Testigo del siglo
Nació en Minas Gerais. Construyó Itaipú, negoció petróleo para su país con Sadam Husseim y tiene un juicio millonario contra el estado brasileño. Poderoso y mordaz, a los 87 Murillo Mendes no se calla nada
BELO HORIZONTE, Brasil.– Década del 50: Murillo Mendes tiene poco más de 20 años y se embarca en la construcción de la represa hidroeléctrica de Furnas, una de las mayores de América latina, prioridad en la agenda del desarrollo energético de Brasil para el entonces presidente Juscelino Kubitschek.
Fines de los 70: Murillo Mendes ya ha participado en la construcción del puente Río-Niteroi (el más extenso de América latina y séptimo en el mundo), y de tramos importantes de la ruta Transamazónica. Lidera el consorcio de construcción de Itaipú (por años, la mayor usina generadora de energía del planeta), y su reputación es indiscutida: su empresa de ingeniería, la Mendes Júnior, está entre las diez más grandes del mundo.
Murillo Mendes también está haciendo obras en Irak. Allá lejos y en una cultura tan diferente. La suya es la primera y única empresa brasileña en el Golfo Pérsico, con gigantes proyectos de infraestructura: la línea ferroviaria Bagdad-Al Qaim-Akashat, la ruta Expressway 1 y una estación de bombeo en el mítico río Éufrates.
A comienzos de los 80, del otro lado del mar, su país natal está en problemas: no tiene el petróleo que necesita para desarrollarse y crecer. Justamente Brasil, que en 2013 (y a pesar de sus dificultades) es la sexta economía del globo.
Entonces, Murillo Mendes se convierte en una pieza clave para que la nación vecina consiga su objetivo. Sólo un detalle: para acceder al crudo hay que negociar con Saddam Hussein.
En esa tarea, mientras construye rutas y vías férreas, se embarca el ingeniero de Belo Horizonte. Brasil consigue el crudo. Pero la Mendes trastabilla.
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Minas Gerais es, en 2013, uno de los estados más poderosos del país. El de la tierra colorada, el agua que brota por todas partes y los camiones repletos de minerales. La oficina de Murillo Mendes en Belo Horizonte –la capital– está a unos 40 minutos del Aeropuerto Internacional Tancredo Neves, una obra en cuya construcción también participó. Durante el trayecto, el taxista sólo habla de fútbol (el Atlético Mineiro ganó el campeonato estadual y está en las semifinales de la Libertadores) aunque es capaz de abandonar por un momento a Ronaldinho para señalar al costado de la ruta una de las últimas obras del gran Oscar Niemeyer. Es la sede administrativa del gobierno de Minas, ejecutada por un consorcio de las grandes constructoras de Brasil, incluida la Mendes Júnior.
Ingeniero, intelectual, empresario y hombre poderoso, Murillo es un hombre grande que sólo a veces se comporta con la formalidad brasileña del tudo bom, tudo jóia. Habla con una frontalidad arrollladora. Mira fijo. Dice lo que piensa y hace lo que dice. Con la fuerza de un coracero francés va directo a su objetivo:
–Brasil es famoso por su cordialidad. Detesta la franqueza –bromea–. En algún momento, todos pensamos que nuestro propio país es una mierda. Pero cuando otro lo dice, nos enojamos. Cuando estuvimos en Irak, donde pusimos mucho acento en respetar la idiosincrasia y la cultura local, una cosa que estaba prohibida era decir: Brasil es el más grande, el mejor.
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En los buenos tiempos, Saddam Hussein pagaba por adelantado. A fines de los años 70, Murillo Mendes empleaba en Irak a 10 mil brasileños, más trabajadores locales, para los que construyó casas, escuelas, clubes, hospitales, y para quienes llegó a necesitar 33 mil raciones diarias de comida.
La historia que siguió es larga, pero puede resumirse así: Brasil comenzó a importar el petróleo a cambio de las obras de ingeniería que la Mendes llevaba adelante en Irak. Hubo un momento en que el país de Saddam "entregaba 400.000 barriles de petróleo diario, casi el 70% de la importación total del país", según cuentan Murillo Mendes y Leonardo Attuch en su libro Quiebra de contrato (Folium, 2008). Antonio Delfim Netto, que fue ministro de Hacienda, Planeamiento y Agricultura durante el régimen militar, afirma sin rodeos en esas páginas que "la Mendes sustentó la importación de petróleo", y que la empresa fue un instrumento del gobierno para sostener el acceso a esa fuente de energía.
