Tiendas de la gran aldea
Usos, costumbres y aromas de los tenderos porteños de otros tiempos
Así como las tiendas de siglo 21 se jactan del aroma de agua de rosas o de nardos, las tiendas porteñas de 1800 olían 100% a tripe (dícese del tejido de lana o esparto similar al terciopelo y que se emplea en la confección de alfombras). El disparador de tal fragancia fue la disposición de grandes cilindros –entre cuatro y seis– de tripe inglés a la entrada del negocio; además de representar la existencia de stock o mercadería de fondo, tales fardos textiles oficiaban de improvisados banquitos. La misma textura de tripe se extendió cual carpetas o manteles para cada mostrador, con la particularidad de que sus estampas representaban un zoológico de fieras –de tigres a panteras, pasando por gatos monteses y por leones–.
La descripción de usos y costumbres corresponde a Lucio V. López (Montevideo, 1848-Buenos Aires, 1895) en La Gran Aldea, la novela corta emblemática de la Generación del 80, despliega una fabulosa radiografía de las tiendas de Buenos Aires –al tiempo que representa una versión arcaica de los actuales mapas de diseño. Describió también allí Lucio López que, durante la ceremonia de ofrendar telas, el vendedor saltaba sobre el mostrador para desplegar piezas de percales o de muselinas envueltas en tablas de madera. Que acostumbraba refregar los textiles sobre la mano de la compradora para así justificar la ausencia de cualquier material poco noble y que en ocasiones, como si fuera un científico en medio de un experimento, rescataba un vaso con agua de la trastienda para derramar algunas gotas sobre un extremo de la muselina y justificar que su tinta fuese indeleble.
“No era entonces Buenos Aires lo que es ahora”, escribió al tiempo que resaltó la fisonomía de la calle Perú y de la Victoria, el centro que despuntaba en la calle de la Piedad y concluía en la de Potosí, que más tarde sería llamada Alsina, y se erigiría como ruta obligada para la empresas textiles del siglo XX. Entre las tiendas, prefirió un local de esquina cuyo mostrador mutaba durante el transcurso de las horas y según el público que asistía: mientras que en la mañana temprano satisfacía los pedidos de las cocineras y de las patronas, al atardecer se convertía en el recorrido ineludible de la burguesía.
Una y otra vez las ensalzó sobre las primeras tiendas europeas afincadas en Buenos Aires, a su criterio: “raquíticas y ausentes de todo carácter local”. Con precisión científica afirma que las vidrieras se tapizaban con los últimos percales regidos por una puesta en escena que dictaminaba que entre dos y tres metros de telas debían irrumpir sobre la calle a modo de representación de un muestrario visual y táctil con anclaje fetichista; quienes pasearan frente a sus fachadas y lejos de cualquier intención de compra, podían acariciarlas.
Acerca del protocolo imperante para con las clientas, destacó ciertas arbitrariedades y matices: cuando ingresaban mujeres bellas el dueño se apartaba de la tertulia con sus amigos para así extenderles su mano y en ocasiones ofrecerles un mate de manos del cadete, pero sólo después de una ceremonia de cortesías y de flirts, se ahondaba en las negociaciones. Los denominó tenderos hechiceros y tenderos dandis. Aunque en simultáneo estableció otra categoría estética: la de los tenderos sirena, denominados así porque “su cuerpo estaba dividido por la línea del mostrador como el de la encantadora deidad de los mares estaba dividida por la línea del agua”. En el manual de estilo para con las clientas, cada tendero hechicero se rigió por un léxico que iba de madamita a hija o hijita, pasando por impostaciones en cocoliche: pero la clienta que no era cautivada por sus exagerados ardides de ventas era llamada gringa, a secas.
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