Tener o no tener auto en la ciudad, esa es la cuestión
Crecer en capital o crecer en provincia marcan la pauta sobre la urgencia para sacar el registro de conducir ni bien terminás el colegio.
Los que crecimos del otro lado de la General Paz, nos criamos con el chip de tener auto o usar el auto de tus padres para salir de noche, tan pronto sea posible. A los de capital, en general, este asunto siempre les dio un poco lo mismo.
Cuando terminé el colegio, a los diecisiete, me apuré a sacar el registro porque mi abuela me regaló un pequeño auto blanco que parecía un lavarropas. "Para que vayas a la facultad", me dijo, y yo no paré de cancherear cada vez que llegaba al CBC de Martínez con un CD noventero de fondo, tipo Alanis Morissette, Nirvana o No Doubt. Me sentía Brenda y Brandon en la preparatoria de Beverly Hills 90210.
Años después me mudé "al centro" y con este cambio aparecieron las dudas del porteño: que el departamento no tiene cochera, que manejar en la ciudad es un caos, que encontrar lugar para estacionar es imposible... Tanto me taladraron el cerebro que comencé a pensar como ellos, los bichos de ciudad, abanderados de la frase "el auto es un hijo bobo". También, venía de Londres con toda esa gente canchera tomando subtes y buses en cualquier lado y a cualquier hora. "El auto ya fue", pensé.
Sumado a esto, surgieron imprevistos con el auto que manejaba en ese momento, un hermosísimo automático que cumplía todas mis fantasías pero tenía el enorme defecto de usar repuestos importados. El problema que ocurrió con aquel auto parece insólito pero fue real: una inocente rata se metió en el motor en busca de un poco de calefacción central y pasó a mejor vida ahí adentro. El arreglo y cambio de no sé qué aparatos me costó una fortuna tan grande para mi vida de artista (¿acaso el periodismo ahora no es un arte efímero, inestable y mal pago como la pintura o la actuación?) que decidí mandar todo al diablo. Vendí el auto, me empecé a mover en transporte público y desterré de mi vida esa serie de problemas que todo el mundo conoce. Emancipar al hijo bobo hizo que pudiera desprenderme del pago de cochera, patente, seguro, mecánico, service y toda clase de gastos imprevistos. Me liberó, también, de ser el chofer de todos mis amigos o conocidos a los que siempre terminaba acercando "acá nomás" por pena o por una tonta manía de querer agradar a todo el mundo y me permitió –esto no es un dato menor- tomar una o dos copas en fiestas y eventos sin poner en riesgo la vida de nadie.
El subte y el colectivo pasaron a ser mis grandes aliados. Adquirí un odio visceral por los taxis y taxistas con sus cigarrillos prendidos, sus radios AM a todo volumen y sus charlas horrendas propiciadas a cualquier hora y en cualquier circunstancia, obviando por completo mi cara de no tener ganas de hablar o los auriculares que me ponía cada vez que subía a uno de esos bichos de pintura negra y techo amarillo. Volví al tren Retiro-Tigre para visitar a mi familia en zona norte, a merced de músicos frustrados, artistas callejeros y toda clase de vendedores ambulantes. Me maravillé con las aplicaciones de transporte que al principio tenían tarifas geniales para ir a provincia y reafirmaron mi idea de no depender de un auto nunca más en la vida.
También me compré una bicicleta de esas plegables -que antes me parecía espectacularmente moderna y hoy posa como una reliquia u objeto de decoración en el living de mi casa- con la fantasía de ir a todos lados pedaleando sin contemplar que en verano moriría de calor y sudor; y en invierno me daría neumonía o terminaría con la bufanda XL enredada entre los pedales y atascada en la cadena (historial real).
Estuve así, siendo el hombre que no tiene auto, por casi cuatro años.
Hasta que un día mi cuñada, con su mentalidad de Gran Buenos Aires, decidió cambiar "el auto chico" que usaba para los pocos momentos que le tocaba andar sola por la vida por otro auto chico, pero un poco mejor y un poco más nuevo.
Su segundo auto era uno común y silvestre con solo dos años de uso y una mecánica tan simple que rozaba la categoría karting. El motor, 1.0, gastaba menos nafta que una moto y el seguro mensual costaba lo mismo que dos viajes en taxi.
Lo tuve a prueba por una semana. Nunca pensé que un objeto mecánico podía hacerme tan feliz.
Decálogo para manejar en CABA y no sufrir tanto
La clave para ser un porteño motorizado y no sumar gastos o pesares está en no tocar el auto durante toda la semana, dejarlo estacionado en la calle (para esto sirve tener un auto común y corriente como el mío) y cada sábado a la mañana, cuando la ciudad está más liviana y los compromisos dan tregua, sacarlo a pasear a donde sea, sin rumbo fijo, por el solo hecho de agarrar un café to go,subir al auto, prender la radio y cantar mientras manejamos como James Corden en el Carpool Karaoke .
La inversión fue muy menor al lado del cambio de vida que me trajo volver a tener auto (perdón, con esta nota no quiero avivar giles y que todos salgan a comprar un auto chico usado y el mundo se vuelva más intransitable de lo que ya es).
Ahora puedo ir a asados en cualquier lado sin esperar que me lleven o me traigan. Puedo pasar diez minutos por lo de alguien sin la necesidad de estar la tarde entera en su casa "porque ya fui hasta allá"; puedo dejar cosas en el baúl como si fuera una extensión de mi placard, puedo ir un fin de semana a Cariló sin organizar nada demasiado y puedo terminar en cualquier bar o restaurante, por más lejos que quede, sin pensar en cómo volveré ni cuánto me saldrá ese rato encerrado con un desconocido en la autopista.
Lo que no puedo –o no quiero- es llevar amigos hasta sus casas, meterme en el tránsito de un viernes a las siete de la tarde o volver a cambiar el auto por uno más genial, más canchero, más nuevo o automático que a la primera de cambio me traiga más problemas que alegrías. Cuanto más simple el auto, más fácil hacer la ecuación.
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