Tengo el trabajo de mis sueños, pero a veces lo detesto
En el 98 estaba veraneando con mi familia cuando un grupo de promotoras empezó a repartir revistas en la playa donde descansábamos. Yo tenía 18 años, recién terminaba el colegio y me había anotado en el CBC de derecho por inercia familiar. Cuando la revista llegó a mis manos y cuando empecé a recorrer sus páginas, sentí una emoción extraña. Gente interesante, fotos increíbles, fiestas enormes, declaraciones polémicas y un extenso catálogo de productos de lujo recomendados para el lector ABC1 al que apuntaba la recién lanzada publicación. Enloquecí un poco, aunque nunca me imaginé que ese mundo podría siquiera rozar mi chatísimo horizonte de futuro abogado que trabaja en el estudio jurídico de su familia y tiene la vida completamente seteada (ah, también era homosexual y no me había dado cuenta, hecho que parece poco relevante pero tiene mucho que ver con esta historia).
Me hice fanático de la publicación y empecé a comprarla todos los meses, hasta que un día mi prima vino a casa, la vio en la mesa ratona y me dijo: "ay, la hija del dueño de esa revista va conmigo al colegio". Así, como si nada.
Enloquecí de nuevo, le rogué que la llamara inmediatamente y al lunes siguiente estaba sentado en la enorme oficina del dueño explicándole que no sabía hacer nada, que ni siquiera era estudiante de periodismo, pero que moría por estar ahí adentro. Entonces empecé a trabajar como pasante, sin ningún tipo de remuneración, haciendo café y buscando información en la única máquina conectada a internet. Mi jefa en ese momento, una redactora que terminó haciendo prensa cultural, me preguntó a dónde quería llegar en la revista, qué puesto me interesaba ocupar, a lo que respondí: "quiero dirigir, porque me gusta hacer un poco de todo". "Que vivo que sos", dijo con sorna, y se rió malvadamente como la inefable Emily en El Diablo viste de Prada.
Pasaron muchos años y muchas cosas (me puse a estudiar en Puán -la Facultad de Filosofía y Letras-, salí del clóset, me fui a vivir a Estados Unidos y conseguí un trabajo en la versión latina de Vogue), hasta que volví a Buenos Aires luego de un divorcio complicado y me ofrecieron el puesto de director de esa misma revista en la que había empezado como pasante. Hasta aquí, el final perfecto en el que Andy, el personaje interpretado por Anne Hathaway en la gran película de moda, derrota finalmente a la villana de Emily (Emily Blunt en la vida real).
Hoy tengo el trabajo de mis sueños, pero a veces lo detesto.
No es que ya no me apasione el periodismo y que no siga amando las publicaciones impresas, pero la rutina laboral puede convertirse en un derrotero de situaciones repetitivas y deprimentes que si no las modificás de alguna manera, terminan por enfermarte. O matarte.
Primero, los jefes, que por más buena onda que parezcan siempre serán las personas que te dicen lo que debés hacer y tienen la última palabra sobre todas las decisiones que tomes. Es casi imposible que la relación con tu jefe no se desgaste. Imaginemos sino una pareja de diez años en la que uno siempre va a tener la razón todo el tiempo…
Después, la rutina. Hacer todos los días el mismo camino a la misma hora con el mismo tráfico, saludar al tipo de seguridad y ver repetidas las caras y vestuarios de mis compañeros de trabajo una y otra vez. Lo irónico de los trabajos fijos es que uno pasa la mayor parte de sus horas del día con gente que jamás elegiría ni siquiera para ir a tomar algo una vez por mes.
Por ejemplo, la que grita "quien quiere caféeeeee" todos los días a la misma hora como si fuera la empleada pública de Gasalla. O los que debaten con la misma pasión de un panelista de Intratables cualquier tema trillado de la actualidad nacional. O la hora del almuerzo, donde toda esa gente confluye en un mismo lugar y analiza con una alegría que jamás entenderé los dos o tres menús del día del bar de la oficina.
Mientras todo eso pasa, soñás con despertarte un día y renunciar. Entre tanto, buscas nuevos trabajos pero ninguno está a la altura de las circunstancias, pues ya tenés el cargo, el trabajo que siempre quisiste y cuando te das cuenta de que eso no es el paraíso que creías, no te queda escapatoria, porque el sistema te aprisiona. ¿Estás dispuesto a dejar atrás todo lo que siempre anhelaste en pos de una felicidad que parece ficticia? ¿Te animás a no contar más con el cheque a fin de mes y ser freelance y tener que buscar cada peso para llegar a una suma razonable? ¿Podes bajarte de los viajes de trabajo, de las comisiones, del aguinaldo, de los bonos y de los regalos? ¿Tu ego está preparado para dejar de ser un director atrapado en una maraña de problemas y rutinas para convertirte en un colaborador libre que trabaja desde su casa a merced de nuevos clientes y editores que requieran tus geniales servicios? ¿Te animás a ganar menos y que eventualmente tengas que mudarte a un barrio lejos del tuyo, a no poder bancar el auto o medir las salidas con tus amigos?
Aquel momento tan soñado -y temido- llega eventualmente por decisión propia o porque te echan y te obligan a dejar la cárcel de oro que siempre te contuvo. Cuando eso suceda, finalmente, serás libre. Y estarás, frente al mundo, más solo que Lassie.
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