Un posible caso de fiebre amarilla activó las alarmas por un rebrote en Buenos Aires y el temor de revivir esos trágicos 6 meses de 1871
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En la mañana del viernes 3 de enero de 1890, el doctor Pedro Lagleyze fue convocado de urgencia a una casa particular, en Moreno 1369 y San José, en el barrio porteño de Monserrat. Inés Sabalain (16 años) se había enfermado en forma repentina la noche previa. El oftalmólogo, pero reconocido como uno de los principales médicos del país, revisó a la paciente y el resultado de su inspección fue alarmante, no solo para la joven, sino también para la sociedad. Podrían estar frente a la paciente cero de una reaparición de la fiebre amarilla. La peste había ejercido su acción maléfica durante seis meses en 1871. ¿Volvería a sembrar la muerte en Buenos Aires?
La cumbre médica
Lagleyze convocó a un colega, el doctor José Penna. Se trataba de ver la forma de salvar la vida a Ia pobre Inés, a la vez que estar alertas ante la aparición de la bacteria. Debido al cuadro que presentaba la paciente, los especialistas reclamaron la colaboración de dos colegas, el salteño José Mariano Astigueta, director de la asistencia pública, y el doctor Juan Bautista Gil, presidente del Departamento Nacional de Higiene.
La cumbre de médicos se celebró a las 9 pm. Solo el doctor Gil tenía dudas acerca del diagnóstico de fiebre amarilla y se basaba en la falta de información. ¿Cómo se había contagiado? Consternados por la situación, porque las horas de Inés estaban contadas, los parientes no daban repuestas de utilidad.
Inés murió pasada la medianoche, el 4 a las dos de la mañana. Los especialistas debían actuar, conscientes de hallarse en el momento de mayor tensión emocional. Necesitaban reforzar el cuestionario a los padres y también rogarles que se permitiera hacer la autopsia, que podía salvar muchas vidas.
La insistencia del doctor Penna dio sus frutos. Los Sabalain autorizaron la revisión del cuerpo. Y recordaron que una mujer recién llegada al país había dormido en el cuarto de Inés. La inmigrante se llamaba María Santos y había pasado tres noches en el hogar de la calle Moreno, antes de partir a La Plata para trabajar en la casa de una hermana del afligido padre de la víctima. De a poco, la historia fue tomando forma. La misteriosa mujer había viajado en el vapor Portugal, de bandera francesa. Un pasajero de la tercera clase había muerto durante la travesía, probablemente, por la fiebre amarilla. Debido a las sospechas, todos los viajeros y la tripulación debieron hacer una cuarentena de dos semanas en la isla Martín García. Cumplido el plazo, se había trasladado a Buenos Aires. La misteriosa María estaba en ese grupo. Los médicos tomaron nota del dato.
El regreso de la fiebre maldita
La autopsia, que tuvo lugar durante la tarde del 4, estuvo a cargo del doctor Telémaco Susini, director del departamento de bacteriología, acompañado por el doctor Penna, el asistente Cecilio López y un estudiante avanzado de Medicina, Alfonso Masi. La conclusión fue que Inés presentaba un cuadro similar al de los fallecidos en 1871 por la peste. A través de los diarios, los vecinos de Buenos Aires se enteraron de que la fiebre maldita había regresado a la ciudad.
Los médicos que intervinieron en la autopsia más el asistente López y el estudiante Masi quedaron en cuarentena. Se convenció a los padres para que penosamente autorizaran la incineración del cuerpo. Se procedió a la desinfección de la casa y se estableció que la familia debía cumplir con diez días de aislamiento, pero afuera de la ciudad. Se formó un cordón policial en la cuadra de la casa.
Por otra parte, se envió un telegrama al presidente del Consejo de Higiene de la provincia de Buenos Aires, Dr. Manuel Riera, para informarle que María Santos podría haber llevado el peligro a La Plata. Asimismo, comenzó la complicada búsqueda de la totalidad de los pasajeros de Portugal para volver a ponerlos en cuarentena.
