Los tours por Chernobyl son una muestra de la atracción que generan los lugares que han sido escenarios de horror. Una tendencia que se expande por el mundo
Kiev, Ucrania
Cada asiento de las cuatro combis estacionadas en Maidán –como se conoce a la Plaza de la Independencia, en el centro histórico de Kiev, la capital de Ucrania– está ocupado. Unas veinticinco personas, todas vestidas de manga larga, pantalones largos, con zapatos cerrados, tal como lo sugerían las reglas que nos habían enviado y reenviado, día por medio, desde hacía semanas, aguardan con cafés, teléfonos y cámaras en mano.
Una pareja de ingleses de unos 50 años se toma la primera selfie del día. Se paran frente a una de las combis blancas, con el nombre de la empresa, sonríen fuerte. Un ángulo. Clic. Otro ángulo. Clic. Juntos. Clic. Él le toma una foto a ella, que no para de sonreír con fuerza. Clic.
Todavía no son las 8 de la mañana. Todavía no llegamos a ningún lado.
Subimos a la combi a la hora pautada. El guía, Sergei, un chico de unos ventipico de años, energético, que habla rápido, casi como si la velocidad lo ayudara a no olvidarse del discurso en inglés que tal vez aprendió de memoria y practicó muchas veces, pasa lista, revisa pasaportes, indica número de asiento a cada uno.
"¿Qué te trae por acá?", es la pregunta obligada entre los pasajeros, que forman una especia de minicomunidad que se desvanecerá apenas caiga el sol al final del día. "Me fascina este lugar. Desde siempre. Desde antes de la serie", es la respuesta automática.
Las combis nos van a llevar a la ciudad de Chernobyl, a unos 120 kilómetros de la capital, donde el 26 de abril de 1986 tuvo lugar el peor desastre nuclear de la historia. Al lugar que hace casi cuatro décadas fue una suerte de ejemplo de la eficiencia soviética y hoy ilustra las consecuencias devastadoras de la arrogancia desmedida.
Zona de exclusión
En la combi no se escucha más que el video que, desde una pantalla al frente del vehículo, nos cuenta una historia que todos los espectadores ya conocemos.
Aquel sábado de abril de 1986, un grupo de operarios de la planta nuclear Vladímir Ilich Lenin, en la ciudad de Chernobyl, estaban haciendo una prueba de seguridad en la que querían simular los pasos a seguir en caso de que se cortara la luz y necesitaran mantener la circulación del agua que enfría los reactores nucleares hasta que el grupo electrógeno se prendiera. Este es un proceso que usualmente dura unos pocos minutos, pero que puede ser suficiente para recalentar los reactores mucho más de la cuenta, hasta llegar a niveles peligrosos.
Una serie de eventos, incluyendo errores humanos que, se cree, fueron causados por el deseo de que las pruebas funcionaran, causó que de repente se lanzara una enorme cantidad de energía que provocó una explosión en el centro de uno de los reactores.
Este incendio provocó la liberación de una gran ola de radiación que afectó a las zonas aledañas y de algunos otros países de Europa, durante nueve días, hasta que lograron tapar el hueco.
Se estima que unas 28 personas murieron directamente como producto del accidente y 100 resultaron heridas, pero el efecto a largo plazo fue catastrófico.
La información sobre el número de personas afectadas por la radiación ha sido objeto de mucho debate y especulación. El gobierno de aquel entonces, encabezado por Mikhail Gorbachov, inicialmente intentó esconder el accidente, ya que creía que la publicidad negativa afectaría a su país. Pero cuando científicos en Suecia identificaron altos niveles de radiación en el aire en su país, el secreto quedó desenmascarado.
Fue entonces que las autoridades soviéticas acordaron la evacuación de unas 100.000 personas de los pueblos aledaños a Chernobyl. En los meses que siguieron se evacuaron a otros 250.000 ciudadanos.
Ellos y las 600.000 personas que fueron reclutadas para limpiar la zona –lo que incluyó no solo tapar el hueco en la planta sino evacuar habitantes, limpiar los edificios de objetos contaminados, entre otras tareas –fueron expuestos a niveles de radiación extremadamente peligrosos. Expertos han denunciado que esta ha producido un aumento significativo de la incidencia de varios tipos de cáncer entre la población que fue expuesta a la radiación.
Tanto es así que se estima que la "zona de exclusión" –un área de 30 kilómetros que llega hasta lo que hoy es Bielorrusia– no será completamente habitable por otros 20.000 años.
En el vehículo nadie habla más de lo necesario. La pareja de británicos mira por la pequeña ventanilla el paisaje: campo abierto, pasto, algunos árboles, podríamos estar en cualquier ruta de La Pampa. La cantidad de vehículos disminuye a medida que avanzamos.
