Juan Carlos García trabajó con todos: José Marrone, Alberto Olmedo, Juan Carlos Altavista, Jorge Porcel, Tato Bores...
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Enfundado en un camperón de River (“Me lo regaló Passarella”, dirá, orgulloso), este hombre de casi 1,90 se desplaza con rapidez y cierta agilidad. Cuesta seguirle el paso a Juan Carlos García, mientras se abre camino entre los transeúntes del centro de Caballito. Se escucha un grito: “¡Grande, Flaco!”. El saludo se repetirá unos metros más adelante, también al doblar la esquina, y algo más allá. También en el bar que elige como escenario de esta entrevista.
“El afecto de la gente en la calle no lo viví nunca, ni cuando tenía cámara -confiesa García-. Cuando me levanto a la mañana le pido a Dios que me haga durar un poquito más, para vivir lo que estoy viviendo. Me abrazan, me besan”.
—¿Y usted siempre retribuyó ese afecto?
—Toda la vida. Una sola vez... Mirá, yo venía en el colectivo, en el 53, y una señora me dice: “¡García!”. Y yo, por lo bajo: “¡Qué hinchapelotas!”. “Pero García, ¿por qué? Solo quiero darle un abrazo”. “No, señora, es por el colectivero”, le dije. Le eché la culpa a él, que encima me había dejado viajar sin pagar. “Venga, señora”, y le di un abrazo. Eso me quedó acá... Me arrepentí.
A García le gusta definirse como un “sobreviviente”. Debutó como extra a los 13 años en Corazón, una película con Narciso Ibáñez Menta y Alfredo Barbieri, el papá de Carmen. Y ahora, con sus 88 cumplidos el 4 de julio, es el último integrante de una camada de humoristas populares que brillaron en la televisión, el cine y el teatro.
“Yo laburé con los más grandes de la República Argentina. Y todos se fueron”, lamentará el actor, quien supo ser -muchas veces desde la elocuencia de sus gestos y sus silencios- el fiel ladero de José Marrone, Alberto Olmedo, Juan Carlos Altavista, Jorge Porcel y Tato Bores, entre muchos otros. “Marrone solía decir: ‘El Flaco es como el lomo, porque no se consigue en ningún lado’”, destaca.
—Juan Carlos, quiero ir al principio...
—(Interrumpe) ¡Lo que vos me digas! A mí me gusta hacer como el Negro Olmedo: sin libreto.
—Hábleme de sus orígenes.
—Soy de Boedo, mi barrio de toda la vida. A mi vieja tendrían que haberle hecho un monumento: tuvo 12 hijos. Y además crio a otros dos, de personas que se fueron y ella los adoptó. Los primeros seis hermanos fueron varones; las últimas seis, mujeres. Y yo era el menor de los varones. Vivíamos en una casa grande y todos aportábamos.
—¿Pasaban necesidades en esa casa?
—Nunca faltó la comida, ni a la noche ni a la mañana. Pero yo quería ayudar a mi vieja. Y en la esquina de San Juan y Boedo empecé a lustrar zapatos. Siempre tenía miedo de que apareciera mi viejo, porque él no quería yo trabajara. ¡Y cuando dije que me iba a casar me quisieron matar! Querían que me quedara ahí, en casa.
—¿Se fue de la casa de sus padres para casarse, sin haber convivido antes?
—Sí. Casado, correctamente. Hice la fiesta en la casa de mi padres. Ahora soy viudo. Perdí a mi mujer... (hace una pausa, se le llenan los ojos de lágrimas). Murió hace un año.
—Se lo nota triste.
—¡Uff! No quiero saber nada con nadie... Ya nadie me llama la atención. Me llaman amigas mías, la Brodsky (Adriana), la Romero (Susana): “¡Flaquito, vamos!”. Y no quiero quedar mal, pero yo no quiero nada.
—¿Prefiere quedarse en su casa?
—Sí. Almuerzo en algún lado y después me tiro en la catrera a ver fútbol, que me gusta muy poco, porque a mí me gusta el fútbol de antes. Y me quedo toda la tarde ahí, en mi casa, que está igual a cuando vivía con mi señora. No cambié ni saqué nada.
—¿Me cuenta su historia de amor? ¿Dónde la conoció?
—Yo tendría que haber ido preso: mi mujer tenía 14 años cuando la conocí.
—¿Y usted?
