto a las personas que amo esté donde esté, pero mejor si es en mi tierra”, concluye.
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