Faro, a 603 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, lucha por no desaparecer. Pero su bajísimo número de vecinos fue clave para que el Covid-19 no ingresase al pueblo
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Allí la pandemia no existió. Respecto al distanciamiento, ya están distanciados. Respecto al aislamiento, ya están aislados. Respecto a las reuniones al aire libre, son puro aire libre. Sus habitantes solo usan barbijo cuando van a hacer las compras semanales a Coronel Dorrego. Faro es su propia burbuja.
-Necesito chequear con ustedes, ¿están en la ruta provincial 72, kilómetro 165, verdad?
-Uy… no sabemos eso.
Responden Patricia Béliz (50) y Daniel Tonelli (54), habitantes de Faro, un pueblo de apenas 22 habitantes que supo tener 600 cuando la estación de tren funcionaba. Se ríen ante su ignorancia porque se ríen a menudo. Son felices. Habitan la casa más alejada del pueblo, a su alrededor es todo campo y canto de aves. Patricia es enfermera profesional y la única trabajadora de la salud en las siete manzanas que conforman aquel pequeño paraje en el kilómetro 585 y medio de la ruta nacional 3.
-Vivíamos en Bahía Blanca. Yo trabajé en geriátricos, en el ámbito de la psiquiatría. Y me estresó al punto de no poder más, me enfermé. Daniel es licenciado en sistemas, trabajó en una cooperativa grande de Bahía durante 15 años, pero a él también el estrés lo superaba y decidió cambiar de rumbo. Y acá estamos: compramos un terreno y nos vinimos en 2013.
-¿Qué los hizo decidirse por Faro?
-Lo conocimos gracias a un matrimonio amigo que nos invitó a venir y nos encantó. Estábamos entre Sierra de la Ventana y Faro, pero acá la tierra es más fértil para lo que soñábamos hacer. Tratamos de consumir lo nuestro: tenemos huerta, frutales, colmenas y un invernadero donde hacemos plantines.
-¿Cómo afectó sus vidas la pandemia?
-No, para nosotros no existió. Sólo la notamos cuando íbamos a hacer compras. Lo más grave, en realidad, fue no poder visitar a nuestros seres queridos que viven fuera de Faro. Después, en el pueblo, el día a día no cambió.
Faro parece invitarte a desprenderte de lo no necesario. Béliz y Tonelli cuentan que antes vivían sumidos en el consumismo y que hoy están orgullosos de no necesitar más que el combustible, que se carga a 23 kilómetros, en la entrada a Coronel Dorrego. Ahí también van cuando necesitan algo extra, cosa que es poco frecuente. Pagan ARBA, la electricidad e internet. No hay impuestos municipales. El gas es envasado y se manejan con calefacción a leña. El agua es potable pero no apta para consumo porque contiene muchos minerales y suele caer pesada, así que cada tanto van hasta Dorrego y regresan con sus bidones de agua potabilizada por la planta. O le dan sus bidones a algún vecino para que se los traiga. En Faro, los vecinos colaboran y se ayudan entre sí a través de un grupo de WhatsApp.
Cuando se fue el tren –en la década del 60- la gente buscó trabajo en Dorrego y le pidió al municipio una casa ahí, pero no se las daban porque ya tenían una casa en Faro. Así que muchos derribaron sus casas en Faro y se fueron, Los esqueletos de lo que habían sido sus hogares siguen ahí. “Esto era todo campo, todo de ‘El Vikingo’, un señor danés que todavía vive aquí y no creo que se vaya nunca. Es un señor mayor, viudo, al que a veces visitan sus hijas. No se mete con nadie y nadie se mete con él. Solía ser el dueño de la telefónica y de un bar. Es una leyenda para nosotros”.
Del Faro de 600 habitantes solo queda un puñado de fotos, a pesar de que en la antigua estación funciona un museo. Solía haber ocho bares, tres talleres, una peluquería, un club, un hotel, un almacén de ramos generales, una cooperativa agrícola y algunos negocios más. Hoy no quedó nada. Solo siguen en pie la vieja estación, la capilla “Nuestra Señora del Olivo”, donde un cura de Dorrego celebra misa una vez por mes, y la escuela número 13 Mariano Moreno. Los chicos que asisten son Salvador, Simón, Luciano y Facundo, que vive a 5 kilómetros. Enzo (13), el hermano mayor de Facundo cursa el secundario en Dorrego. La distancia entre Faro y Dorrego es la misma que hay entre el Congreso de la Nación y el centro de Martínez. Y Carolina Acosta Olmedo (35) la recorre al menos tres veces más por semana para llevar a sus hijos a jugar al fútbol. Ella es cocinera en una estancia que produce aceite de oliva totalmente orgánico y enviudó hace un año y siete meses. “Yo te puedo asegurar que somos una familia. Cuando mi marido partió, acá me acompañaron más que mi propia gente, y encontré mi lugar”. Carolina es paraguaya y antes vivió en Buenos Aires.
-¿Qué te hizo elegir Faro?
-Mi paz. Hace ocho años que estoy acá. Gracias a Dios conocí este lugar. Acá mis hijos crecen bien. Facundo es el mimado del pueblo y un gran payador, ama la naturaleza y es muy habilidoso con las cosas de la casa. Y Enzo lo acompaña tocando la guitarra y es más seriecito. Los chicos están felices y no quieren saber nada con irse. Su celular lo usan sólo para hacer las tareas. Adoran la vida de campo. Y a mí también porque me gusta hacer, me entretengo, la paso lindo.
Carolina y Patricia son amigas, y, como todas las mujeres de Faro, participan juntas de las clases de gimnasia que vienen a darles desde Dorrego. También, sus familias pasan las Fiestas de fin de año juntas.
En caso de una emergencia, en Dorrego hay dos salas médicas. Cuentan, además, con una médica en El Perdido, a 22 kilómetros. “Estoy yo, si alguien necesita algo”, asegura Patricia. Ella es parte de la Asociación Comunidad de Faro y se llena la boca hablando de las actividades pre-pandemia, que espera regresen pronto. En la estación funcionaba una casita de té con capacidad para ochenta personas, donde los fines de semana había gente afuera esperando para entrar. Allí servían pastelería seca, cremas, sándwiches, pizza, cordero, paella y tres variedades de té, incluyendo el té de olivo que desarrolló una sommelier. Toda la vajilla y mobiliario lo compraron con lo que cobraron por hacer una publicidad de un banco en el lugar. Es su orgullo. Esos encuentros volverán cuando llegue, finalmente, la “nueva normalidad”.
-Entonces, de alguna manera, sintieron la amenaza del covid-19.
-Muy poco. La pandemia no se sintió mucho porque estamos en pleno campo -dice Carolina-. El tema era cuando íbamos a Dorrego. Para entrar a Dorrego había que tener permiso y podían hacerlo sólo dos personas en auto, una sentada adelante y otra atrás, los dos con barbijo. Yo no tenía contacto con nadie: me dejaban la mercadería en el almacén y yo la retiraba, sin contacto. Y los chicos querían ir a la escuela y a sus actividades en Dorrego, pero entendieron que no podían. No se sintió mucho, la verdad: hay mucho campo y pocas familias.
Hoy lo que más les preocupa es repoblar el lugar, invitar a familias con hijos a conocer ‘la energía de Faro’. Ellos eligen no ver noticieros, porque lo sienten “un bombardeo”. Concluye Daniel: “En definitiva, todos los farenses coincidimos en que el pueblo nos dio la oportunidad de tener una vida mejor”.
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