Tom Lehman, lo que el éxito no da
Es un golfista multimillonario y consagrado, también a la fe. Altruista y de bajo perfil, de visita solidaria a la Argentina cuenta por qué siente la necesidad de ayudar
El torso erguido, las manos una sobre la otra en la mesa, las piernas largas como dos ganchos colgados de la silla, los pies pesados en el suelo. Tiene una mala noticia, pero no necesita resaltarla para generar impacto. Su cuerpo parece no estar ahí. Sus ojos sí resaltan. Están encendidos en una mirada turquesa cuando dice que el éxito no es lo que uno supone. Que esa clase de triunfo que millones de personas buscan cada día no tranquiliza cuando uno lo tiene. Que no llena. Que no da paz.
Cuando uno lo tiene, se da cuenta de que el éxito no da paz, dice.
Después, parpadea. Calmo.
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Tom Lehman es un hombre exitoso. Es una estrella dentro del mundo del golf. En 1996 logró el punto culminante de su carrera cuando ganó el Campeonato Abierto Británico (uno de los cuatro grandes torneos de Grand Slam en el golf). En abril de 1997, fue durante una semana el número uno del ranking mundial. Ganó cinco veces el PGA Tour (el circuito de golf más importante del mundo) y triunfó en por lo menos otros 15 certámenes profesionales, entre el Nationwide Tour, el Champions Tour y otras giras internacionales. El domingo 30 de mayo último, ganó el 71er. Senior PGA Championship, uno de los títulos más relevantes de la temporada. También es multimillonario. Y, a la vez, una de las personas más respetadas por compañeros y contrincantes deportivos. Porque tiene una performance ajustadísima de golpes precisos. Y porque luce algunos rasgos de humanidad poco comunes en el mundo de la alta competencia. Tal vez, porque conoce la sensación de plenitud que da una victoria. Pero le tomó el tiempo. Y sabe lo poco que dura. Porque sabe que el éxito no es lo que uno supone.
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Thomas Edward Lehman nació el 7 de marzo de 1959 en Austin, Minnesota, Estados Unidos -una tierra de inviernos sepultados en nieve y veranos sofocados en humedad-. Fue el hijo del medio de los tres que tuvieron Jim y Barbara Lehman. Nació en una familia de fe. Una fe que, nevara o tronara, lo arrastraba a misa cada domingo.
-Y no era como ahora, que hay reuniones para niños. En esa época te sentabas con tus padres y te aburrías. Era una hora de pararse, arrodillarse y sentarse [se ríe].
Creció con una consigna clara. Un día, su padre (jugador profesional de fútbol americano) lo anotició de todo lo que se esperaba de él: que hiciera lo que hiciera con su vida, pero que siempre diera lo mejor.
El golf se le apareció cuando tenía 11 años. Al principio, uno más de los muchos deportes que había que practicar en la escuela -las especialidades las definía el clima: fútbol en otoño, básquet en invierno, hockey en primavera y béisbol o golf en verano-. Y se le impuso a los 13 años, cuando vio que empezaba a resignar (y a perder) partidos de béisbol por su culpa.
A los 19 ya era uno de los mejores golfistas del norte de los Estados Unidos. Mientras, intentaba estudiar arquitectura, pero era ahuyentado por el decano de la facultad, que lo intimaba a definirse: o la arquitectura o el golf. Se definió. A los 22 ya era un profesional... del golf. Con el tiempo combinó sus torneos con la carrera de Administración de Empresas. Se recibió. Pero su empresa siguió siendo el deporte de las reglas claras y la concentración extrema. El deporte honorable.
-El golf es un deporte honorable. Los jugadores son enseñados a respetar las reglas y a autocontrolarse. No hay atajos. Cuanto más fuerte trabajás mejores resultados obtenés. Como es un deporte lento tenés mucho tiempo para pensar. Y esto no es fácil, porque hay una tendencia a pensar en el resultado. Por esa razón el golf en el máximo nivel es, sobre todo, mental. Necesitás concentrarte en la única cosa sobre la que tenés control: el próximo tiro.
