Educada en una familia árabe estricta, se enamoró a los 12 años, obedeció los mandatos familiares, pero jamás puso en paréntesis a su amor
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En Belén, Catamarca, Nury llevaba una vida marcada por el ritmo familiar, estricto y disciplinado. De familia árabe, a sus 12 años cumplía con sus responsabilidades como buena niña dedicada a estudiar. Sin embargo, su vida había dejado de ser lo que la rutina aparentaba. Hacía unas semanas, su corazón había comenzado a latir con fuerza, los colores surgían más intensos y las melodías la trasladaban a mundos fantasiosos: estaba enamorada.
Acababa de ingresar al secundario y Armando era casi cuatro años mayor. En algún momento, Nury recibió una cartita de su amado y, con una fluidez natural, los mensajitos fueron y vinieron hasta que se declararon novios. “Era todo muy inocente y, como en casa eran muy estrictos, no me dejaban salir mucho”.
Alejados por kilómetros
Armando y Nury no escondían su enamoramiento, pero su entorno no estaba conforme con la relación. A pesar de que sus familias eran amigas y compartían reuniones, cada parte tenía sus propios planes para sus hijos. Primero y, ante todo, debían estudiar, y para alivio de los mayores, se tomó la decisión de que Armando terminara sus últimos dos años de secundaria en Córdoba y luego se quedara a estudiar allí: “A pesar de que intentaban alejarnos, no podíamos olvidarnos”, rememora Nury con emoción. “A mis 16, mis padres autorizaron a que nos viéramos en casa cuando él venía de Córdoba”.
Pero en la vida de joven también había otra realidad que hacía sufrir su corazón adolescente: a Armando le presentaban a otras chicas, lo llevaban a fiestas donde atractivas jovencitas lo pretendían, pero, al final del día, él le decía :“Tú eres mi novia”.
“Yo también tenía candidatos, pero, si bien para el mundo lo nuestro no era serio, mi concepto del amor es que no debía hacer paréntesis, por lo que nunca besé a otro. Eso sí, en las fiestas del pueblo me encantaba bailar, siempre fui alegre, inocente, pero muy pensante y responsable”.
Una cruzada para estar cerca del amor y un destino que no fue
Nury terminó el secundario a los 16 y, a partir de entonces, inició su cruzada para poder ir a estudiar a la universidad de Córdoba y estar cerca de su enamorado. Querían enviarla a Tucumán, donde tenían familia, y ella sintió que su mundo se caía a pedazos. Fue entonces que todo ese amor que sabía que Armando sentía por ella, emergió con fuerza: él mismo llamó a sus padres y les dijo que la respetaría y cuidaría como a lo más preciado.
El amor triunfó y Nury partió a Córdoba, aunque no por ello tenía todas las libertades: “Armando sí las tenía, pero yo era muy controlada por mis padres. Nunca fui a un boliche, por ejemplo”, sonríe.
La catamarqueña hizo su carrera de abogada en tres años y medio, fue premiada y alcanzó su emancipación a los 20 años, por obtener el título universitario antes que la mayoría: “Quería alcanzarlo para viajar a Buenos Aires lo antes posible a trabajar y volver a estar cerca de Armando, que se había mudado a Capital hacía un año”.
Pero a Buenos Aires no llegó. Al ver que el amor de sus hijos era inquebrantable, ambas familias presionaron para que Armando regresara a Belén, donde se casaron un 14 de febrero, en épocas donde se desconocía el día de los enamorados.
Morir, resucitar y la decisión de volver a empezar
Sus tres hijos varones llegaron al mundo con intervalos de un año. La niña que conformaría el grupo de cuatro hermanos, resultó un desafío y un milagro. Nury enfrentó uno de los momentos más duros de su vida: casi muere en el parto.
“Me trasladaron en avión a Córdoba e ingresé con gangrena uterina”, relata Nury. “Me salvaron en el Hospital Italiano. Me sacaron la matriz a los 25 años. Armando sufrió mucho y tuvo que pagar lo indecible y endeudarse para adelante. Pero me salvé. En el hospital me decían Jesús, pues resucité”.
Luego del renacimiento, Nury y Armando decidieron cambiar de vida. Ella tenía escribanía en Catamarca y su marido era empresario y contador, ambos eran exitosos, aunque todo a costa de mucho trabajo, sacrificio y esfuerzo.
“Sin embargo, contra viento y marea, nos vinimos a Capital”, cuenta. “Mi suegro nos decía siameses, éramos queridos en el pueblo, aunque no faltaban quienes pretendían separarnos, no podían concebir nuestro amor. El pueblo nos frenaba en nuestro potencial, entonces abandonamos todo y partimos Buenos Aires, tal como quisimos hacer de jovencitos. Fue un desafío empezar de nuevo sin ningún ingreso seguro, pero teníamos nuestras capacidades y experiencia”.
A los 66 y 70, cumplir la etapa que no vivieron a la edad correspondiente
Finalmente, el pueblo y las presiones de una familia querida habían quedado atrás. Ahora eran ellos, más unidos que nunca, dispuestos a enfrentar nuevos retos de la vida.
“Yo sobreviví un cáncer, lo que fue una nueva demostración de amor de mi Armando y él casi muere de una anemia perniciosa, pero acá seguimos”, sonríe emocionada. “Con los hijos ya mayores, hace diez años que estamos en romance permanente, viviendo como novios y haciendo cosas de adolescentes, cumpliendo la etapa que no vivimos a la edad correspondiente. Hoy, yo con 66 y él con 70, nos amamos más que el primer día”.
“Estamos en el remanso de nuestras vidas, con once nietitos. Si tuviera que volver atravesar todos los sufrimientos vividos para llegar a mi presente...lo haría. Armando fue mi único novio desde los 12 y es mi gran amor. Tal vez la clave sea que siempre nos amamos y nos respetamos, disfrutamos estar juntos. Tuvimos nuestras crisis, pero las superamos con nuestra capacidad de diálogo, y con proyectos y metas conjuntas”, concluye conmovida.
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