Se llama James Webb y dicen que, después de varias postergaciones, será finalmente lanzado al espacio
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A través de su cámara Hasselblad X1D-5 de US$33.000, Chris Gunn lo observa maravillado. Como si adelante tuviera el David de Miguel Ángel o un antiguo obelisco egipcio. En verdad, es otra clase de obra de arte. Igual de deslumbrante: el telescopio espacial James Webb, la nueva joya de la astronomía.
Este fotógrafo lo ha retratado desde los inicios de su construcción allá por 2009, cuando era solo un esqueleto desnudo de pernos y arandelas.
Financiado por la NASA, la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Canadiense, el sucesor del Hubble espera en un hangar ubicado en Redondo Beach, California, el momento de pegar el gran salto y, una vez en órbita, abrirnos el universo como ningún telescopio pudo hacerlo antes.
Este observatorio infrarrojo de 6 toneladas se estacionará a 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, desde donde enviará información de los rincones desconocidos de nuestro hogar cósmico.
Su camino no ha sido fácil. Después de años de miles de millones de dólares gastados por encima del presupuesto, luego de fallos en las pruebas, intentos de cancelarlo y otras dificultades políticas, y el caos que acarreó la pandemia, su lanzamiento no ha sido postergado ni una, ni dos, ni tres, sino cinco veces. La nueva fecha programada es el 31 de octubre de 2021. Pero hasta no ver la fumarola saliendo con furia del megacohete Ariane 5 desde el puerto espacial en Kourou, Guayana Francesa, nadie creerá que ha comenzado una de las misiones científicas más esperadas de los últimos años.
“El telescopio espacial James Webb es el proyecto astronómico más ambicioso y complejo jamás construido, y darle vida es un proceso largo y meticuloso”, señala Günther Hasinger, director científico de la Agencia Espacial Europea. “La espera vale la pena”.
Es como si cada retraso hubiera incrementado por 10 el entusiasmo por ver este observatorio infrarrojo de 6 toneladas estacionarse a 1,5 millones de kilómetros de la Tierra, abrir su magnífico ojo dorado y deslumbrarnos con sus retratos, panorámicas, primeros planos de los rincones desconocidos de nuestro hogar cósmico.
Bien lejos de la contaminación lumínica en la Tierra –la pesadilla de los astrónomos–, este telescopio que lleva el nombre de un antiguo administrador de la NASA que fue fundamental en la ingeniería política de los alunizajes de las misiones Apolo explorará con sus cámaras exquisitamente sensibles toda clase de galaxias, desde el amanecer del universo hasta la actualidad, así como observará como nunca antes tanto asteroides, lunas como exoplanetas y sus atmósferas, para detectar si cuentan con las condiciones para la existencia de lo que conocemos como “vida”.
Pero más importante, nos transformará a nosotros. Porque los telescopios espaciales –como aquellos asentados en la cima de montañas o desiertos de cielos cristalinos– tienen un potente efecto psicológico. Así como hace 400 años un pequeño tubo con un par de cristales le bastaron a Galileo para sacudir el mundo y hacer temblar a la Iglesia Católica con sus observaciones herejes de las lunas de Júpiter, estos actuales monstruos tecnológicos expanden nuestra visión del universo y, al hacerlo, alteran la imagen que teníamos de nosotros mismos.
Gracias a los telescopios, sabemos que el cosmos se está expandiendo. Año tras año, segundo tras segundo, las galaxias se alejan, el abismo de la oscuridad espacial se agranda. Estos instrumentos científicos que nos han permitido ver lejos tanto en el espacio como en el tiempo nos indican que la materia ocupa un ínfimo 4% de la totalidad. El resto es materia y energía oscura, dos protagonistas casi esotéricos en la vasta soledad cósmica.
Quizás el telescopio espacial James Webb sea el primer instrumento en ver signos de vida extraterrestre. O el primero en contemplar un planeta verdaderamente similar a la Tierra, pero lejos de nuestro oasis interestelar. Nadie lo puede asegurar. Lo que con seguridad conseguirá esta maravilla tecnocientífica será derramar todo lo que capte en el torrente sanguíneo de nuestra cultura: en el arte, en la música, en el cine, en la literatura, de una manera que aún somos incapaces de sospechar. Y también encenderá la imaginación de escritores y escritoras de ciencia ficción, que soñarán con escenarios futuros que nos guíen para salir de nuestra actual pesadilla pandémica.
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