La agotadora travesía familiar
Mientras tanto, la infortunada familia de Inés fue conminada a mudarse a Morón, en la zona oeste, distante a unos treinta kilómetros de la Capital Federal. Con la ayuda de un vecino moronense, alquilaron una casa en una zona aislada del pueblo. Los acompañaría un médico encargado de constatar la salud de todos. Pero surgió una nueva contrariedad. Los vecinos de Morón repudiaron la forzada visita de los Sabalain en su pueblo. Presionaron al propietario que les había alquilado y el intendente Agüero se apropió de las llaves de la quinta. Aclaró que no lo hacía en calidad de funcionario, sino que actuaba como un vecino más.
Los desdichados se enteraron de que no eran bienvenidos en Morón antes de salir de su casa. Resolvieron avanzar sobre una alternativa. Sus parientes de La Plata les habían ofrecido un campo en Magdalena (a cien kilómetros desde la ciudad de Buenos Aires). Cargados de baúles y cansancio —y con el pequeño hermanito de Inés, de un mes de vida—, abordaron el tren en Constitución. Pero hubiera sido mejor que no lo hicieran. Porque la recepción en Magdalena, con el intendente Eduardo Malter a la cabeza, fue hostil. Los consideraban una amenaza y les exigieron que regresaran en el próximo tren que partiera. No tuvieron más remedio que hacerlo. Habían llegado el 8 a las 11:40 am y se fueron a las 4:20 pm.
A esa altura se multiplicaban las protestas por la falta de un lazareto apropiado para situaciones epidemiológicas a la vez que se debatía si efectivamente se había tratado de un caso de fiebre amarilla. Primero, porque algunos médicos que leyeron los resultados de la autopsia en La Prensa y LA NACION manifestaron que no estaban de acuerdo con las conclusiones del especialista Susini. Segundo, porque no se registraban nuevos contagios. Los padres aseguraban que Inés había padecido una indigestión. La Prensa alzó la voz frente a la arbitrariedad que afrontaban los parientes de la víctima, a través de una columna que comenzaba diciendo: “Entre los derechos que la Constitución Nacional asegura a todos los habitantes de la república, figura el de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino…”.
Los problemas de la familia peregrina continuaron cuando llegaron a Buenos Aires. Un policía no les permitía entrar, pero estaban exhaustos, desoyeron las advertencias y todos ingresaron al hogar.
Mientras se daba toda esta situación lamentable, en La Plata, las autoridades provinciales buscaban a María Santos. Se perdieron algunas horas por una situación absurda. No conocían la dirección de la familia Duvá. Recordemos que Mariana Sabalain de Duvá, tía de Inés, había contratado a la inmigrante. El domicilio: Calle 5 Nro. 576. Allí concurrieron el domingo 5 a la mañana. Desinfectaron la ropa y dejaron en cuarentena al señor Duvá, a los cuatro hijos y a la mencionada María. La madre de los chicos, Mariana, arribó a la estación de La Plata al día siguiente y fue aislada junto con su familia.
Buenos Aires y Montevideo: alerta y desconcierto general
Las alarmas de Buenos Aires y Montevideo estaban encendidas. Los porteños mantenían en su memoria las imágenes de la calamitosa peste de 1871. Sin embargo, esta vez no había reportes de contagios. El desconcierto era general y la polémica giró en torno al encierro de la pobre familia. El jueves 9, un cronista de LA NACION se sumó a un grupo que conversaba con José Sabalain en la puerta de su casa, mientras sus hijas lo hacían con amigos desde las ventanas de la planta baja.
El viernes 10 cesaron las cuarentenas de los médicos que participaron de la autopsia y del asistente López. Pero se mantuvo aislado al estudiante Alfonso Masi, quien protestó por la desigualdad en el trato. En medio de tantas complicaciones, una noticia trajo un halo esperanzador. La comunidad de Chacabuco, en la provincia de Buenos Aires, envió un telegrama a la sufrida familia para comunicarle que serían bien recibidos en su ciudad. Agradecieron el importante gesto, pero todos gozaban de buena salud y preferían mantenerse en su hogar.
Los parientes de La Plata recuperaron la libertad para circular el 14 de enero. Los Sabalain de Buenos Aires y Masi, al día siguiente. No se detectaron casos de fiebre amarilla y el vecindario recuperó su ritmo habitual, despojado de la amenaza de la peste. Había sido una falsa alarma.
*Agradecemos al Museo, Biblioteca y Archivo Histórico Municipal de San Isidro “Dr. Horacio Beccar Varela” el acceso virtual a su preciada hemeroteca.
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