La ecuación parecía perfecta hasta que llegó la pesadilla. La sangrienta guerra entre Irak e Irán hizo que Saddam dejara de pagar. La Mendes se propuso varias veces abandonar ese país. Pero la situación se endureció: Irak no otorgaba visas de salida a extranjeros ni daba licencias de uso de equipamientos. Murillo llevó el caso a la Corte Internacional de Arbitraje (ICC), en París, que falló a su favor. A pesar de eso, Saddam amenazó con discontinuar la provisión del petróleo que necesitaba Brasil si las obras de infraestructura se interrumpían.
El gobierno brasileño de João Baptista Figueiredo presionó a la Mendes para que permaneciera en Irak. Autorizó créditos que el Banco de Brasil otorgó a la empresa, contra la prestación de las obras que le permitirían al país continuar recibiendo el crudo. La cobertura de cualquier riesgo en esa difícil situación correría por parte del Instituto de Reaseguros de Brasil (IRB), incluso en caso de incumplimientos causados por un conflicto bélico.
La Mendes asumió que su salida de Irak (la que ocurrió años más tarde, a pedido de Itamaraty, durante la Guerra del Golfo) estaría cubierta por el pago de indemnización al banco por parte del IRB. Pero ocurrió lo contrario: la Mendes Júnior fue ejecutada por el Banco de Brasil. A este conflicto se sumó otro: la falta de pago de sus trabajos en la Usina Hidroeléctrica de Itaparica por parte de la Compañía Hidroeléctrica de San Francisco (Chesf), otra empresa con control estatal. La constructora entró en su peor crisis. Perdió patrimonio. Se achicó. Despidió a cientos de trabajadores. E inició acciones legales contra el estado brasileño: 600.000 millones de dólares actualizados a 2013, la mayor demanda contra el país, hoy en manos de la Corte.
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El ingeniero Mendes no suele dar entrevistas. Lee con una rapidez envidiable, y tiene una biblioteca con libros prolijamente clasificados que prefiere explorar en idioma original ("hay muchos en inglés, es mejor leerlos sin defectos de traducción"). The Economist y Businessweek son sus revistas de cabecera: asegura que no se necesita más para entender lo que pasa en el mundo.
Recuperada luego de años de buena gestión y nuevas ideas, su empresa está ahora involucrada en proyectos como el saneamiento del Puerto de las Dunas, en el nordeste brasileño; la expansión de la ruta Ferro Carajás (Marañao y Pará), y el mantenimiento de la Usina José Mendes Júnior, en Minas Gerais, entre otras obras. En los 90, construyó la monumental Usina Hidroeléctrica de Tianshengqiao, en China. Fue la primera compañía brasileña en lograr un contrato de construcción en esa potencia oriental.
La gran expansión de los 80 ya no existe –dice el hombre que mira fijo–. Lo que existe son los mismos principios.
-En su libro Quiebra de contrato usted afirma que pocos temas están tan presentes en el debate actual sobre la viabilidad económica de un país (en su caso, Brasil) como el del respeto a los contratos. Y que las sociedades más avanzadas son las que logran construir confianza.
-Yo fui víctima de quiebras de contrato que tuvieron consecuencias extraordinariamente negativas. Un conflicto que se extendió por más de 20 años y que sigue sin resolverse. Cualquier poder, no sólo el poder político gusta ejercer su fuerza bruta. Eso es lo contrario del contrato social, incluyendo los contratos comerciales. Brasil no es la excepción. Al político le gusta usar el poder. Y la justicia es lenta. Pero el problema de los contratos, como decían Locke o Mill, es la base de todo. En cualquier país civilizado tiene que haber reglas. El mundo anglosajón es más desarrollado que nosotros porque no renuncia a sus reglas.
-El conflicto se produjo durante el gobierno militar brasileño. ¿Por qué usted participó de negocios con ese gobierno?
-Desde que se creó la empresa nosotros tuvimos relaciones de convivencia con el Estado. Estábamos en temas importantes para el desarrollo de Brasil, y todo lo relevante dependía, lógicamente, de los presidentes. Mantuve relaciones cordiales, pero sin crear intimidades, como decimos en Brasil. Nunca tuve preocupación por agradar a los poderosos. Siempre dije lo que pensaba y lo sigo haciendo. No le debo nada a nadie. Y no pierdo tiempo en discutir si fui amigo de tal o cual. Igual la gente habla, dice cosas. Ya se sabe: la única forma de que no hablen mal de usted es que usted no tenga ninguna relevancia. Si todo el mundo habla bien, es sospechoso. Digamos que un 15% de las personas debe considerar que usted es un hijo de puta para que usted se quede más o menos tranquilo de que todo anda bien.