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Tom Lehman llegó a la Argentina por la relación que tiene con la Iglesia Presbiteriana San Andrés, en Olivos, una comunidad que lleva 180 años en el país y que junto a la Escuela Escocesa San Andrés y a la Universidad de San Andrés conforman la Red San Andrés. El impecable trabajo solidario de esta red era uno de los mayores intereses de Lehman al decidir viajar al sur del mundo. También el trabajo social de su colega el golfista argentino Eduardo "Gato" Romero con su fundación. Y también -esto es lo que cubrieron con generosidad los medios-, participar del 22º Torneo de Maestros en el Olivos Golf Club, en diciembre último. Para todo eso viajó con su esposa, Melissa, y con Les Hughey, pastor de la iglesia de la cual Lehman es un miembro altamente comprometido en Arizona y su caddie durante el torneo.
Lo que se sabe: Lehman ganó el torneo. Le bastó una tarjeta de 70 golpes (-1) en la última vuelta para adjudicarse el título por cinco golpes y cerrar la semana vistiendo el saco azul en el Olivos Golf Club.
Lo que no se sabe: los 55.200 pesos (unos 14.450 dólares) que ganó fueron donados a la Fundación de Eduardo "Gato" Romero. Pero Lehman no habla de eso. No está interesado en que se sepa. "No quiero que lo que se diga al respecto me refleje a mí, sino más bien a la Fundación de Romero, su persona, su familia y todos los que están involucrados en ella", pedirá por correo electrónico una vez que se le mencionó que era un tema insoslayable. Digámoslo entonces: la Fundación Gato Romero es una iniciativa de Gabriela Nasif, Sergio Supertino y Romero, quienes hace once años se propusieron desarrollar acciones solidarias dentro del ambiente del golf para sustentar obras benéficas.
Romero confirma la donación ("sí, sí... por supuesto que fue así", dice) y cuenta que fue el propio Lehman el que se le acercó ya hace tiempo, apenas se enteró de que tenía una fundación. "Lo conozco hace muchos años. Se enteró de la fundación y se acercó para ver cómo podía colaborar. Ya es la tercera o cuarta vez que colabora con nosotros. El se dedica a ayudar a mucha gente."
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Miércoles. Nueve y media de la mañana. El encuentro es en una iglesia. Un sol traslúcido barniza la copa de un árbol y el verde fresco se mete como una escenografía por el ventanal del primer piso de la Iglesia Presbiteriana San Andrés, en Olivos. Ahí, concentrado pero calmo, está Lehman.
La primera impresión es de limpieza. Es un hombre pulcro. De aspecto, de movimientos, de palabras. Si no fuera por esa mirada blanda que tiene, su tamaño -1,84- impondría otra distancia. Su rala cabellera es completamente blanca y la lleva prolijamente recortada. Tiene las manos muy grandes. Y su timbre de voz -un inglés masticado, como de cowboy de película- no varía ni siquiera cuando habla de temas delicados como, por ejemplo, su dinero.
Sus ingresos como golfista profesional pueden dejar sin aliento: sólo en concepto de premios en el PGA Tour acumuló 21.066.573 dólares. En el Champions Tour, la gira de veteranos, 1.383.175 dólares. Y a estos números deberían sumarse los ingresos por sponsors, clínicas y exhibiciones.
-¿Recuerda cuándo el golf le hizo ganar dinero por primera vez?
-A los 22 años, cuando me hice profesional. El primer torneo que gané fue en el norte de Dakota y era muy pequeño en importancia.
-¿Cuánto ganó?
-Me pagaron con cuarenta billetes de cien dólares. Nunca había tenido cien dólares en mis bolsillos y de repente tenía 4 mil. Quedé impactado [se ríe].
-¿El dinero fue una motivación para decidirse por el golf?
-No, no, no... Si uno quiere ser exitoso, el dinero no puede ser una de las metas. No puede ser un estímulo. Es uno de los desafíos que hay que enfrentar. Si jugás simplemente para hacer dinero se pone realmente difícil. Ahí es donde muchos fracasan. Si uno juega porque quiere ser el mejor, y lo hace de la mejor manera, el dinero vendrá como consecuencia. Mis primeros diez años con el golf fueron todo un esfuerzo. Fue realmente difícil. Ganaba para vivir, pero no podía ahorrar ni un dólar. Ganaba diez y gastaba diez.
-¿Cuál era la motivación?
-Cuando uno juega como amateur la motivación es simplemente ganar el trofeo. Después, cuando jugás profesionalmente, la gente empieza a medir lo bueno que sos por la cantidad de dinero que ganás. Por eso el dinero se transforma en un obstáculo. Se convierte en una gran presión.
