Unos días antes de esta entrevista, Renato “Tato” Giovannoni soñó que jugaba en la Selección, que el director técnico era Marcelo Bielsa y que Argentina ganaba el Mundial con un gol que metía él después de entrar desde el banco de suplentes. Cuando se despertó, todavía podía sentir la euforia épica en el cuerpo hasta que se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo desde aquellos días en los que venía de Pinamar a probarse. Primero en Platense y en Vélez, sin suerte. Después en Boca, su equipo del alma: el día que llegó al predio de La Candela listo para demostrar sus habilidades como volante por derecha, se largó un diluvio y Silvio Marzolini suspendió la práctica. Ese fue el fin de una carrera profesional que nunca arrancó y una de las tantas señales de que no era ni por abajo ni por arriba, sino detrás de las barras: años más tarde sería uno de los principales renovadores de la coctelería local y referente de las nuevas generaciones de bartenders.
-¿Cambiarías tu vida actual por haber sido futbolista?
-No, ni loco.
Hoy, Tato vive en Río de Janeiro, en una casa abrazada por la vegetación del morro con vista al mar, en San Conrado. Se levanta, desayuna con su mujer, Aline, y sus dos hijos, Milo y Matilda; ayuda a los chicos a hacer la tarea o los lleva un rato a la playa, después al colegio, almuerza algún pescadito fresco por ahí, a veces se mete en el cine, o sale a correr. Lo que pinte. En medio de esa rutina, en patas y celular en mano, maneja todo lo que dejó funcionando en Argentina: Florería Atlántico -el bar que desde su creación figura entre los 50 mejores del mundo- y Brasero Atlántico, el restorán contiguo; la producción del gin Príncipe de Los Apóstoles, la línea de cervezas cocreada con Antares, los vermús Giovannoni, uno rosso y otro seco, a punto de salir de gateras; un proyecto de “ginbars” en Córdoba (“como un Starbucks de Gintonic, Negroni y Dry Martini”), con posibilidad de expandirse en otras ciudades del interior, y una cervecería en el Paseo de La Infanta, la primera de lo que planea ser una cadena inspirada en la costa atlántica de los 80, con cervezas en heladeritas de playa. “Está buenísimo vivir en Río y tener los negocios en Argentina”, dice, también en patas, pero ahora en Buenos Aires, en una de sus visitas mensuales.
-¿Hubo algo determinante para que te mudaras a Río?
-Sí, el fútbol. Tenía que llegar para ver el Mundial.
-Pero¿hacía falta que te mudaras?
-¡Sí! (se ríe). En realidad yo no conocía Río, empecé a viajar una vez que tomamos la decisión de irnos. Todo el mundo cree que fue por mi mujer, que es paulista, pero no, yo la convencí a ella. Acá vivíamos en Béccar en una casa relinda, pero yo salía a la mañana, volvía a la madrugada y solo veía a mis hijos los domingos. Quería pasar tiempo en familia, disfrutar de eso. Pero, especialmente, quería que mis hijos crecieran cerca del mar, como yo.
El viejo y el mar
Del mismo modo que con una parábola futbolera se podrían unir sus pasiones tempranas con sus motivaciones de padre de familia, el mar atraviesa la vida de Tato, ya no como una línea imaginaria sino real, que va desde la punta de su dedo índice derecho hasta su corazón: se la tatuó el pasado 2 de febrero, día que en Brasil se celebra a la orixá Iemanjá. En el comienzo de esa línea podría estar su abuelo materno, Enrique Balestrini, “Lelo”, ingeniero, descendiente de italianos nacido en Santiago del Estero. El hombre que construyó la primera casa en Cariló y la segunda en Pinamar, y que dejaba su departamento porteño de Carlos Pellegrini y Juncal por más de cuatro meses para instalarse en la costa. El que a los ojos del pequeño Tato era una mezcla de Indiana Jones y James Bond: siempre con tornillos y alambres en el bolsillo, en el fondo de su casa de veraneo tenía un taller en el que construía cosas. El mismo que abarrotaba las alacenas con latas de jugo de tomate para asegurarse durante toda la temporada la ración vespertina de Bloody Mary, su trago favorito. El que para entretener a su nieto lo ponía a trabajar: juntar pinocha, cortar el pasto, regar. El que hacia el fin de su vida hizo lo que siempre había querido y se mudó definitivamente a su casa de playa, y dos meses antes de cumplir los 100 años le dio un beso a su mujer, Lili, se acostó, y se fue, tranquilo.
