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El trayecto que une al té asiático con el juego de té europeo recorre siglos de historia. La infusión era popular en China. En cambio, cuando desembarcó en Japón, en el siglo VI, sólo se consumía en los monasterios. Los monjes budistas realizaron la primera ceremonia del té. Se sentaban en rueda e iban pasándose el cuenco, que tomaban con las dos manos, para darle un sorbo. La rigidez monacal fue relajándose y hacia el siglo XIV todas las clases sociales de Japón tomaban té.
Los primeros en tomar el té en Europa
¿Y en Europa? Los holandeses lo llevaron al continente y, por lo tanto, se convirtieron en los primeros en consumirlo, en 1606, seguidos de Francia (1636) e Inglaterra (1657). Todos, con azúcar. Los nobles franceses le agregaron leche y más adelante fueron los rusos quienes sumaron la rodaja de limón.
La incorporación del azúcar y la leche derivó en la aparición de la cucharita. Luego fue el turno del platito contenedor, para que no se desparramara el líquido al revolver. Por último, para no quemarse las manos, los ingleses sumaron el asa de la taza. Allí, la exótica bebida oriental modificó los hábitos de alimentación. El clásico desayuno de los británicos pudientes consistía en carne y ale, un tipo de cerveza ligera, que luego se completaba con un almuerzo liviano. Pero, a medida que la planta china fue ganando espacio, el desayuno se transformó hasta convertirse en un menú integrado por té, pan, pastelitos y frutas en almíbar. Esto obligó a sumar más calorías en el almuerzo. El próximo paso fue incorporar el té de las cinco, que venía instaurando la corona, para reponer fuerzas.
En la tierra del mate...
En Sudamérica, donde reinaba el mate, la infusión oriental llegó con los ingleses, quienes mantuvieron puertas adentro la ceremonia del té de la tarde. En la década de 1850 era conocida la costumbre británica, aunque no arraigaba en la población. Pero quien le dio visibilidad y llevó el té a los hogares criollos fue un presidente argentino.
A partir de 1863, Bartolomé Mitre tomó la costumbre de organizar tés con políticos y funcionarios. Entre los primeros, figuró uno con legisladores, el 20 de junio, para discutir diversos temas de agenda. Mitre organizaba estas reuniones con cierta regularidad, con lo que el té pasó a ser una práctica social común.
Mientras el litoral se mantuvo firme con la yerba paraguaya, en otras ciudades, el té se metió, no solo en la tarde, sino también en la sobremesa de las comidas.
En sus Memorias de mi lejana infancia, Zelmira Garrigós recordaba que hacia 1880, “todos los días se servía en el almuerzo tremendo puchero, después otros platos y se terminaba con té con leche”. Cochonita Zorrilla de San Martín también dejó testimonio en Momentos Familiares. Contó que aproximadamente hacia 1910, su padre “invitaba a comer a muchas personalidades y lo hacían en el comedor, en la mesa larga, con toda la pompa: cubiertos de plata, cristalería, etc. Al final era costumbre escuchar música clásica y, después de las 12 de la noche, tomaban té con leche”.
Los registros de reuniones de té corresponden a ese período
Comencemos con Zelmira Garrigós, quien alternaba entre Mendoza y Buenos Aires.
Llegamos al momento culminante de las reuniones de los sábados: la hora del té. Se lo tomaba entre las 4 y las 5 de la tarde en la sala, donde estaba la mesa de dos pisos. Arriba, la bandeja con el juego de plata. Abajo, las golosinas.
Cada familia tenía su especialidad. La nuestra era la de los suspiros, unos merenguitos del tamaño de un bocado, muy cremosos por dentro, blancos o rosados. Encerraban un pedazo de nuez, de almendra o de frutilla, cuando las había. Eran deliciosos. Nadie logró hacerlos tan ricos como los de casa.
Lo difícil era el punto exacto del almíbar y la cantidad proporcionada al número de claras. Para batirlas, se precisaba la ayuda de la cocinera, de la mucama y del cochero, por las cantidades fabulosas que se hacían y se acababan en seguida.
A estos merengues se agregaban los bizcochuelos, también muy mentados, y los alfajores de arrope que nos mandaban los parientes de San Juan (los Igarzábal, Tomasa y Rafael, que luego fue diputado nacional), los alfeñiques y las pasas de higo blanco, tiernas, deliciosas.
