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Ocurrió al regreso de un viaje. Aunque la idea siempre había sobrevolado sus mentes, fue entonces que todo pareció cobrar un nuevo sentido. Habían visto que funcionaba en otro país pero también en las películas de la época. Allí las personas flotaban en una corriente de aire y parecían extremadamente relajadas y felices. Y eso les hizo creer que su proyecto no era tan descabellado como muchos les decían.
“Desde siempre me gustaron los aviones y las naves espaciales pero no conocía a nadie en mi círculo más cercano que se dedicara a eso. Tan solo me gustaba como a muchos chicos a esa edad. Pero, más que nada, me gustaba todo lo que tuviera que ver con la ciencia, la física y la matemática”, recuerda Ariel Calvagni.
Un túnel para flotar
Criado en Valentín Alsina, en el partido de Lanús de la provincia de Buenos Aires, como el mayor de cuatro hermanos, Ariel Calvagni asistió a la escuela primaria N° Marcelino Bordoy que quedaba cerca de su casa. Tiene recuerdos de una infancia tranquila, con la pelota de fútbol como compañera inseparable, aunque a veces también le gustaba pasar por el taller donde trabajaban su papá y su abuelo. Allí jugaba y soñaba con lo que años más tarde se convertiría en un proyecto único en la Argentina.
Cursó la escuela secundaria en Avellaneda, en el Colegio Ángel Gallardo. Allí se recibió de técnico mecánico y en paralelo comenzó a trabajar en una fábrica de enfriadores de agua. Como era de esperar, en el momento de elegir una carrera universitaria, se inclinó por la ingeniería aeronáutica.
“Desde que era chico a mi viejo siempre le gustó la idea de hacer un túnel de viento para que las personas pudieran volar y flotar. Lo había visto en alguna película. Y la idea de llevarlo a la realidad fue después de que me recibí de ingeniero. Quería trabajar en alguna aerolínea o en una fábrica de aviones. Pero no pude entrar. Y me puse a pensar qué otra cosa podría hacer en el caso de seguir en la fábrica. Y ahí se me ocurrió que la idea de mi papá podía ser algo real. Empezamos a planear la construcción de un túnel de viento. Hicimos algunos cálculos y pruebas modelo a escala”.
A partir de ese momento la idea se hizo presente todos los días y Ariel, su hermano Norberto y su papá Lito se dedicaron a investigar cómo era posible construir una máquina con suficiente potencia para hacer volar a una o varias personas a la vez. Viajaron, hicieron más maquetas y luego de parecer que era un proyecto imposible, lo pusieron en marcha.
El primero en el país y América Latina
Lito y Ariel fueron los encargados de la idea, las planos y el armado. Por su parte, Norberto tenía como función conseguir las habilitaciones, la locación y a los diferentes proveedores a los que tenía que explicarle varias veces qué estaban construyendo.
“El túnel tiene muchas partes que son caras y que demandaban mucho tiempo fabricarlas. Así que una de las tareas más complejas era definir algunos diseños. Teníamos que estar en un 90% seguros de que iban a funcionar. Sabíamos que después iba a pasar un tiempo para poder probarlos. Y, si algo no funcionaba del todo como queríamos, eso nos iba a obligar a rediseñar y perder tiempo”.
Pero todo salió como esperaban. Sin embargo, tuvieron que sortear un último obstáculo. Para ese momento ninguno de los tres sabía volar todavía. “Así que el volador de prueba fue mi viejo -que en ese momento tenía 63 años- y yo manejaba la potencia del viento. ¡Voló bastante bien!” .
Finalmente, en diciembre de 2015 inauguraron las instalaciones de Vuela en Ruta 6, km 136 de la localidad de General Rodríguez, provincia de Buenos Aires. La empresa encargada de la construcción, desarrollo y puesta en marcha es la metalúrgica nacional SanCal con el apoyo del Ministerio de Ciencia y Tecnología. Esta construcción se convirtió en el túnel de viento vertical más importante de América Latina y el único de Argentina.
Se trata de un túnel de viento de tipo cerrado de 33 metros de altura, equipado en su parte superior de cuatro motores eléctricos de alta potencia (1000 hp) que generan un flujo de aire ascendente. “Si calculamos que un auto estándar tiene 100 caballos de fuerza, la potencia del túnel equivale a la de diez autos. Para hacerlo más gráfico: un auto de Fórmula 1 está alrededor de los 900 caballos de fuerza y el túnel se maneja en ese mismo orden de potencia”, aclara Ariel.
Eso permite que las personas puedan flotar suspendidas en el viento. En pocas palabras, lo que hace el túnel es recrear la sensación de caída libre en un espacio controlado, seguro y supervisado en todo momento por un instructor. Al estar suspendido en el aire, se tiene la libertad para moverse, elevarse, interactuar con otros participantes y lograr movimientos sincronizados. El diámetro del área de vuelo es de cuatro metros y alcanza una velocidad de viento de 250 km/h. Se vive la sensación y adrenalina de la caída libre, pero sin saltar desde un avión.
Cuando mira en retrospectiva, Ariel admite que todo fue “una locura”. Desde la idea inicial hasta la puesta en marcha del túnel pasaron cinco largos años. Pero dice que se siente orgulloso por el resultado y también contento por la aceptación de las personas.
“La sensación es única”
“Volar es elevarse en el aire, desprenderse del suelo y lograr moverse libremente. Se puede volar solo o con la ayuda de un instructor, según las habilidades y el tiempo de vuelo que se elija. Solo hay que asistir con ropa cómoda y zapatillas deportivas con cordones o velcros que se sujeten bien al pie. Para los que recién empiezan, el tiempo de vuelo se divide en entradas de un minuto de duración cada una. En la primera entrada se experimenta por primera vez el viento y el objetivo es controlar el cuerpo suspendido en el aire. En la segunda y tercera entrada ya se está en condiciones de intentar estabilizarse y volar por cuenta propia. Entre vuelo y vuelo se hace una pausa para descansar”, explica con detalle. Estar volando durante un minuto equivale a saltar de un avión a 4000 metros de altura.
Antes de pasar al túnel, hay un vestuario donde cada volador recibe su traje, casco y tapones para oídos. Una vez que está equipado, se traslada a una sala de briefing. Allí le explican los movimientos básicos, la posición en que debe colocar su cuerpo, su espalda, sus manos y sus pies y las señales del instructor a las que debe prestar atención. Desde luego, al interior del túnel, el sonido del viento que circula y de los motores en funcionamiento es tan alta que es imposible mantener cualquier tipo de intercambio oral.
Hoy Ariel divide su tiempo entre su trabajo en un taller metalúrgico y el túnel. Allí, además de estar detrás de cada detalle vinculado a la organización y manejo de empleados, también es instructor de vuelo. Su día libre generalmente toca los sábados y aprovecha para hacer algo con su mujer Silvana y sus hijos Eugenia de ocho años e Iván de dos.
“Lo más lindo de haber construido el túnel de viento es haber logrado el objetivo que nos propusimos y también ver lo útil y divertido que es para el entrenamiento de paracaidistas. Aunque la mayor parte de las personas que vienen a volar no son paracaidistas. La mejor parte de cuando las personas están volando es verles la cara de asombro y la tensión del primer vuelo se transforma en alegría cuando empiezan a flotar. Cuando logran hacer giros y dominar el viento, eso es lo mejor. Porque además de muy divertido, es muy raro estar volando en una corriente de aire pero la sensación de libertad es única”.
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