Cuando su padre fundó Noblex, observó cómo el miedo a volar le dificultaba los negocios; él, que había heredado la fobia, debía superarla para salir de las cárceles mentales y sanar una herida familiar, que había comenzado con el destierro de su abuelo de Cataluña
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El abuelo de Claudio, Sebastián, divisó el puerto de Buenos Aires con un nudo en la garganta y un dejo de esperanza apenas visible en sus ojos. Dejar Cataluña atrás significó clavar un puñal en su corazón, una herida que en su vida entera sería capaz de sanar. Cuando el barco Regina Margherita bajó sus anclas en aquel 1906 inolvidable, la familia Plá le dio comienzo a su historia en el nuevo mundo; una historia colmada de pasajes dolorosos, otros felices, pero, sobre todo, inesperados.
La abuela Paulina y la tía Ramona acompañaban a Sebastián en su congoja y en esa extraña adrenalina que los invadía. Habían llegado en busca de un horizonte claro, tras huir de un pasar casi insostenible en una España convulsionada por una crisis grave, que los expulsó como a tantos otros.
“Venía a Latinoamérica en busca de un mejor pasar económico”, cuenta Claudio, mientras rememora la historia de su abuelo. “Y hay una realidad que duele, en la actualidad se está dando un proceso inverso: llegan noticias de que en Barcelona está lleno de argentinos recién emigrados, por lo que observo con pena que, la crisis económica que atraviesa nuestro país, produce un fenómeno en muchos jóvenes que comienzan a mirar a Europa - como el caso de dos de mis hijas- con el deseo de emigrar y buscar una vida mejor”, continúa, conmovido.
Enterrar el pasado y volver a empezar en Argentina: “Mi abuelo una vez que llegó aquí no habló más catalán ni tuvo vínculo con nada que tuviera que ver con Cataluña”
A pesar del dolor del desgarro, a Sebastián, Paulina y Ramona no les costó mucho adaptarse. De hecho, Sebastián estaba profundamente enojado con su tierra de origen, por lo que decidió cerrar con llave el cofre de sus recuerdos pasados, dejar allí dentro su patria, y tirar aquella llave en un océano imaginario; con aquel acto, las consecuencias fueron contundentes: nunca volvió a mencionar Cataluña y jamás regresó a su tierra.
“Mi abuelo una vez que llegó aquí no habló más catalán ni tuvo vínculo con nada que tuviera que ver con Cataluña. Lo que entendí años después, fue una modalidad de no elaboración del duelo del proceso de desarraigo, y que generó cierta melancolía en las generaciones siguientes (mi padre era un tanguero con depresiones periódicas, alternadas con momentos de euforia)”, revela Claudio.
Y así, entre la nostalgia enterrada y la esperanza del nuevo comienzo, la familia Plá se instaló en un conventillo del Abasto, y casi de forma inmediata, abrazaron con gusto la gastronomía de su país adoptivo, entre otros rituales. Argentina les presentó el asado, una costumbre que comenzó a acompañarlos todos los fines de semana y de la que pronto se declararon fanáticos. Los momentos de ocio, sin embargo, eran escasos, todos allí empezaron a trabajar de sol a sol.
De barberos al nacimiento de Noblex
Sebastián había llegado a Buenos Aires con su oficio de barbero y al poco tiempo pudo instalar su local. Cuando sus tres hijos nacidos en Argentina -Pedro, Armando y Alfredo- tuvieron edad suficiente, su padre los capacitó en el arte del corte de pelo y barba.
Los años pasaron y llegó aquel día en que Alfredo, padre de Claudio, al igual que sus hermanos, supieron que con su oficio no darían el salto en la calidad de vida que tanto anhelaban y merecían: “Mi tío Armando, motivado y sorprendido por un regalo que le hizo un novio a mi tía Ramona- una radio a galena – y producto de una enorme curiosidad y capacidad autodidacta, comenzó a armar un taller de reparación de radios. Allí se puede identificar la génesis de la futura empresa Noblex”, cuenta Claudio.
El punto de inflexión se produjo en el año 1945, cuando el proceso de sustitución de importaciones le dio un fuerte impulso a la industria nacional, lo que favoreció a los Plá en el negocio de las radios de válvulas armadas artesanalmente en cajas de madera.
“El siguiente gran salto ocurrió en la década del 60, con el descubrimiento y la asociación con firmas japonesas, y la producción en serie de las radios 7 Mares, y los primeros televisores portátiles Micro 9 y Micro 14 que ganaron premios internacionales de diseño”, continúa Claudio. “Sin embargo, este despegue reveló una gran limitación para mi padre, Alfredo”.
Fobia a volar, una cárcel mental que limita los sueños
Alfredo, padre de Claudio, tenía un ídolo: Carlos Gardel, que había fallecido en un accidente aéreo en Medellín en el año 1935. Este suceso lo llevó a cultivar un miedo profundo al avión y a jurar que jamás volaría en su vida. Pero cuando Noblex comenzó a crecer, Alfredo pasó a cumplir un rol fundamental en lo comercial, lo que lo obligó a viajar a Japón para garantizar el buen desenvolvimiento de los negocios.
