De adolescente tuvo su época de gloria, pero luego se alejó de la actividad y su vida se desordenó por completo; una amiga la ayudó a reconectarse con su pasión.
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¿Cumplía el sueño propio o era simplemente el deseo de su madre? No lo supo en ese momento, pero lo averiguaría años más tarde, cuando se conectara con aquella disciplina desde un lugar completamente diferente. Criada en el barrio de Villa Pueyrredón, en la ciudad de Buenos Aires, había sido la niña mimada de sus padres. “A la distancia puedo reconocer que en mi infancia tuve mucho. Mucho más de lo que hoy puedo darle a mis hijos en cuanto a gustos, viajes, paseos y asuntos materiales. Gracias al esfuerzo de mis padres, pude capacitarme en varias actividades musicales artísticas y deportivas. Danza, plástica, teatro, natación, guitarra, canto, todo lo absorbía como una esponja. Incluso llegué a dar shows como cantante pero claramente ese no era mi camino”.
Cuando a los seis años experimentó la sensación del viento en la cara mientras se deslizaba sobre patines en la vereda de su casa, supo que allí había algo que la hacía feliz. Pronto se destacó entre sus compañeras y, apuntalada por su madre y con el visto bueno de los profesores que la acompañaban, comenzó a entrenar formalmente y a competir en cuanto torneo se presentara de patín artístico. “Mi mamá quería patinar de chica y no había podido hacerlo. Entonces me apoyaba y estimulaba para que yo llegara a ser la mejor. Pagaba entrenamientos extras, me levantaba 7 de la mañana para practicar en el club o incluso hacía arreglos con la portera de mi escuela para acceder de contrabando al patio de noche cuando se aproximaba un torneo y tener algunas horas más sobre ruedas. Sé que quizás fue demasiado para una nena. Pero igual le agradezco porque algo fuerte y muy bueno sembró en mí”.
Con la mayor frecuencia de entrenamiento también llegaron las presiones, la necesidad de adaptarse a espacios cada vez más competitivos. “Tuve eventos gloriosos, y lo agradezco. Hubo un momento en particular donde pude romper un récord que las otras chicas no podían romper y ganarle a la que nadie le podía ganar nunca, a la imbatible. Fue un sueño para mí. Pero todo lo que sube baja, viene la gloria y luego el ocaso”.
“Por mucho tiempo odié el patín”
Con la adolescencia llegaron otras inquietudes e intereses. Cansada, frustrada y con otras distracciones a la vista, Nube Vázquez decidió dejar el patín de lado. Ya no soportaba el ambiente competitivo, empezó a bajar su rendimiento, ya no la hacía feliz entrenar y el ciclo vicioso del descontento se apoderó de su vida. Los días de prácticas se reemplazaron con salidas con amigas -donde el alcohol era protagonista-, los malos hábitos y un descuido general de la salud. “Empecé a salir a bailar con amigas y dejé atrás los torneos. Por mucho tiempo odié el patín. En el camino descuidé mi salud, descuidé el deporte y tuve tres hijos”.
No estar conectada con los patines le resultó extraño. Y trató de encontrar ese bienestar que disfrutaba sobre ruedas en otros placeres. “Fueron 22 años en los que me la pasé buscando la sensación de felicidad en ciertas personas o cosas y no podía encontrarla. Así me volví una persona más espiritual. Pero me estaba faltando eso que me hacía brillar la mirada. Cuando dejé el patín empecé a salir a bailar y de noche, a fumar y tomar alcohol, no encontraba mucho sentido a lo que hacía. Mis papás se divorciaron y eso me devastó, me sentía sola y ellos volvieron a casarse con otras personas. Yo dejé de ser la nena consentida y se me hizo todo más difícil de golpe. Después intenté casarme porque creía que tal vez así sería feliz y tuve a mi primer hijo. Puse mucho esfuerzo para aprender a ser una mejor mamá, mi vida era un desastre y mi bebé se enfermaba todo el tiempo”.
Libertad sobre ruedas
22 años después una amiga la llevó a patinar en rollers prestados en una pista al aire libre de forma recreativa. Aunque Nube seguía odiando el patín artístico, le había gustado la sensación de volver a deslizarse sobre ruedas y que le corriera el viento en la cara. Se compró primero rollers y empezó a ir cada fin de semana que podía a la pista del Parque Sarmiento. Rodeada de árboles, verde y el sonido de los pájaros, se enamoró de los atardeceres y la inmensidad de la pista. “Iba con mis auriculares patinando, escuchando música y entonces se encendieron mis ganas de comprarme los patines de artístico de nuevo. Así lo hice y luego de tomar unos meses de clases pude llegar al nivel que estaba 22 años antes e incluso aprender cosas nuevas que de chica no pensé que podría hacer”.
Asegura que encontró su cable a tierra, que pudo conectarse con su parte espiritual y desconectarse de todo lo que ya no necesita para su vida. “Haber retomado el patín pero de forma recreativa y al aire libre fue la mejor decisión que pude haber tomado. Hoy, con 40 y tres hijos me siento más joven que nunca. Me di la posibilidad de retomar una actividad que me hace sentir en libertad y sin pensar que porque soy mamá ya no puedo hacerlo. Es más, conectarse con el bienestar personal no es perder el tiempo, es ganar vida. Y lo mejor es que quienes nos rodean nos perciben felices y mejores”.
Nada se pierde, todo se transforma
Confiesa, reflexiva, que lejos del patín transitó una etapa de su vida en la que no se valoraba a sí misma. Pero desde que retomó la actividad pudo poner fin a una relación tóxica de años y hoy se encuentra felizmente soltera, sin necesitar desesperadamente de la compañía de una pareja. “Aprovecho este tiempo para conocerme y reflexionar sin apuro. Si en algún momento el amor de pareja tiene que llegar, llegará. Pero soy feliz igual porque encontré valor en mí misma, al poder expresarme con el arte, el cuerpo y al mismo tiempo poder despejarme de todo. Me pasa algo muy lindo: una hora antes de llegar a la pista empiezo con dolor de estómago y mariposas en la panza. Me falta el aire de la emoción de ir a patinar, como si me fuera a encontrar con mi enamorado en una cita gloriosa. Luego vuelvo a casa eufórica, satisfecha, feliz, enérgica”.
Agradece a su amiga Maru que le mostró que el deporte se puede vivir de otra forma a cierta edad o en cierta etapa. “Maru me hizo reencontrar con esa parte perdida mía. Yo les cuento a las chicas que hoy compiten que terminé tirando mis trofeos, que solo juntaron polvo. Cuando termina la etapa de torneos, empieza una nueva etapa de disfrute para uno mismo. No para satisfacer al coach o profesor o madre o padre o ganarle al rival. Es para uno, sin nada a cambio. No siempre habrá una medalla o un billete a cambio, pero justamente es ahí cuando uno se lleva algo que no tiene precio y es inmenso, es el disfrute total, sin ninguna presión. Siempre uno regresa donde fue feliz. Pero me parece que el regreso debería ser sin la contaminación de lo que te hizo abandonar aquello, de haber aprendido lo que rescatamos y de dejar lo que se debe dejar en el pasado. Nada se pierde yo lo transformo, como dijo Gustavo Cerati”.
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