Era el verano de 2011 y en el palacio Legislativo, donde estaba como senadora desde hacía ya seis años, Lucía Topolansky, tercera en la línea de sucesión a la presidencia y compañera –no "esposa", no "mujer": ella siempre dijo "compañera"– de José Mujica, caminaba los pasillos solitariamente. El Parlamento estaba desierto; era febrero. Los pasos de Topolansky se replicaban en ecos.
–Entrá –dijo. Su despacho era pequeño: nueve metros cuadrados donde había algunas carpetas, una ventana, un escritorio. Sobre la mesa de trabajo se apoyaban papeles, una caja con té de uña de gato y una pequeña tortuga de madera que movía la cabeza como diciendo "sí". Topolansky –cabello corto, níveo, discreto– tomó asiento y sonrió.
–Decime.
La sonrisa no era tanto un gesto de cordialidad, como una sutil escenificación de la distancia. Suele decirse que Topolansky es difícil. A fines de los 60 ya la apodaban "tronca" por razones que no referían a su cuerpo –grácil–, sino a un carácter duro de voltear. Respondí con delicadeza. No estaba ahí para hablar estrictamente de ella, sino de Pepe Mujica, quien entonces era presidente de Uruguay y sobre quien debía escribir un perfil. Topolansky accedió. A lo largo de una hora habló de la gesta colectiva que había sido el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), al que ella y Mujica habían pertenecido, contó cómo esa militancia impactaba en las decisiones de gobierno, recorrió su propia vida y evocó los eventos políticos y personales que habían marcado su juventud. Entonces mencionó, sin mayor detenimiento, la Operación Estrella: una fuga carcelaria que ocurrió en Montevideo el 30 de julio de 1971, que llevó a la libertad a 38 presas políticas y que hasta el momento –no lo dijo ella: lo supe después– puede entenderse como la mayor fuga planificada de una cárcel de mujeres del mundo.
Terminada la entrevista entré en internet. En los medios uruguayos había poca información sobre ese escape. Todavía más: con el paso del tiempo, conforme iba recogiendo material, entendí que ese silencio era el síntoma de otro silencio mayor que había caído sobre la militancia femenina. Así como yo había recurrido a Topolansky para pedirle que hablara de su esposo, el relato alegórico de la izquierda uruguaya había puesto a las mujeres a la sombra a pesar de que habían protagonizado acciones extraordinarias. Quise, entonces, iluminar esa parte de la historia. Y empecé a trabajar en un libro –en este caso, sobre la fuga carcelaria– que iba en esa dirección.
–No sé si se acuerda, nos vimos hace unos años para una entrevista…
–Me acuerdo.
La segunda vez que vi a Lucía Topolansky fue en 2015, y fue para hablar expresamente de su vida y de la fuga. No fue una entrevista larga porque Topolansky siempre habló poco. Pero tuvo un pico de elocuencia en un gesto aparentemente menor: al evocar sus años presa, abrió la cartera y sacó su billetera. Era un accesorio de cuero repujado que ella misma había hecho durante la llamada "primera cárcel", una prisión que se dio en período democrático (1971), que terminó con la fuga, y que antecedió a otra prisión más larga y cruenta.
Desde los tiempos de aquella billetera –hacía ya casi 50 años– hasta el momento de la entrevista habían pasado muchas cosas en la vida de Topolansky, y también del país. Uruguay cayó en una dictadura, que fue de 1973 a 1985, salió de ella y logró tener una coalición de izquierda en su gobierno. El Frente Amplio llevó a la presidencia primero a Tabaré Vázquez (en las elecciones de 2004) y después a Mujica, en 2009, a través de un Movimiento de Participación Popular (MPP) creado por los tupamaros para entrar en la política institucional. En esa gestión de Mujica, Topolansky fue primera senadora de la República. Y también lo fue desde 2015, con el regreso de Tabaré Vázquez a la presidencia, sin imaginar que en 2017, con la renuncia del vicepresidente –bajo acusaciones de corrupción–, pasaría ella a ocupar ese cargo.