Dispuesto a quebrar su promesa en pos de la empresa familiar, con mucho esfuerzo, Alfredo logró abordar a un avión y volar hacia esa tierra tan lejana: “Lo hizo ayudándose con grandes dosis de ansiolíticos, el famoso diazepam de aquellas épocas, por lo que pudo atender sus asuntos internacionales con bastante sufrimiento”, confiesa su hijo, Claudio. “Por identificación y cierta mimetización, heredé el miedo a volar de él”.
Para Claudio Plá, aquel miedo a volar escondía mucho más que el hecho de tener pánico de estar suspendido en el cielo. El duelo negado del desarraigo del abuelo atravesaba este temor, y, en el fondo, él sabía que debía superarlo. Subir a un avión significaba mucho más que cruzar fronteras, subir a un avión presentaba ante él la posibilidad de volver a la Madre Patria, sanar heridas heredadas y cerrar un círculo importante en sus vidas.
Aun así, el miedo parecía siempre ganar la pulseada.
Transformar el miedo en aliado: “Me fascinó la felicidad que genera en otros la superación de este miedo”
Claudio estudió medicina y se formó como psicoanalista y psiquiatra, sin imaginar que por allí se escondía la llave para transformar aquella fobia familiar. Un colega y maestro lo convocó a trabajar en la línea aérea de bandera para dar capacitación a los pilotos en factores humanos para la prevención de accidentes: “Lo que aprendí allí me quitó absolutamente mi miedo a volar”, revela Claudio.
“Como resultado de eso vi la oportunidad de ayudar a la enorme cantidad de personas que padecen miedo a volar (se calcula que es un tercio de todos los pasajeros del avión) Me fascinó el nicho, la felicidad que genera la superación de este miedo y también me tentó el tener muy poca competencia, ya que no hay muchos profesionales psicólogos o psiquiatras que aborden esta fobia”, sonríe.
En 1995, Claudio fundó Poder Volar, y pronto se convirtió en un referente en el tratamiento de la fobia. Desde entonces, comenzó a dar cursos, conferencias y a acompañar el proceso de recuperar el placer de viajar y volar. Con el paso de los años, su empresa se expandió y abrió una sede en Ciudad de México, junto a dos colegas; su sueño es seguir traspasando fronteras y abrir sedes en países de Latinoamérica y España.
Actualmente, y aprovechando los avances tecnológicos, Claudio y su equipo se encuentran desarrollando para su app la experiencia de realidad virtual, con un curso teórico práctico para que se pueda sentir cómo es volar en cabina de mando y de pasajeros, a fin de lograr la familiarización y desensibilización, mientras se aprenden conceptos de seguridad y ejercicios para el control de las emociones.
Un comienzo en barco, un final en avión: “El mejor invento de la humanidad”
Ciento diecisiete años pasaron desde que el abuelo Sebastián dejó su patria en barco y enterró Cataluña para siempre con la intención de no volver a evocarla nunca más. Sin imaginarlo, aquel designio marcó profundamente a las siguientes generaciones de múltiples formas, una de ellas, el miedo a subir a un avión, un camino mucho más sencillo para llegar a cualquier parte del mundo que el barco, y un medio que elimina la complejidad de volver al país de origen.
Hoy, Claudio está de alguna manera agradecido a Sebastián, pero, sobre todo, a su padre. Los traumas que ellos acarrearon, él los transformó en propósito: ayudar a quienes tienen temor a poder cumplir sueños, a reencontrarse con sus raíces, a cerrar círculos. “A veces siento que mi trabajo es tratar de abrir la cárcel mental de alguien que está encerrado en su miedo a volar… y a vivir”, dice. “El miedo de mi padre me permitió encontrarle un excelente sentido a mi vida, al ver que puedo ayudar a otros facilitando una de las experiencias más gratificantes como es el viajar”.
“En el caso de los que emigran surgen otros miedos asociados por fuera del avión, como el temor al desarraigo o al fracaso cuando se va en busca de un mejor porvenir económico o bien a que lo que encontremos no sea como lo anhelamos”, continúa Claudio, quien no solo pudo volar a Cataluña, sino que ya recorrió numerosos destinos del mundo. “Actualmente tengo una hija y un nieto viviendo en Londres y otra hija con otro nieto Pláneando emigrar. A pesar de la posibilidad que da la tecnología con las videollamadas y zoom entre otras cosas, siento pena de estar perdiendo momentos importantes y ese contacto cotidiano, cercano, que no es recuperable”, dice conmovido.
“Sin embargo, más allá de lo profesional debo agradecer al avión, que también me permite poner en pausa la distancia, viajar para vernos y abrazarnos, ver en vivo y en directo la sonrisa de mi hija y la de mi nieto. Es una `curita´ que uno se pone en una herida que siempre estará abierta -la distancia se acepta pero no se supera- y eso es gracias a poder subirnos a un avión, el mejor invento de la humanidad”, concluye.
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