-Se ve que me marcó porque lo tengo muy presente. A los 4 años me hizo probar mi primer trago. Le pregunté qué era lo que estaba tomando y me dijo: “Vení chiquito”, me sentó en sus rodillas y me dio de su Bloody Mary. Hasta los 12 años, que empecé a trabajar con mi viejo, estaba todo el día con Lelo.
Es inevitable, pero también un poco aventurado, tomar aquel primer trago infantil, que seguramente no pasó de un mero sorbito, como una marca predictiva en la vida del futuro bartender. Y tampoco hace falta: el vínculo de Tato con la gastronomía es sanguíneo, sí, pero mucho más explícito. “Mi viejo tenía bares y restoranes. Primero en Bariloche y después en Pinamar, adonde nos mudamos cuando yo tenía 4 años. Se llamaba Status, era muy famoso y en ese entonces iba el jet set. Y yo estaba ahí, entre cocineros y mozos, como la mascota. Hasta que a los 18 salí de la familia, pensando que nunca más iba a trabajar en un restorán, y me fui a estudiar a Buenos Aires Diseño Gráfico y Dirección de Arte. En el medio de eso entendí que no era que no me gustaba la gastronomía sino que no me gustaba laburar con mi viejo”.
El bar en la playa
Dispuesto a hacer su propio camino -lo que implicaba nunca pedirle plata a la familia-, a mediados de los 90 Tato ya estaba detrás de una barra para bancarse los estudios, pero faltaba un tiempo para que las barras dejaran de ser un mostrador de despacho de tragos aguachentos en vaso de plástico. Todavía tímido, especialmente con las mujeres, los fines de semana trabajaba en boliches porteños sacando Fernet con coca y Cuba Libre. La coctelería clásica argentina todavía permanecía encerrada en los hoteles 5 estrellas, muy lejos de sus tiempos de esplendor popular cuando el gran Pichín Policastro recorría el mundo con sus creaciones galantes apoyado por el propio gobierno peronista, o Manolete daba clases de coctelería por radio. Recién a finales de la década, en 1998, iba a aparecer una luz en la larga noche de los tragos locales con la apertura del Gran Bar Danzón y su barra de 22 metros de largo que, de algún modo, anunciaba la refundación de la coctelería porteña. Ahí fue Tato a pedir trabajo.
“Fui el Día del Amigo, el 20 de julio, a hacer una prueba y estuve un año. Después me fui a Los Ángeles a estudiar cine, otra de mis pasiones, pero antes estuve en Boston laburando como mozo y en Baltimore como jardinero y albañil para juntar guita. Hasta que mi abuelo me llamó para mi cumpleaños, me preguntó cuánta plata me faltaba y me dijo: “Usá la tarjeta, andá a estudiar y dejate de joder”. La tarjeta de Lelo sirvió durante los tres meses del curso. Fascinado con la posibilidad de filmar en 16 mm desde el primer día, o de experimentar pintando los negativos, volvió a Pinamar solo para hacer temporada, juntar más plata y seguir estudiando cine. O eso pensaba: “Llegué y mis viejos se habían separado, mi viejo estaba depresivo total, tenía el último restorán que tuvo en Pinamar, el Bodegón, y me hice cargo yo, él ni apareció. A las dos semanas me di cuenta de que no iba a hacer un billete para ir a ningún lado”.
Cuando parecía que quedaría atrapado en la sombra paterna, en Buenos Aires empezaba un nuevo capítulo en la historia de la cocina de autor que cambiaría su vida: un mes antes de la crisis de 2001, Luis Morandi, dueño de Danzón, y Fernando Trocca abrían Sucre y querían que Tato armara la barra. Así, desde cero. Como muchos argentinos en ese entonces, estaba sin un peso. Vivía en un edificio semiabandonado en sucesión, no tenía plata para pagar la luz, ni para comprarse sábanas para el futón en el que dormía, pero estaba feliz: con 24 años le habían propuesto jugar en Primera. “Igual, al principio fue muy difícil porque al restorán le iba bárbaro y a la barra no venía nadie. Violeta Trocca, la prima de Fernando, que ahora es dueña de Pipí Cucú, y Santiago Lambardi, un chanta hermoso que había mentido en el currículum y hoy tiene Shout, trabajaban conmigo, y yo tenía tanto miedo de que se me fueran que les daba toda la propina a ellos. Hasta que de pronto Sucre estalló y la gente tenía que esperar en la barra. Ahí empezamos el laburo Psicológico con los clientes, de convencerlos de que comieran en la barra y de que probaran cosas nuevas.