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El desapego con el que Lehman habla del dinero tiene que ver con una imperturbable escala de valores. Con algo que para él es mucho más relevante que su éxito y sus millones. Algo que tal vez comenzó a formarse mientras era el pequeño al que sus padres arrastraban a misa cada domingo a la mañana. Algo que volvió a aparecer cuando tenía 15 años. Lo llama "el clic", y fue cuando se dio cuenta de que su vida (levantarse, desayunar, ir a la escuela, entrenar, cenar, acostarse y volver a empezar) no podía ser "la" vida. Que esa rutina -capaz de asfixiar ya a un chico de 15 años- no podía ser todo. Cuando habla de eso a Lehman la boca se le llena de palabras grandes. Dios, vida, trascendencia. Conceptos inabarcables que en su boca suenan claros, casi concretos.
-No importa si sos rico o pobre, negro o blanco, argentino o norteamericano... A cierta altura de tu vida te das cuenta de que necesitás a Dios. Y yo me di cuenta de que, aunque me habían llevado a la iglesia toda mi vida, Dios no tenía ninguna influencia. No significaba nada para mí.
-¿Cómo se llega a una conclusión como esa?
-Pensando que tiene que haber una razón mucho más trascendente que vivir para cumplir una rutina. Yo no creía que uno simplemente naciera, viviera y muriera. A mí no me cerraba eso. Y empecé a buscar.
-¿Qué encontró?
-Me di cuenta de que había una necesidad para que Dios estuviera en mi vida. Que Dios nos creó y nos puso en este mundo con un propósito.
-¿Influyó ese paso de fe en su carrera como deportista profesional?
-Sí, absolutamente. Para mí, las palabras de Jesús son contracultura. La Biblia dice que si alguien te pega en una mejilla hay que ofrecerle la otra. Pero nuestra sociedad dice todo lo contrario. Dice que, si a uno lo agreden, uno debe responder, y que si no lo hace muestra debilidad. Y a veces no responder como la sociedad espera termina siendo una ventaja. Para mí, responder con gentileza, con amabilidad a alguien que es agresivo conmigo no es una señal de debilidad, sino una elección.
-Debe de ser difícil mantener esta filosofía de vida en medio de un mundo de furiosa competitividad como el del deporte profesional... ¿Cómo hace para sobrevivir?
-Me limito a hacer lo mejor que puedo y dejo los resultados en manos de Dios. Así puedo esperar lo mejor para mis competidores. Querer lo mejor para el otro y a la vez hacer lo mejor que puedo es algo que me cierra como actitud de vida.
-¿Le cuesta mantenerla?
-No, porque cuando algo va mal, en vez de tener resentimiento con mis competidores, me enojo conmigo mismo.
-¿En algún momento sintió culpa de ganar dinero y ser exitoso?
-No, porque yo creo que hay una razón para eso. Yo he ganado muchísimo dinero, pero para mí eso no es importante. Siento que Dios puso en mi corazón el deseo de ayudar a que el mundo sea un mejor lugar.
El colaborador de Lehman suena cordial, pero terminante.
-Lamentablemente tenemos que partir. Tenemos el tiempo justo para pasar por el hospital.
Lo acompañamos.
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Pasar por el hospital era lo último que Lehman iba a hacer en la Argentina. Y una de las cosas que más le importaban. Pasar por el hospital era ir, como un perfecto desconocido, a donar mantas a los bebés internados. Pasar por el hospital, dijo después, fue una de las experiencias más conmovedoras que tuvo.
En el hospital de San Fernando nadie sale a recibirlo. Nadie sabía que vendría. Sólo Loida Mejías, miembro de Red San Andrés-Iniciativas Sociales, y María Lasalle, de la Fundación Cruzada por la Vida, dos personas y dos asociaciones que desarrollan acciones sociales en el lugar.
Lehman avanza en silencio arrastrando una gran valija con rueditas por los pasillos. Ahí lleva las mantas. Lo acompañan Melissa, su mujer; Les Hughey y Chris, la mujer de Hughey. Nadie en ese lugar de sufrimiento anónimo sabe que el hombre que está ahí -camisa de lino color tiza, vaqueros gastados, cinturón de cuero trenzado y reloj dorado- es un deportista conocido.
