Tiempo de diferenciar deseos de necesidades
No es lo mismo desear que necesitar. Acaso la comprensión de la diferencia entre ambos conceptos haya sido un significativo legado del Covid-19 para quienes puedan discernirla, tras largos meses de cuarentenas, confinamientos, distanciamientos o como se los llame según discursos, relatos y conveniencias de turno. La necesidad puede ser definida como aquello que no puede no ser atendido. Si no se atienden el hambre, la sed, el sueño, el abrigo o el impulso sexual, la vida de un individuo o de la especie están en peligro. Estos requisitos constituyen la base de la pirámide de las necesidades humanas que el psicólogo humanista estadounidense Abraham Maslow (1908-1970) diseñó y presentó hacia mediados de la década de los años 40 en su artículo A Theory of Human Motivation (Una teoría de la motivación humana) y en su libro Motivation and Personality (Motivación y personalidad). Maslow sostenía que el conductivismo y el psicoanálisis, corrientes predominantes entonces, ponían demasiado énfasis en las tendencias negativas de la mente, en tanto él pensaba que hay en el ser humano un impulso innato hacia la autorrealización. Esta es posible en la medida en que las necesidades están solventadas.
A las necesidades fisiológicas básicas Maslow añadía, en sucesivos escalones de su pirámide, las de protección (seguridad, orden y estabilidad para desarrollar dones y proyectos), las de pertenencia (salir de la soledad para crear encuentros y redes con otras personas), las de estima (ser querido, valorado y reconocido, amar y ser amado) y, en el vértice, las de autorrealización (concernientes al desarrollo espiritual y moral y al descubrimiento del sentido de la propia vida). Cada estamento de la pirámide requiere la satisfacción del grado previo.
Las necesidades humanas no son infinitas. Pero si no se respetan y resuelven, interfieren en nuestra vida, y pueden hacerlo de muchas maneras. Explícitas, subliminales, sanas o patológicas, pacíficas o violentas. Comparadas con los deseos, son pocas. Su función es proveernos una vida lo más plena posible en términos que, a medida que subimos los escalones, son cada vez menos materiales. La función de los deseos, en cambio, es desear. Una vez saciado uno aparece otro. Para el deseo no hay límite; en cambio, una necesidad atendida provee paz interior, armonía, equilibrio psicofísico. No son las necesidades, sino los deseos el motor del consumismo y de sus consecuencias más graves: la depredación del medio ambiente, el olvido del otro, la incitación al hedonismo egoísta y el sostén de un sistema económico generador de desigualdad y devastador del hábitat y las relaciones humanas. Decía Ghandi que el verdadero progreso social depende de reducir esos deseos y no de aumentarlos, algo para lo cual, afirmaba, se necesita una humildad que no es habitual.
Acaso esa humildad (no confundir con pobreza ni con carencias) pueda aflorar en más personas luego de la experiencia de las cuarentenas sin fin. Sobre todo, en quienes hayan percibido de cuántos deseos podían prescindir sin perecer por ello. Y hayan advertido de qué manera esos deseos corroían (en la supuesta "vieja" normalidad) sus economías, su tiempo y sus vínculos. De qué manera los apartaban de las necesidades de autorrealización ofreciéndoles a cambio prótesis o placebos que actuaban como analgésicos siempre momentáneos para la angustia y el vacío existencial provocados por la necesidad desatendida o postergada. "Compra lo necesario, no lo conveniente", aconsejaba en el siglo I a. C. el gran poeta latino Ovidio. Y en la misma sintonía, el español Francisco de Quevedo (1580-1645), prolífico e inagotable autor de Historia de la vida del Buscón y Los sueños, decía: "Por nuestra codicia lo mucho es poco; por nuestra necesidad lo poco es mucho". Habrá quienes ahora coinciden y quienes siguen deseando sin saciedad.
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