Tengo más de 35 años y dormí por primera vez en un hostel
La parte de arriba de una cucheta cubierta con cortinitas tipo micro de banda de rock se había transformado en un refugio durante aquel viaje. Mi mochila, mi carry on, un neceser con productos de cosmética en miniatura, un sobre de cuero con blisters de remedios, dos botellas de agua grande, la tableta para mirar series, el celular y el cargador. Este elemento, fundamental para la supervivencia digital en un prolongado viaje por Europa, sostenía mi teléfono minutos antes de quedarme dormido, cuando scrolleaba medio zombie el feed de Instagram hasta que sentí que algo se desprendía de mi celular. Sí, el preciado cargador iba en caída estrepitosa hacia la litera de abajo, para terminar estancado entre la frente y el brazo derecho de un hombre muy caucásico, muy rubio y muy enrulado. El joven siguió roncando como si nada mientras yo lo observaba con cierta desesperación desde la cama de arriba. ¿Qué hacer? ¿Despertarlo y explicarle lo que había sucedido, quedarme con el teléfono sin cargar durante toda la noche, o arriesgarme a quitar el cargador de su almohada sin que se diera cuenta? Elegí, sin pensar, la tercera opción. Grave error. El tipo se despertó con mi cara frente a la suya, casi respirándole en la nuca, y empezó a gritar como si fuera a robarle, a tocarlo o qué se yo. Me ligué un bife mal embocado en la frente mientras intentaba explicarle que solo quería mi cargador, hasta que logré hacerlo entrar en razón. La situación me dejó alterado, con el corazón latiendo a mil, teniendo que hacer ejercicios de respiración para dormir mientras me juraba que aquella sería mi primera y última vez en un hostel.
Tenía 36 años.
La razón por la que decidí terminar en una cucheta compartida a mi edad fue netamente económica: venía de un viaje romántico por Estambul y la isla de Creta y terminé solo en Atenas, dos noches, porque mi novio tuvo que partir a otro destino por cuestiones laborales. El euro acababa de trepar los 50 pesos y mi presupuesto se había esfumado. Podría haber tarjeteado una habitación individual en un hotel regular por 150 euros la noche, o terminar en esta especie de cubículo que en fotos parecía muy moderno y casi privado.
Los códigos del hostel
Aunque no conocía los usos y costumbres del hostel porque siempre había hecho viajes de prensa o en pareja que me aseguraban alojamiento privado, estaba dispuesto a hacerme el pendeviejo y entregarme a la aventura.
Lo primero que me sorprendió del hostel es que había gente de todas las edades. Contrario a lo que suponía, no se trataba de una fiesta de egresados con música al palo y todos guitarreando hasta las tres de la mañana, sino más bien un enclave de turistas trotamundos, muchos de ellos viajando en solitario, que no estaba dispuesto a gastar fortunas en alojamiento.
Miento cuando digo que esta fue mi primera experiencia en un hostel, pues hace un par de años hice el intento, cuando un amigo se bajó a último momento del viaje que íbamos a hacer juntos a Rio y me pareció un poco caro pagar yo solo la habitación doble. En ese entonces di con un hostel super cool en Leblon que tenía habitaciones individuales y cuartos con dos cuchetas, para compartir entre cuatro. Al llegar vi que las cuchetas estaban buenas y la diferenca de precio era abismal, y decidí probar el sistema compartido, con la opción de pasarme al individual al día siguiente. Todo iba bien hasta que me quise bañar y vestir, y el cuarto se llenó de visitantes que se aseaban al lado mío como si nada. Me dio tanto pudor que me fui a dormir vestido y me tomé un miorelejante que me dejó tarado. Tan tarado, que en medio de la noche empecé a dar vueltas en la cama y ¡pum!, caí redondo al suelo desde la cucheta de arriba y de milagro no me rompí nada. Mis roomates se despertaron para socorrerme y yo solo quería desaparecer. Al día siguiente, casi en estado de shock, me pasé a la habitación individual.
Pero en Atenas no tenía esa opción; solo viajaba por dos noches y estaba muy decidido a no gastar una locura de hotel. Y aunque el episodio del cargador me había dejado muy perturbado, diseñé un sistema para cruzarme con la menor cantidad de gente posible y aprovechar las bondades del hostel: el lugar estaba muy bien ubicado (esto no es un dato menor, pues había hoteles individuales, pero tan alejados de todo que no valían la pena), el diseño era muy "canchero", los espacios comunes tenían un bar divertido con gente de todo el mundo conversando animadamente, y con la plata que me ahorraba en alojamiento podía comer en lugares buenos, ir a todas las excursiones que quisiera y hasta comprarme algo de ropa en esas cadenas europeas que para ellos son low cost y para nosotros están bastante bien.
Luego de aquel viaje tuve otras dos situaciones que me encontraron viajando solo y sin hotel, aunque decidí buscar alternativas a la cucheta y evitar la imagen de un desconocido afeitándose en la litera de al lado, como si estuviéramos presos o en un campamento adolescente. La primera ocurrió en New York, a donde viajé por trabajo y me quise quedar tres días más por mi cuenta, con un dólar que ya trepaba los 40 pesos. Medio desesperado, investigué en Booking hasta dar con un antiguo hotel ubicado en el Meatpacking District, que tenía una especie de camarotes de dos metros y medio por uno (literal), que me dieron mucha claustrofobia, aunque la privacidad era impagable.
La otra ciudad que me encontró solo fue la carísima Londres, donde una amiga se casó el año pasado y no tuve más opción que viajar en pleno verano europeo, con la libra a sesenta y los precios de temporada alta por las nubes. ¿Qué hice entonces? Me quedé en un hostel en el Soho con cuarto individual, que tenía un twist muy extraño: había toilet y un mini lavatorio, como en las celdas, pero las duchas eran comunitarias. "Es lo mismo que un gimnasio", pensé, y con las libras que me sobraron me fui tres días a un festival de música electrónica en las afueras de London, a dormir en una carpa y convencerme de que todavía, con poca luz y bien tuneado, podía llegar a parecer que estoy bordeando los treina.
No he vuelto a viajar solo desde entonces y me pregunto si la próxima vez que eso pase estaré dispuesto a dormir en un hostel, o a meterme de visitante en la casa de un extraño que alquile su cuarto de huéspedes por Airbnb. Realmente, no sé qué es peor. Lo que si tengo claro es que pretendo seguir viajando como sea y no habrá límite de edad o cambio de moneda que me lo impida.
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