Que luego de tantos años, entonces, y luego de tantos acontecimientos, Topolansky siguiera llevando consigo un objeto hecho por ella misma en prisión era un gesto, quizás, íntimamente político.
–El día de la asunción de mando de Pepe estuvo lleno de símbolos –dijo en la charla–. Desde el público, mientras desfilaba el Batallón Florida (un segmento del Ejército especialmente involucrado en torturas en los 70), desde el público me gritaban: "¡Era hora de que los milicos te rindieran homenaje!". Apreciaban que los dirigentes del MLN no se hubieran exiliado, que se quedaran en Uruguay jugando la suerte de su pueblo.
Toda nuestra dirigencia estuvo presa y eso cayó bien, generó un prestigio. Puede parecer muy sujetivo, pero son esas razones del alma que quedan grabadas en la gente.
Me detuve en la palabra "sujetivo". Topolansky creció en una familia acomodada de Pocitos –un barrio en el este montevideano– y fue a un colegio de monjas conocido por su letra caligráfica, así que no estaba claro por qué decía "sujetivo", ni por qué más adelante diría "adatarse" o "produto". Para algunos, esas declinaciones populares del lenguaje señalan una forma de demagogia. Pero esa hipótesis anula –o deja en un segundo plano– la posibilidad de la culpa de clase.
Las fotos más antiguas de Lucía Topolansky la muestran niña y con vestido blanco, sentada en el césped y posando para la cámara junto con sus muchos hermanos. La familia era ilustrada y numerosa. Luis Topolansky Müller, ingeniero, separado y con una hija, se había casado con María Elia Saavedra Rodríguez, pariente lejana de Cornelio Saavedra, y había tenido seis hijos más, entre ellos –en 1944– dos gemelas: María Elia y Lucía. Todos vivían cómodamente, hasta que a mediados de los 50 Uruguay entró en crisis (con la posguerra mundial, Europa restringió su economía y dejó de comprarle alimentos) y tanto la vida familiar como los ánimos populares empezaron a caldearse. Al calor de ese descontento, las gemelas –ya adolescentes– se metieron a hacer ayuda social en grupos católicos coordinados por curas obreros, y al terminar el secundario hicieron un preparatorio y entraron en la carrera de Arquitectura en la universidad pública.
En esos años, Uruguay se estaba despertando socialmente. La Revolución Cubana de 1959 –la más grandilocuente de las varias gestas independentistas que avanzaban en América y África– había convencido a toda una generación de que un cambio político y social era factible a través de la lucha armada. Y en Uruguay ese esquema, que era analizado por varios partidos y movimientos, estaba tomando su forma más acabada y romántica con el MLN-T: una organización que nacería formalmente en 1965 –con el apoyo a una revuelta de cañeros, los asalariados más pobres del país– y que en cuestión de meses lograría crear su propia mística y convocaría a miles de estudiantes a sus filas.
María Elia entró en el movimiento en 1966 y, dos años más tarde, pasó a la clandestinidad. Y Lucía lo hizo en 1969, con un episodio que quedó en la historia de la agrupación. Para ese entonces, a los 24, militaba en villas y había entrado como secretaria –necesitaba el dinero– en una financiera llamada Monty. Pero, al poco tiempo de empezar, notó algo raro: al hacer los asientos contables de la compañía, vio que había nombres en código de grandes empresarios que transferían dinero a las Bahamas y a Panamá en un momento en el que en Uruguay estaban prohibidas las transacciones en moneda extranjera. Lucía entendió, entonces, que estaba en una oficina que llevaba la contabilidad paralela que un banco –el de Crédito– les facilitaba a una serie de clientes VIP, que se enriquecían trabajando la plata de los pequeños ahorristas y accionistas. Este circuito, además, se veía alimentado con préstamos, compraventa de divisas y mesas de dinero ilegales.