-¿Cómo era Saddam?
Hábil para el mando militar, cruel con sus opositores y obsesionado por el espionaje.
-¿Y en las negociaciones?
Un joven extremadamente capaz.
-Usted habló del descreimiento y la falta de seguridad jurídica, temas cotidianos también en la Argentina. ¿En cuánto nos parecemos?
Yo considero que la capacidad interna de destrucción de los políticos en la Argentina fue mayor que la de Brasil. Los brasileños tuvimos grados mayores y menores de depredación, pero lo de ustedes es peor, una lástima, en un país infinitamente rico y privilegiado. Yo veo que a pesar de que ciertos sectores se movilizan para reclamar por lo que no quieren, el argentino en general está más resignado a aceptar la desgracia política.
-¿Todo político es corrupto?
Eso piensa mi mujer. No es así. Todos conocemos políticos de una integridad total. En la Argentina, en Brasil, en cualquier lugar. Eso sí: el arte del político es el de mantenerse en el poder, y a veces sobrepasa límites que otros no saltarían. En nuestros países, cuando esos límites se pasan, no hay castigo. Ahora, justamente, tengo un amigo que quiere entrar en política. Ya le dije que se olvide…
-¿Qué virtudes le faltan a su amigo?
Ninguna. Lo que le faltan son defectos.
-¿Nota alguna diferencia entre los políticos de Brasil y la Argentina?
Brasil es mucho más pluralista, creo. Más flexible. Por lo que yo veo, en la Argentina la oposición a veces se ve tan radical como el poder público, poco elástica para lograr sus objetivos. Aquí, el PT, por ejemplo, tiene muchas vertientes diferentes. Hay mucha gente buena, gente sensata, y otra que no lo es.
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En un presente con cuestiones pasadas sin resolver (Murillo no piensa abandonar su demanda contra el Estado), el ingeniero habla de futuro. Se viene –dice– un tiempo en que la tecnología va a producir una mejora social, y va a dejar a las masas "ese poder que ningún régimen autoritario conseguirá asegurarse de aquí en más".
-La gente dice que usted es un empresario poco común. Una suerte de empresario intelectual.
Es que necesito pensar. No porque sea un intelectual, es para mi trabajo. Me enfrento con problemas que no siempre son parte de mis competencias, entonces voy y busco soluciones consultando a otros, principalmente en los libros. Los libros tienen todo lo que pasa en el mundo.
-¿Pesa más la experiencia que la formación académica?
El problema es que la gente con formación académica no siempre tiene interés pragmático. Yo siento curiosidad intelectual, dentro mío hay una especie de anarquista que cuestiona todo. En la escuela yo tenía buenos profesores, pero los enfrentaba, protestaba, me interesaba la discusión, la diversidad de ideas, compartir.
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Hay gente que va y viene en la oficina de Murillo Mendes. El fotógrafo, su secretaria, un amable señor que sirve café, su equipo de comunicación. La energía circula. "Los seres humanos se agrupan desde que nacen", reflexiona. Es así: "La antropología, la psicología social o la sociología hablan de la tribu por necesidades de taxonomía académica. Pero en realidad están hablando de cosas sencillas y cotidianas: juntarse, ser hincha de un club de fútbol, tener una misma lengua. ¿Sabe cuántas lenguas tenemos aquí, en las comunidades indígenas? Son como 300. Algunos tontos académicos están preocupados y quieren enseñarles a estas comunidades la lengua que habla la mayoría.
Asegura que la especie humana es frágil en comparación con otros mamíferos: "Fíjese que otras especies nacen caminando. Nosotros no. Lo nuestro es un verdadero misterio. Hasta Jesús, que sabía todo, terminó jodido en la cruz".
Se siente orgulloso de que su nombre esté ligado al 40% del potencial hidroeléctrico instalado en Brasil, y a 14 mil kilómetros de rutas y líneas férreas, a refinerías, aeropuertos y plataformas petrolíferas. Y obsesionado con ver cumplido un deseo: "El imperio de la ley, y no la ley del emperador de turno".
Regala un libro, recibe otro. El sol del mediodía entra en su oficina. Alguien comenta que esta mañana, como todas, el ingeniero nadó unos cuantos largos y jugó con su bisnieto. Ahora posa con poco placer para las fotos, se toca la pierna y la mueve como un péndulo: "Esta rodilla me está molestando –dice, a sus 87–. No bien tenga tiempo, me voy a operar".
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