Zelmira dejó testimonio de cómo debía prepararse el té en los lejanos tiempos de la primera presidencia de Roca. Según veremos, una joven debía estar entrenada para hacerlo no solo al actuar como anfitriona, sino también cuando visitaba otra casa:
El mejor té era el que se importaba. Poseía un sabor y un perfume inolvidables. Jamás he vuelto a saborear otro tan rico. Se envasaba con algo de sus florecillas, lo que le daba un aroma especial.
El té de entonces lo preparaba la dueña de la casa, sus hijas o alguna de las jóvenes que estaban de visita. Debía hacerse con todas las reglas del arte.
Se calentaba el agua en el samovar y se echaba un poco en la tetera para humedecerla y calentarla, derramándola luego en la taza de las borras.
Cuando el agua soltaba el primer hervor, se medía la cantidad según el número de tazas a servirse, se le echaba el agua hirviendo y se cubría con el cubre-tetera, dejándolo infusionar durante cinco minutos antes de servirlo con leche cruda.
Para esto se distribuían tres mesitas de tamaños decrecientes, las cuales cuando no estaban en uso formaban una sola, encajando las menores dentro de la mayor.
Mariano de Apellaniz recordaba los tés en la casa de su abuela, Susana “Pototo” Torres, en los años 20. “Se servía a las cuatro y media de la tarde, ya que Pototo adaptaba el horario a nuestra conveniencia. Así de esa forma, a la salida del colegio, íbamos rectamente a Callao a disfrutar de ese momento y luego podíamos seguir con nuestros estudios y lecciones particulares”. Por el conocido afán receptivo de Pototo, era habitual que llegaran al menos unas diez visitas inesperadas que repartían sus gustos entre el té con leche o el espumoso chocolate. Por ese motivo, la mesa presentaba una interesante variedad. La memoria del nieto registró los Bizcochos Viennois y los alfajores de Cané, cuya fórmula tomamos del recetario de María Varela de Beccar, publicado por Marcela Fugardo.
Alfajores de Cané:
Una docena de yemas. Una sola clara. Una cucharada de grasa muy desecha con una cuchara hasta que quede como manteca. Una cucharada de levadura fresca, disuelta en un poquito de agua un poco más que tibia. Un poco de sal disuelta en dos cucharadas de leche más o menos.
Se baten bien las yemas y clara en una vasija.
En la misma se va echando harina de a poco, revolviendo para que se mezcle bien. Se le agrega lo demás y se echa la harina necesaria para que la masa se ponga en estado de sobarla.
Después de sobada la masa se hace un bollo y se deja a leudar como tres horas. Luego se extiende y se cortan las tapas del tamaño y forma que se quiera. Antes de poner las tapas en las latas, se pinchan con un tenedor. El horno no ha de estar muy caliente, y al momento de ponerlas en él, se dan vuelta y si están algo arqueadas se aplanan con un cuchillo cuidando de no romperlas. Después se le pone el dulce y el baño blanco, y se vuelven a poner un momento al horno.
La frase “tomar el té”
Atravesó generaciones y quedó incorporada en el lenguaje local, pero una de sus principales difusoras la calificó de elitista. Veamos:
Henry Walsh, inmigrante inglés, trabajaba en el ferrocarril. En su su hogar siempre se observaron las rígidas costumbres inglesas. Así lo hicieron Susana y María Elena, hijas del segundo matrimonio del inmigrante. “A las cuatro en punto de la tarde, invierno o verano, se tomaba el té con leche, cosa que los chicos detestábamos. Hubiéramos preferido el tazón de café con leche, pero debíamos tomar té”, contó María Elena Walsh, evocando las tardes de los años 30 en la casa de Villa Sarmiento (Morón, provincia de Buenos Aires).
La autora de “Canción para tomar el té” contó en una entrevista televisiva: “Esta es una canción muy elitista porque se supone que la gente paqueta, los chicos regios, toman té. Los otros, el resto, toman leche o el chocolate o el café con leche”.
Por lo tanto, “estamos invitados a tomar el té, la tetera es de porcelana, pero no se ve, yo no sé por qué”, resultó ser una canción de protesta.
(el texto pertenece al nuevo libro del autor: Grandes historias de la cocina argentina)
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