Lucía quedó sacudida por ese caudal de información. ¿Qué podía hacer? En esa época, la Justicia y la prensa pedían muchas pruebas antes de tomar una denuncia. Pero Lucía solo contaba con la punta del ovillo. Entonces tuvo una idea. Se contactó con el MLN, les dio información y en el acto pasó a integrar el movimiento. Finalmente, a mediados de febrero, cuatro tupamaros armados, vestidos con saco y corbata, entraron por la puerta principal del Banco de Crédito y subieron al cuarto piso, donde funcionaba la financiera. En menos de 10 minutos ataron a los empleados y se llevaron varias decenas de miles de dólares, paquetes de acciones, seis libros de contabilidad y otros documentos probatorios de la actividad delictiva de la compañía. El episodio fue tan perfecto que no hubo heridos y ni siquiera en la Monty hicieron la denuncia, ya que una investigación habría echado luz sobre los delitos económicos que se perpetraban ahí dentro. Pero en el MLN hablaron. Mediante un comunicado, dijeron que el dinero robado serviría para "solventar los gastos de la lucha del pueblo oriental" y días después difundieron una nómina de los beneficiados: hombres de negocios, funcionarios del gobierno y miembros de partidos políticos. El affaire Monty terminó con la renuncia de Carlos Frick Davies –ministro de Ganadería y Agricultura y cliente VIP de la financiera–, con algunos operadores financieros presos, con un incendio intencional –un fuego "sorpresivo" destruyó los archivos de la compañía–, y buena parte del pueblo uruguayo respaldó a los tupamaros gracias a lo que fue un ejemplo perfecto de propaganda armada: el desfalco a la Monty no sembraba el terror, sino la admiración y la simpatía populares. Tanto es así que en Estados Unidos y en Europa se empezó a hablar –como hizo la revista Time– de las "Robin Hood Guerrillas".
Fue en ese contexto heroico que Lucía Topolansky apareció en los medios uruguayos por primera vez. Se dijo que había sido la entregadora de la financiera y que estaba requerida por la Justicia. Así que tuvo que pasar a la clandestinidad. Durante dos años, con un primer nombre de guerra –Ana– y con su apodo ya ganado –Tronca–, hizo tareas diversas dentro de la 15: una columna mítica por ser estricta y militarizada, que en el auge del MLN llegó a estar a cargo de hasta cinco acciones diarias.
En la 15, Lucía confeccionaba documentos falsos –era buena dibujando y le hizo uno a quien después sería su pareja, Pepe Mujica–, y participaba de robos a bancos y demás acciones militares.
Una de las más grandilocuentes habría sido a poco de haber entrado en el movimiento. En junio de 1969, se cree que formó parte de un operativo en la General Motors pensado para darle la "bienvenida" a Nelson Rockefeller, entonces gobernador del estado de Nueva York y considerado el "banquero del Imperio".
Rockefeller estaba de gira por el sur, enviado por Richard Nixon, y recibió una especie de mensaje transversal. Cinco tupamaros lograron entrar en la General Motors –tres se disfrazaron de militares, dos treparon un alambrado–, bañaron con combustible la administración y ocho autos de la empresa encendieron el fuego y huyeron en un auto que los esperaba afuera. Lucía jamás lo admitiría, pero se cree que era una de las dos personas que aguardaban en el coche.
–Cuando sos una gurisa pensás las cosas con otra cabeza –dijo en la entrevista–. De repente, a la edad que tengo ahora le hubiera puesto más reflexión al asunto. Pero pertenezco a la generación sobre la que impactó la Revolución Cubana y las cosas hay que verlas en ese contexto. Estábamos convencidos de que podíamos hacer la revolución. Convencidos. Y cuando tú estás motivado, obviamente el riesgo se ve de otra manera.
En 1971, Lucía cayó presa por primera vez. Era enero. En el MLN habían secuestrado a Geoffrey Jackson, el embajador de Inglaterra en Uruguay, y el presidente de entonces, Jorge Pacheco Areco, dictó el estado de sitio. Cuando Topolansky fue detenida –la encontraron en un local clandestino–, la captura le cambió el humor al gobierno: se sentían triunfales. La policía relacionaba a Lucía no solo con el affaire Monty y el atentado a la General Motors, sino también con el secuestro de Jackson: creían que había participado del robo del Peugeot 404 que se había usado para el trasbordo del embajador.