-¿Y empezaste a crear tragos?
-La primera carta era bastante clásica: no estaban los tragos típicos, pero me inspiré mucho en libros de coctelería. La segunda ya fueron nuevos: ahí empecé a animarme y, como otros, a aplicar la creatividad de la cocina a la coctelería. Antes estaba disociado: era más una coctelería de combinar lo que venía en las botellas y no se buscaban sabores para agregar. Hoy podés hacer sabores de lo que se te ocurra.
Quizá sin saberlo, porque de cerca las cosas nunca se ven, Tato se estaba formando como uno de los principales referentes de la nueva generación de bartenders. Si el Danzón había funcionado como el Argentino Juniors de la nueva coctelería -el término futbolero le pertenece-, las barras empezaban a tener nombres propios: Pablo Piñata, Juan Luciani, Federico Cuco, Inés de los Santos. Y lo que para Tato había surgido primero como oficio familiar y después como trabajo de supervivencia se convirtió finalmente en profesión elegida cuando, después de fantasear durante cinco o seis años con abrir su propio bar, encontró el lugar para hacerlo: un sótano en la elegante calle Arroyo, a la vuelta de la casa de sus abuelos Lelo y Lili, y en el mismo barrio en el que había vivido en sus años de estudiante. De algún modo, volvía a lo conocido, pero por sus propios medios.
“Cuando abrí Florería Atlántico me di cuenta de que todo lo que hice en mi vida tuvo algo que ver para que yo llegara hasta ahí. El haber estudiado Dirección de Arte me marcó con la idea de que detrás de todo tiene que haber un concepto. Y cuando encontré el local me puse a estudiar el barrio: enfrente está lo que hasta hace poco era el Sofitel, el Edificio Nicolás Mihanovich, la empresa naviera de carga más importante de principio de siglo. Fui entendiendo que esa bajada de Esmeralda era parte del río y pensé: ‘Esto debería estar lleno de inmigrantes, con el puerto ahí, hagamos un bar de inmigrantes’. Y cuando entendí eso fue todo mucho más fácil: el nombre -todos vinieron cruzando el Atlántico-, la carta...?la florería era medio un chiste porque como el bar estaba en el sótano, no quería que el local de arriba estuviera cerrado todo el día, entonces en esa calle tan pituca, llena de señoras paquetas de 80 años, una florería quedaba bien. Al principio íbamos con mi mujer y nuestra hija recién nacida a comprar las flores de madrugada al mercado de Barracas, y de ser un chiste se volvió un negocio.
-¿Cómo pasaste de comprar vos mismo las flores a delegar todo y mudarte a Río?
-Crecí con la idea de mi viejo de que el dueño tiene que estar en el restorán, si no no funciona. Después, trabajando con otra gente vas entendiendo que no es tan así. Si viviera acá estaría todos los días en Florería, y si querés seguir haciendo cosas tenés que aprender a delegar y aceptar que no se va a seguir haciendo todo como vos querés. Fue difícil, eh, estuve detrás de la barra hasta el día que me fui.
-¿No te dieron ganas de tener tu barra en Río?
-La idea era abrir Florería allá, pero al tiempo sentí que no iba a funcionar. Después un amigo me ofreció un kiosco en la playa, primero dije que no, después que sí. Era en Praia do Pepe, en Barra de Tijuca, pero en mayo finalmente lo cerré: los últimos dos años llovió más que acá, si llueve el carioca no sale, era muy difícil. La experiencia estuvo buenísima, pero la fantasía del bar en la playa no es tan fantasía, o al menos en Río. Ahora vivo mucho más tranquilo y sin vida social, eso es lo mejor (risas). Laburo con WhatsApp, internet, mail, todo el día solucionando cosas, pero en bermudas, y si estoy trastornado salgo a caminar por la playa y se me pasa todo. Aprendí a ser un dueño que confía en la gente que tiene, algunos te demuestran que la confianza vale la pena, otros no, pero estoy feliz de haberlo hecho.
