En Pinamar, Federico Godfrid narra una historia de amor en medio del duelo de dos hermanos que llegan a la ciudad balnearia de su infancia a desprenderse de las cenizas de su madre.
Por Leonardo M. D’Espósito
Una de las paradojas con las que se encuentra el crítico de cine relaciona la impostación con el dolor. En su formulación más grosera, sería así: cuanto más engorrosa o molesta es una película para el espectador, mejor es. Lo paradójico es que muchos de los críticos que suelen ejercer tal regla eligen, a la hora de mostrar películas favoritas, films de placer absoluto, de los que generan sonrisas. Parece que la Academia tiene problemas con el placer en general. En fin: valga esta introducción un poco venenosa para decir que Pinamar es una de esas películas hechas por y para el placer.
Otra: uno dice “placer” y aparece ante el lector una imagen erótica, reflejo fruto del mal uso despiadado. El placer es lo opuesto al dolor, como todos saben. Y Pinamar, con guión de Lucía Möller, narra el transito del uno al otro. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) son hermanos y hace mucho andaban por Pinamar. Fuera de temporada, deben volver para arrojar al mar las cenizas de su mamá, una tarea dolorosa. Pero allí vive Laura (Violeta Palukas), amiga de Miguel durante la infancia y la persona que hará que todo ese dolor se vaya transformando, comedia con sordina, miradas y deseo mediante, en placer.
Sobre todo, placer para el espectador. Federico Godfrid ya había pasado por la comedia romántica (aquí el género se dosifica mucho más, aclaremos) en La Tigra, Chaco, una película de una luminosidad y gracia notables, codirigida con Juan Sasiaín. Es decir, conoce esa mecánica donde los sentimientos no se dicen o se equivocan hasta que se vuelven realidad. Aquí el inicio doloroso de una tarea fúnebre es excusa suficiente para callar más de lo que se dice. Mientras, la imagen juega en contrapunto y la verdad de las emociones avanza.
En el cine argentino de las últimas dos décadas, eso que ya no podemos seguir llamando “Nuevo Cine Argentino”, las playas han sido un escenario constante, al punto de que para algunos se había transformado en una especie de chiste interno (Historias Extraordinarias, de Llinás, carece de playas porque Balnearios, su película anterior, estaba llena de ellas). Y también la adolescencia o post adolescencia como el único tipo de protagonista. Ambas cosas están en Pinamar y podría pensarse que se trata, por eso, de otro ejercicio alrededor de lo ya conocido. Pero resulta que la película hace todo lo contrario: el tránsito es el del dolor al placer, se dijo, y del llegar a la playa no como fin de un viaje sino como un principio, incluso si representa el final para la madre, para eso que era seguro en la vida de los protagonistas. Dicho de otro modo: esta vez los personajes salen del mar y van hacia la tierra. Otro sí: la tierra, la vida cotidiana, la vida de relación, esa cosa extraordinaria que llamamos “amor”, son -muestra la película- un destino mucho más interesante que la contemplación del mar. Aún cuando no lo parezca, la pausada y precisa Pinamar es el preludio de una película de acción: la que los protagonistas harán de sus vidas.
Ver Pinamar en invierno, gris, y mostrarlo bello demuestra que Goldfrid es un autor, que comprende lo que significa compartir la mirada, que la historia sea su vehículo. Pero siendo un film de personajes, es imposible lograr tal tipo de efecto si no se cuenta con gente que tenga química entre sí, esa necesaria para que sea creíble la química entre los personajes. Grandinetti, Pardella y Palukas juegan un juego de tensiones constantes, de miradas y de no dichos que se parece mucho a la precisión de un ballet. Hay que tener cuidado con eso: un gesto de más y algo puede venirse abajo. Aquí no sucede: todo se mantiene férreamente concentrado en la aparente ligereza y espontaneidad de los personajes. Después de dos películas (o una y media), es evidente que Godfrid sabe lo que está haciendo. Que entiende las posibilidades y los límites de su herramienta y utiliza todo de a poco, con tino, como corresponde y sin dejarse llevar por las imágenes fáciles, que en una playa -vaya si lo saben los imitadores del Nuevo Cine Argentino, que han abundado cuando se quiso domesticar lo que no se entendía- abundan. Pero recuerden: en un país de inmigrantes, el mar es el camino y todo inicio implica darle la espalda. De eso, un poco, trata Pinamar. Y de dos hermanos tristes y una chica linda.
LA NACION