Lucía fue llevada a la cárcel de la Central de Jefatura, el paso previo a la cárcel de Cabildo (el penal de mujeres), y ahí fue expuesta a la prensa. Los medios la vieron rubia, teñida, pelicorta. Llevaba un vaquero azul, sandalias marrones y una camisa celeste abrochada en las muñecas. "Por primera vez un tupamaro enfrenta a los periodistas", publicó al día siguiente el diario La Mañana. "Cayó la Topolansky, otra jefe tupamara", tituló El País, que acompañó el texto –donde la tildaban de "activista antisocial"– con dos fotos. En una, de perfil, se ve la nariz picuda –luego se la operaría, para despistar a los militares– y una delgadez filosa, que es fruto de la genética, pero también del cansancio. Y en la otra, de frente, se ven sus ojos. Lucía mira a cámaras con el semblante opaco, como si hiciera un esfuerzo por esconderle al mundo su parte blanda.
–¡Patria para todos o patria para nadie! –dicen que gritó antes de irse.
Junto con la prensa gráfica también había cámaras de televisión. Lucía gritó para ellos, sin saber que, también en televisión, el material se edita. La línea fue retirada.
Cuarenta días más tarde, en febrero de 1971, aun cuando no se pudo comprobar su participación en el secuestro de Jackson ni en el incendio de la General Motors, fue procesada por asociación para delinquir y atentado a la Constitución en grado de conspiración, y fue trasladada a la cárcel de Cabildo. Un penal que se diferenciaba de Punta Carretas –la cárcel de hombres– por algo más que la composición de género.
–En la de hombres había más caciques que indios. Acá había más indios que caciques, entonces nadie daba cátedra de nada –resumió Topolansky en la charla.
Llegó tranquila. Para ese momento ya estaba al tanto de que habría una fuga –se daría por las cloacas–, así que no bien entró pasó a formar parte de una comisión encargada de los detalles. Debían tomar medidas para identificar el lugar exacto donde debía hacerse el boquete que conduciría al sumidero; había que tantear gradualmente a las compañeras –para ver cuáles querían fugarse– y tenían que organizar la ropa: hacía falta encargar zapatos y confeccionar polleras para que al salir de las cloacas pudieran ponerse ropa en buenas condiciones, que no despertara sospechas en la calle.
Décadas después, muchas recordarían a Lucía preguntando talles de calzado con una insistencia que a algunas reclusas les resultaba irritante. Pero otras la recordarían serena, dibujando. Era buena en eso. Le hubiera gustado cantar o bailar clásico, pero las facilidades las tenía con el dibujo. Lucía conocía los pasteles, las acuarelas, la carbonilla –solo le quedaba dominar el óleo– y en la cárcel podía pasarse horas dibujando crines de caballo o paisajes encendidos. La libertad para Lucía no eran las palomas volando: era el color. Algunos de esos dibujos los transfería al cuero repujado. Llegó a hacer con ellos un calendario que tenía un motivo y un dicho del Martín Fierro en cada mes. Había hecho los 12 meses de 1971, aun cuando a la mayoría, en ese pabellón, el calendario se le reiniciaría el 30 de julio: el día de la fuga. Pero pocas lo sabían. La información no podía filtrarse al resto de las presas –que se enterarían a último momento– y ese silencio incluía a su hermana, María Elia, quien había caído en mayo, tres meses después. Y con quien Lucía no se dirigía la palabra.
Había razones para no hablarse. Todas eran políticas.
Tiempo atrás, María Elia había planteado divergencias con el MLN –le parecía que estaba tomando rasgos especialmente espectaculares y violentos, que estaban llevando a toda la militancia a la cárcel– y, al no sentirse escuchada, había fundado una fracción disidente, el FRT. Desde entonces era considerada una traidora por los tupamaros, y por lo tanto también por Lucía, quien ni siquiera se acercó a saludarla el día que María Elia entró en el pabellón.