Ellos parecen esperar ansiosos la llegada. Ya tienen la cámara y el teléfono celular en la mano, listos para retratar, documentar que estuvieron allí.
Hay que recordarse dónde estamos
"¡Ya entramos en la zona de exclusión!", anuncia Sergei, entusiasmado. Para él, los tours a esta zona son una buena oportunidad de trabajo en un país que sufre de las mismas crisis económicas de las que estamos acostumbrados en esta parte del mundo.
La combi se detiene junto a las otras en la ruta. A nuestro alrededor se ve nada más que una edificación donde se controlan los pasaportes, pues está prohibido entrar en la zona de exclusión sin documento ni guía. Nos organizan en fila, revisan listas con nombres y nos dan unas tarjetas magnéticas con un número y un chip localizador, para aquellos viajeros que se pierden o intentan perderse.
El gobierno de Ucrania tiene estrictas leyes para controlar quién y por cuánto tiempo visita las diversas áreas cercanas al pueblo de Chernobyl.
A nuestros lados, dos cabinas venden los souvenirs obligados: imanes de heladera con imágenes de la planta y el parque de juegos abandonado, stickers con el símbolo nuclear, fotos de los zorros que ya se adueñaron del lugar, libros de fotos de tanto antes y después, tazas, mapas, tours privados.
Varias empresas ofrecen diversos recorridos desde la capital.
Los más populares son los de un día, en el que permiten visitar dos de los pueblos que se construyeron para alojar a los trabajadores de la planta y sus familias, y también Chernobyl, donde todavía viven unas 500 personas entre obreros de la planta (cuyo reactor número 4 está cubierto, desde 2017, con un domo de metal de 105 metros).
Chernobyl es la zona con más baja radiación del área, según explica nuestro guía.
"Durante toda la visita a la zona de exclusión, unas pocas horas, la gente se expone a la misma cantidad de radiación que en una ciudad durante 24 horas," afirma el guía.
Máquina del tiempo
Nos bajamos de una máquina del tiempo, aunque no es claro si estamos poniendo un pie en el pasado o en el futuro.
En lo que fue el supermercado de la ciudad de Pripyat, construida en los años 70 bajo órdenes del gobierno soviético para unos 50.000 trabajadores de la planta nuclear y sus familias, se logran ver restos de paquetes, productos con logos retro, que me recuerdan a mi infancia, aunque en otro rincón del mundo.
El nivel de destrucción de todo –no causado por la explosión sino por el interminable vandalismo que tuvo lugar en los años que siguieron al desastre y por la naturaleza, que está reclamando lo que le pertenece– parece casi como una premonición de un futuro apocalíptico.
Sergei repite la explicación que recita cinco veces por semana a turistas curiosos, mientras la audiencia no para de sacar fotos. Experimentan este lugar desde las pantallas de sus celulares.
A su lado se erige un edificio imponente, que fue un centro comercial donde los trabajadores y sus familias disfrutaban de sus obligados fines de semana.
El entusiasmado guía abre camino con sus pasos mientras muestra una carpeta donde tiene fotos del antes y el después. Una familia entrando al supermercado, que hoy es reconocible solo gracias a unas heladeras gigantes oxidadas y unos carritos que, por alguna razón, ya no tienen ruedas; una mujer con un carrito de bebé sonriendo en una ciudad viva, y niños y niñas con uniformes escolares.
El centro comercial al que solo le quedó un cartel oxidado a medio caer, un parque de diversiones que nunca se logró inaugurar (su apertura estaba planificada para unos días después del accidente), con sus autitos chocadores estancados en el tiempo, y la rueda desafiando las leyes del óxido, la guardería que parece haber sido víctima de un saqueo incontrolable que dejó detrás destrucción y muerte, aunque nadie murió allí instantáneamente.
La naturaleza salvaje se abre paso por un estadio de fútbol, hogar de un equipo que, al menos según Sergei, había llegado a ser exitoso; una enorme escuela primaria y secundaria que albergaba a los que, al menos el gobierno esperaba, serían los futuros operarios de la planta, y una pileta olímpica, donde se entrenaría a los atletas que iban a representar el orgullo soviético en competencias internacionales.
Los monoblocks de Pripyat son testigo de esa vida que alguna vez fue. De la organización soviética en la que a cada familia le tocaba un departamento de iguales características, con su cocina, habitación –o habitaciones, según la familia– living y baño.
Esos monoblocks resisten el paso de la historia, permanecen parados ahí casi como últimos testigos de todo aquello. Luchan contra la humedad que se cuela por las ventanas rotas, las raíces de los árboles que reclaman su lugar como diciéndole al cemento que su momento se terminó. Y nosotros, subiendo esas escaleras, sintiendo que no deberíamos estar ahí, que tal vez algunos lugares hay que dejarlos en paz, pero ganados por la curiosidad, intentando imaginar lo que allí fue alguna vez.