—Yo tenía 23. Ella iba al secundario, en 24 de Noviembre y Pavón, y yo tenía el coche y la iba siguiendo despacito. ¡No me daba ni bolilla! Cuando su familia me cruzaba, veía al Diablo, porque además yo ya trabaja en la televisión, y el hombre de la farándula no era bien visto. Hasta que un día salimos. Y después, estuvimos 60 años juntos. Lo que fue mi mujer para mí... La tengo acá (se toca el corazón). Es que yo fui un privilegiado, alguien tocado por la varita mágica. A veces ahora, que me encuentro solo en casa, me pongo a pensar: “¿Cómo es que yo viví todo esto y nunca quise ser más?”.
—Siempre brilló en roles secundarios. ¿Jamás aspiró a un papel protagónico?
—No, no... Me conformaba con esto. ¡Si la vivía! Y estaba con todos estos fenómenos. ¿Qué más quería? Agasajos, comidas; mujeres, las que te rodean en nuestro ambiente. Los miércoles, al terminar de grabar, nos íbamos todos a comer con el Negro Olmedo. También comíamos con Monzón. Éramos muy amigos, pero era embromado, un peleador. Y después... la droga y todas esas cosas.
—Los 80 fueron años bravos en la farándula, que terminaron con lo que se conoce como el verano trágico de Mar del Plata: la muerte de Olmedo y el femicidio de Monzón.
—Uff... Sí.
—¿Y usted, en ese ambiente, cómo escapó de las drogas, de los vicios?
—Por mi mujer. “Vestite que vamos a comer”, le decía. “Pero papi, vos sabés que yo...”. A ella le gustaba el ambiente artístico y todos la adoraban: Moria Casán la quería como loca, Susana (Giménez), Olmedo, Tato Bores... Y siempre le ofrecían trabajar, pero ella nunca quiso. ¡38 años enseñando! Se jubiló de maestra. Entonces íbamos a comer y a las 2 ó 3 de la mañana, cuando todos seguían, mi mujer me decía: “Vamos, papi”. Y yo me iba con ella... Por eso te digo: a mí me salvó mi mujer.
—Cuando en el medio le hacían una propuesta laboral a su esposa, ¿usted quería que aceptara o prefería que dijera que no?
—Yo nunca me negué. Ella no quería. La decisión siempre fue suya. Tato Bores la llamó y le dijo que no.
—¿Qué recuerda de la partida de Olmedo?
—(Hace una pausa) No pude ir ese año a Mar del Plata porque estaba trabajando con Minguito en Buenos Aires. Ese día, sábado 8 de marzo de 1988, estaba sacando el coche del garage a las 8 de la mañana y escucho que en la radio un locutor dice: “Olmedo perdió la vida en un accidente”. Creí que era mentira porque años atrás el Negro Olmedo hizo correr la bola de que se había matado. ¡Y se armó un lío! “Bueno, otra vez”, pensé. Entonces cambio la radio, pongo a Héctor Larrea, y escucho que estaba hablando de que el Negro se había matado. Yo no sé cómo no choqué... (hace un silencio, llora). Paré el coche, me puse a llorar. Se me acerca un hombre: “¿Qué le pasa, señor?”. “No, no, nada”. Me quedé ahí, muerto. Yo tenía una cigarrera para regalarle al Negro y nunca se la pude dar.
—¿Cómo es cuando se van los que uno tanto quiere?
—¡Ah! Yo sentí a todos. A Minguito, Marrone… Son los golpes de la vida. La vida te da cosas buenas y malas. Todos se fueron. El único que quedó es el Flaco García: soy el último sobreviviente. Ahora me quedo en casa y miro el cielo raso, más que nada extrañando a mi mujer. Y después, de vez en cuando pongo la televisión y en alguna película del canal Volver me veo yo, joven.
—¿De qué manera definiría a Olmedo como amigo?
—Generoso. En la vida real era serio, con nosotros, con la barra. Pero cuando se prendía lamparita (de la cámara), no lo paraba nadie... ¿Te puedo decir algo, entre nosotros? El Negro andaba con todas. Y la más linda de todas fue Susanita Traverso. ¡Divina! Y las enamoraba a todas. ¿Por qué? ¡Porque el Negro era un fenómeno! Todos los años se llevaba una mina diferente a Europa para su cumpleaños. Íbamos a comer y todas querían irse con él. Nadie se negaba con el Negro. Y no era como con el Gordo (Porcel)...