Lehman se asoma cauto a los cuartos compartidos por dos, tres o cuatro mujeres. No ve las inscripciones garabateadas en marcadores que salpican las paredes blancas. Tampoco el cartel que recuerda: "La higiene es parte de una buena salud. Por favor, traiga a su niño debidamente bañado". Clava la mirada en las madres. Se les acerca con timidez y pregunta. Que cómo se llama el niño, que cómo se llama la madre, que qué tiene el niño, qué cuánto hace que está internado.
Joanna es una mujer de metro y medio, ojos rasgados, tez oscura y rasgos duros. Acaba de tener a Alma y a Milton. Y está sola. Su compañero está preso. María cuenta que a su Román, de 10 meses, le hicieron una traqueotomía. Román, entubado como está, se ríe a carcajadas. La mamá de Valentina la carga por los pasillos del hospital. La nena tiene seis años. Tiene asma. Tiene neumonía. Tiene tristeza porque está internada en vez de estar en la fiesta de egresados de su jardín. Le salen las cánulas del oxígeno de la nariz y le cuelga el suero de un brazo. Y llora, no de dolor, de tristeza.
Dignas. Con esa extraña dignidad que da el sufrimiento, todas reciben su manta marrón, con textura de peluche, con una guarda cuadriculada en dos tonos de marrón y con la etiqueta que dice: "For Babies".
-Es una manta que todas las madres usan en los Estados Unidos porque guarda el olor de la mamá. Y porque por su textura tiene algo de animal -explica Melissa, la mujer de Lehman.
En un pasillo aparece -guardapolvo blanco, estetoscopio colgado del cuello y carpeta llena de papeles- el doctor Ricardo Julio, jefe del servicio de Tocoginecología. Aparece, visiblemente sobrecogido.
-Qué bien. Estamos realmente sorprendidos de que alguien venga a regalar algo. Los felicito y les agradezco. Y como dicen ustedes: Nice to meet you.
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Horas después, el recorrido por el hospital termina. El metro ochenta y cuatro de Lehman se acerca con sigilo de golfista. Quiere saber si el periodista es cristiano. Le preocupa porque, dice, visto de afuera, a veces pareciera que los cristianos hablaran con cierta superioridad y juzgaran sin ningún derecho. Quiere aclarar que todo lo que él dijo es dicho con humildad y que de ninguna manera pretende juzgar. La Biblia habla de humildad, dice.
-¿Qué hace que en un mundo en el que uno se acuerda de Dios cuando las cosas van mal usted, exitoso, millonario, se acuerde de Dios? ¿Por qué acordarse de Dios en las buenas?
-Esa es la parte más difícil. Lo que uno normalmente escucha sobre los creyentes es que somos una manga de hipócritas. Pero, en definitiva, todos tenemos códigos sobre cómo queremos comportarnos en la vida. Y todos rompemos nuestros propios códigos. Uno puede sentirse orgulloso de lo paciente que es y, de repente, está en medio de un atolladero de tránsito y lo primero que hace es apretar la bocina como un loco. Si es por eso, todo el mundo es algo hipócrita. Los creyentes somos humanos y no siempre cumplimos con nuestros códigos. Lo importante, lo que nos diferencia, es pensar que tenemos un Dios que nos creó y nos quiere perdonar pese a nuestros excesos. La diferencia en mi experiencia es que yo pido perdón a Dios por mis códigos rotos. Y eso hace que pueda seguir sin cargar esa cruz por la vida.
La voz se le hace honda, un trueno. Se detiene. Piensa.
-Al principio, cuando no tenía nada, me di cuenta de que necesitaba a Dios. Ahora, con el dinero y la fama me doy cuenta de que lo necesito mucho más. El tema es que lo más importante que Dios tiene para darnos son cosas que no vemos. No se pueden dimensionar la paz, el amor. Pero uno puede sentir en su interior que tiene paz. Y Dios vino para darnos paz. Cuando uno tiene éxito, se da cuenta de que el éxito no da paz. Da una sensación momentánea de placer. Pero eso pasa...
-¿Cuánto tarda en pasar?
-Una semana o dos días... Como sea. No dura nada.
Después, parpadea. Calmo.
Agradecimientos: Douglas Robertson, Gastón Saiz, Iglesia Presbiteriana San Andrés, de Olivos ( www.sanandres.org.ar)