Las imágenes de todo lo que podría haber sido si no hubiera ocurrido aquel error humano, al que le siguió otro que intentó esconderlo todo.
Ya es historia
Pero la nueva historia, la que surgió trasla serie de televisión Chernobyl, un éxito de la señal HBO, que recuenta los días previos y el caos tras la explosión y un poco después el eventual colapso de la Unión Soviética, puso el ojo en otro fenómeno, uno que tiene que ver más con esa pareja de británicos y sus selfies que con los errores del entonces todo poderoso Gorbachov: el turismo oscuro.
No es nuevo, pero se ha masificado, según los expertos, por una combinación entre la adicción inagotable de adrenalina y de la atención, crease o no, que experiencias poco usuales, y sus obligadas fotos pueden generar en las redes sociales.
Lo llaman turismo oscuro porque se ubica en lugares donde ocurrieron tragedias, históricas o recientes, aun cuando las heridas continúan abiertas.
Lugares como la cárcel de Alcatraz, que se hizo famosa por los malos tratos que sufrían los presos, los campos de exterminio nazis, la cueva Tham Luang, donde habían quedado atrapados doce niños tailandeses que eventualmente fueron rescatados, zonas donde se cometieron genocidios como en Ruanda... Cualquier lugar parece apto para aventureros.
Para ellos, atrás quedaron los días de vacaciones explorando ciudades, con sus majestuosas construcciones, montañas y playas. Los días de tomar dos fotos y ya, de disfrutar ese momento estando allí. Creen que visitar lugares donde ocurrieron tragedias es una forma de no olvidarlas, de rendir homenaje a sus víctimas, de aprender historia desde donde ocurrieron los hechos.
"Siempre quise ir a Chernobyl para entender lo que había pasado. Vi la serie y quería entender más. ¿Qué mejor forma que viéndolo con tus propios ojos?", me dijo Diego, un Argentino de 23 años que encontré en Kiev en otro tour el día antes de mi visita.
Caminar por este lugar, entre la maleza que lo está copando todo, explorar los edificios abandonados con los pocos muebles que quedaron atrás, pensar en las historias, las personas que aquí vivieron es, para muchos, una forma de leer una realidad casi experimentándola. Algo así como caminar las páginas de un libro de historia reciente.
Visitar las ciudades afectadas por el desastre de Chernobil en Ucrania, o los campos de exterminio nazi en Polonia, o los centros de detención clandestina en Argentina es resignificarlos como lugares de memoria.
Pero para otros, y aquí la controversia, el único objetivo de estar aquí parece ser mostrar que estuvieron aquí.
La pareja de ingleses que no le da respiro al celular, cada vez que el señor le sugiere a ella que se pare en una pila de escombros, o metales, y le pide que mire a la cámara y sonría fuerte, no hace más que alimentar las criticas de quienes dicen que este tipo de turismo no tiene más que morbo.
Chernobyl ha experimentado un aumento exponencial de turistas en los últimos años, y particularmente desde el lanzamiento de la popular serie de HBO.
De hecho, las dos principales agencias que hacen tours a la ciudad reportaron un incremento de un 40 por ciento en las reservas internacionales que han recibido el último año.
Científicos, curiosos, periodistas y, claro, influencers, hoy compiten para ver quién toma las mejores fotos de aquel pueblo fantasma. Pero una serie de fotos de instagramers que incluía a chicas en ropa interior, o posando entre sonrisas sobre lo que quedó de todo aquello, llevó al creador de la serie a publicar una critica que ya había sido hecha, una y otra vez, por los guías locales.
"Recuerden lo que pasó aquí. Compórtense con respeto por todas las personas que aquí sufrieron y se sacrificaron", dijo el guionista y director Craig Mazin en un tweet.
La controversia de los sacadores de autofotos no es única a Chernobyl. De hecho, tras una ola de fotografías en Instagram donde se veían a turistas haciendo equilibrio en las que fueron las vías de los trenes que llevaron a cientos de miles de personas a su muerte en el campo de concentración de Auschwitz, las autoridades del Museo de la Memoria tuvieron que publicar una nota que decía:
"Cuando vengas a Auschwitz, recuerda que estás en un lugar conde fueron asesinadas más de un millón de personas. Respeta su memoria. Hay mejores lugares para aprender a balancearte que en el lugar que simboliza la deportación de cientos de miles de personas a sus muertes".
En el bus de regreso a Kiev, mientras el día termina y el sol cae, el grupo de la combi viaja aun más en silencio que a la ida. Esta vez ya no hay documentales en la pantalla, que permanece apagada. El guía conversa con el chofer, algunos pasajeros miran las decenas de fotos que tomaron, seleccionan, editan, postean.
Yo, mientras tanto, pienso en esta nota, y en la diferencia entre apuntar la cámara hacia allá o hacia mí.
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