Ese gesto fundó una distancia que todavía hoy, de un modo más atenuado, se mantiene. Las gemelas Topolansky se ven poco. Tanto es así que el día que Pepe Mujica asumió como presidente, María Elia se quedó en Paysandú, donde vive desde hace décadas.
–La cruda verdad es que a ella le dio una bronca bárbara tener una hermana discrepante. Es como ahora: yo tengo bastantes diferencias con ella. Nos hablamos muy poco… lo de la conexión entre gemelos es puro mito. Cuando tenés una vida como la que he tenido yo, tu familia en general son los compañeros: eso es más fuerte que la sangre –dijo María Elia en 2016, cuando la entrevisté en su casa de Paysandú.
María Elia Topolansky es una de las cabezas más lúcidas que tuvo y tiene la izquierda uruguaya. Así que este extracto, relacionado solamente con su hermana, es de alguna forma un recorte injusto que ayuda a entender –para eso está– que sobre Lucía caen, también, miradas severas. Y que vienen de la misma izquierda.
–Como María Elia era del PRT, a Lucía le decíamos "la oficial". Y ahora le decimos "la oficialista" –me dijo también, tiempo atrás, Mirtha Fernández Pucurull, militante fugada de la cárcel de Cabildo. Algo parecido opinó Lía Maciel, tupamara, una mañana de 2015 en la que me llevó en su auto viejo hasta el Palacio Legislativo, donde debía encontrarme con Lucía Topolansky.
–Fijate dónde está ella y dónde estamos nosotros. Uno opta. Tomar el poder no era el objetivo del MLN –dijo.
Esa mañana bajé del coche y caminé una cuadra por la avenida General Flores: una arteria ancha y sacudida por un viento que hacía volar bolsas de plástico. A metros del Palacio había un único bar desangelado. Se llamaba Paganos y en lugar de la "o" tenía una pizza mordida. Ese bar y esos alrededores resumían, en cierto modo, una moral austera. El estacionamiento para legisladores era de acceso público –cualquier ciudadano podía ver los autos de sus representantes– y el ejercicio del poder parecía ser una condición casi barrial. En el caso de los funcionarios que –como Lucía– pertenecían al MPP, había y sigue habiendo un tope salarial, y por fuera de ese monto se destina dinero a un fondo de ayuda para los militantes y sus familias.
–¿Nunca te tentaste de comprar algo lindo, aunque fuera un poco caro? –pregunté esa segunda vez.
–No –Topolansky rio–, ¡nosotros estamos convencidos políticamente! Es muy fácil dar lo que sobra, nosotros vamos por otro lado.
Desde hace más de una década, Lucía Topolansky vive en Rincón del Cerro, en una chacra sencilla donde puede verse un campo arado y algunos perros sin raza. Ahí pasa los días con Pepe Mujica. Empezaron a estar juntos en 1972, pasaron más de 10 años separados por la llamada "segunda cárcel" –tras la fuga, Lucía volvió a caer y fue a Punta de Rieles, donde estuvo 13 años, mientras que Mujica entró en un sistema de "rehenato", que lo dejó profundamente averiado–, y se reencontraron con la llegada de la democracia.
–En aquellos años en que andábamos a las corridas todo era "ya" –dijo Topolansky–. Era muy difícil el después. Todo era "hoy" porque mañana no sé si voy a estar. Toda relación humana quedaba atravesada por esa urgencia.
–Pero ¿no había flechazo?
Algo se ablandó en su rostro.
–Por supuesto que existe la afinidad, el amor, el flechazo, la química o ponele el nombre que quieras.
–O sea que podía existir, entre militantes, un pensamiento como "qué lindos ojos tiene".
–Claro. Eso es lo único que te sostiene. Te aferrás a esas cosas. La relación con Pepe pasó por tres etapas: la de los ojos lindos, luego una larga etapa de separación donde el recuerdo de eso te sirve como un oxígeno, y después una etapa que es esta, en la que logramos reencontrarnos y reconstruir todo.