—¿Porcel era distinto?
—Me ayudó mucho... Pero era bravo, sí. El Gordo era jodido con las mujeres. Como yo sabía que era jodido, el Gordo un día me dijo: “Vos, Flaco, sos lindo como un velador. Despertarse, prender la luz y verte a vos” (sonríe). Mirá, Gerardo Sofovich era un bocho, mucho más inteligente que (su hermano) Hugo, que era un tipo más amable, más dado. Pero Gerardo era jodido. ¡Uff! Trataba mal a todos: a los artistas, a los laburantes del canal. Pero a mí no. Mirá que yo conocí a tipos jodidos, pero conmigo siempre estuvieron bien.
—El espectáculo siempre fue un mundillo complicado.
—Seeee. Te das vuelta y te dan una puñalada. Pero conmigo no pudieron. ¿Sabés por qué? Me hice querer por todos. Y yo fui siempre igual, nunca anduve haciéndome el bueno.
—¿Nunca nadie del medio le jugó una mala pasada?
—Uno solo. Pero no voy a decir quién, no lo quiero nombrar... Resulta que a mí me gustaba piantarme en el programa, la sanata; Fidel Pintos fue el primero que hizo eso. Entonces una vez hice un scketch y dije algo fuera de libreto. Y como a este personaje, que era el capo del programa, no le gustó el bocadillo que metí, fue a hablar arriba. Porque cuando alguien le hacía un poquito de sombra, enseguida lo rajaba. Y entonces me fui del programa. Yo lo quería agarrar a trompadas. Después me lo encontré en Mar del Plata y todo bien: “¡Flaco, qué bien te veo!”, me decía... Bueno, ¡te lo voy a nombrar! Juan Carlos Calabró. (Con Minguito eran) la noche y el día. ¿Sabés lo que era Mingo? ¡Un pan de Dios!
—Hablamos de grandes figuras, también había mujeres que se destacaban mucho, como Moria Casán.
—Moria... ¡una pinga divina! ¿Sabés cómo nos decía Moria Casán a mi señora y a mí? “Ahí vienen los hermanitos, porque están siempre juntos. ¡Es la única pareja de la televisión que no se separa! Todos tenemos hijos con personas distintas y vos, Flaco, siempre con tu mujer”.
—¿Y Susana Giménez?
—Era más... aristocrática. Moria era más pueblo. Pero buenas minas las dos. Con Cacho Castaña también fuimos muy amigos, y una sola cosa no me gustó de él: declaró que andaba con Susana y que se tuvo que esconder en el baúl de un coche. Eso lo ponía mal a Monzón. Le ponía la palabra cornudo. No lo tendría que haber dicho. Lo peor que podría haber sido Monzón... pero como campeón del mundo, el mejor. Y le dije: “Tenés que tener códigos, Cacho”. “¡Pero no, Flaco! Esto más que nada es para levantar vuelo”, me respondió.
—¿Ganó buena plata lo largo de su carrera?
—Sí, sí.
—¿Y qué hizo?
—Viví muy bien la vida. Me compré el departamento, el auto. Ahora le regalé a mi sobrina el auto, una Chevy, porque ya no quiero manejar más. No me quiero hacer bosta en la calle. Pero mirá, ¿vos cómo me ves? Yo estoy así con 88 pirulos: razono bien, ando bien. ¿Y sabés por qué estoy así yo? Por esto que te decía: por mi mujer.
—¿Cómo se cuida?
—Como bien. Casi no tomo vino. Pero mirá, a mí me pinchás y me sale champán. ¡Lo que tomé champán con el Negro Olmedo! La heladera de mi casa no tenía estantes: eran todas botellas de champán apiladas.
—¿Le tiene miedo a la muerte?
—No. Mirá, yo me imagino el despelote que deben estar haciendo todos estos allá arriba, con los angelitos (ríe). Los que se portaron bien, los que se portaron mal. ¡Les deben estar haciendo pasar una joda terrible arriba! Y yo voy a llegar, porque es la vida, porque somos aves de paso. ¿Y sabés lo que pienso? Que cuando yo llegue, alguien me va a decir: “¿Por qué tardaste tanto, Flaco?”. Y le voy a responder: “Porque me gustaba vivir. Y ahora me va a gustar estar acá, con ustedes (llora). Con Olmedo, con Marrone... Y especialmente con mi mujer”.
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