En el año 2005, Topolansky y Mujica se casaron en la cocina de la chacra. Los testigos fueron los vecinos –unos que viven en el mismo terreno y otros que tienen un quincho en la esquina– y el evento duró poco más de una hora.
–Sí. Un día a Pepe se le ocurrió casarse y nos casamos –resumió Topolansky.
–Pero ¿te gustó la idea?
–Ehh… psé en realidad, en concreto, no me varió en nada, ¿no? Porque en Uruguay está aceptado el concubinato y está reconocido con los mismos derechos, y yo siempre fui medio anarquista desde chica, veía cómo mis tías y mis primas se complicaban la vida para casarse, así que siempre tomé opciones de andar media libre. Sin ninguna atadura. Y bueno, yo no tuve ataduras de ningún tipo.
Hubo un silencio.
–No sé qué habría pasado si hubiera tenido un hijo en esa época. Pero no tuvimos.
Muchas tupamaras pasaron su vida fértil entre rejas. Es por eso que pocas tienen hijos. En el caso de Lucía y Pepe encontraron, sin embargo, una forma de expandirse. En la chacra, a lo largo de estas décadas, creció una familia. Se trata de un matrimonio que llegó al terreno con una beba en brazos y sin lugar donde vivir, y a los que Lucía y Pepe les ofrecieron instalarse en una construcción que había dentro del lote. La familia aceptó, pero lo hizo con reglas propias. No bien entraron, tapiaron las ventanas y solo dejaron libre la puerta.
–Venían de lugares difíciles –contó Topolansky–. No estaban acostumbrados a querer mirar lo que hay afuera.
Topolansky, entonces, empezó a acercarse a conversar. Durante meses tomó mate y les habló de bueyes perdidos, hasta que estableció un lazo de confianza que le permitió, finalmente, dar una opinión.
–Es tan importante la luz natural –les dijo.
Y con ese gesto que es personal y político –en Topolansky, ambas esferas son la misma– los convenció de tener ventanas.
Fragmento de 38 estrellas, de Josefina Licitra (Seix Barral)
"Cuatro mujeres juegan al truco sentadas sobre una alfombra.
–Voy –dice una.
Mira a su compañera y apoya un naipe sobre la tela gastada.
–Envido –dice otra.
Se hace un silencio breve, impuro. Lleno del ruido doméstico del resto de las presas en el pabellón. Las cuatro miran el lienzo donde están las cartas. Está dispuesto bajo una luz lívida y plana, y sobre una superficie irregular. En lugar del suelo, debajo hay una tabla. Cubre un agujero fresco, recién hecho, de unos 80 centímetros de diámetro.
–Anda cargada –dice una tercera y se dirige a su pareja: –Digo que no.
–Entonces no –dice la cuarta.
Pausa.
Una jugadora anota un punto en un papel de armar cigarros. Parece concentrada, y lo está. Pero no en el juego de cartas.
En unas horas, si todo sale según lo planeado, estas reclusas –y las que están mirando televisión, y las que preparan la cena, y las que rondan las habitaciones fingiendo hacer actividades de rutina– correrán la alfombra y la tabla y se escurrirán por el boquete hasta perderse por las cloacas de Montevideo: una ciudad chica –apenas supera el millón de habitantes–, donde solo se desaparece bien si se está bajo tierra.
–Así que la gente cargada te da miedo… –una de ellas hace un guiño–. Pah, qué cobarde resultaste…
Las compañeras festejan la ironía con una sonrisa discreta. El aire fétido, ganado por las emanaciones cloacales que vienen del pozo, les recuerda que están en la línea de largada de una carrera orquestada por gente capaz de sobreponerse al temor. Desde afuera, durante tres semanas, una cuadrilla secreta cavó silenciosamente el último tramo del conducto –el que une el penal con las redes de desagüe subterráneas– y pasó por debajo de las botas de las decenas de guardias que vigilaban el perímetro de la cárcel".
Josefina Licitra
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