Por qué bebemos
En una de las tantas madrugadas en Sucre, pudo finalmente desterrar de su cabeza una imagen un poco agobiante: la de el barman que trabajó con su padre, 30 años detrás de la misma barra. Si iba a vivir de esto, se dijo, tenía que hacer cosas nuevas. Así imaginó crear un destilado. No sabía qué ni cuándo, pero tenía muchas preguntas: por qué las grandes empresas solo hacían cosas de mala calidad, por qué se habían deformado las recetas, por qué se creía que no había mercado. Varios años después estaba en Londres como parte del dream team de Gaucho, la cadena de restoranes de comida argentina más exitosa del mundo, comandada por su amigo Trocca, cuando lo invitaron a una destilería en un garaje. Allí, con un alambique, unos chicos hacían un gin, el Sipsmith (el año pasado vendieron la empresa al grupo japonés Beam Suntory en 50 millones de libras esterlinas). Les propuso hacer uno para Gaucho, ellos le dijeron que sí, y se fue de lo más contento a una capacitación en Manchester. En el tren de regreso anotó lo que, para él, debían ser los ingredientes de un gin fresco con impronta argentina: yerba mate, pomelo rosado, eucalipto, peperina y enhebro. Los de Sipsmith finalmente se echaron atrás, pero él siguió con la idea. “Volví a Buenos Aires y empecé a buscar con quién podía destilar y encontré una familia alemana en Mendoza con un alambique nuevo de 300 litros. Los llamé, les conté qué quería hacer y me dijeron: “Mirá, nunca hicimos nada que no fuera un destilado de uva” y yo les dije que nunca había destilado en mi vida, que estábamos parejos. Los primeros intentos no eran nada que ver a lo que yo pensaba, eran muy maderosos, pero la calidad del alcohol era muy buena. “Estos pibes destilan bien”, pensé, y seguimos. Estuvimos dos años de ida y vuelta hasta que lanzamos Príncipe de los Apóstoles hace cinco. Le puse así por el pueblo de Misiones donde estuvo la primera plantación de yerba y la etiqueta la diseñé en una noche que nuestra hija no nos dejaba dormir. Ahora estamos montando destilería propia en el Valle de Uco.
-¿Se desterró el prejuicio de que los destilados nacionales son malos?
-Creo que sí. No te voy a decir que Apóstoles es el causante, pero nos convertimos en la marca número uno de gin en Argentina. En el plan de negocios que hicimos con mi socio, Adrián, el año pasado habíamos calculado hacer 12 mil botellas e hicimos 170 mil. Lo que sí noto es el nacionalismo: fui a hacer un evento a Salta y venía corriendo con dos botellas en la mano, y me cruzo con un señor de 70 años que me dice: “Ah, el gin argentino, el otro día le festejamos el cumpleaños al hijo de un amigo, solo gin argentino compramos”. Y él no tenía idea de quién era yo. En el interior pasan estas cosas hermosas.
-¿Y la rivalidad bartenders versus cerveceros?
-Esa pica entre el trago y la cerveza o el vino es una pavada, yo puedo tomar cualquiera de las tres cosas, no hay rivalidad, lo que sí me di cuenta es que era cervecero, solo que no me gustaban las cervezas que tomaba acá, todas lager y todas iguales. La cerveza fue lo primero que planteamos en una reunión de socios de Apóstoles y pasaron cuatro años y la lanzamos ahora, con otros socios. La idea era hacer una cerveza artesanal que no fuera tan pesada: sacamos una inspirada en el mar (Marítima) y otra en el bosque (Bosquísima), que es el entorno natural en el que crecí. Jamás pensé que los chicos de Antares me iban a dar bola, pero cuando les fui a hablar ya me conocían, así que terminé haciendo cerveza con los mejores.
-¿Hay una nueva identidad nacional a la hora de beber?
-Como pasó primero con la gastronomía, hay una búsqueda del producto local, de lo propio. El público también cambió: cuando yo empecé era todo daikiri de frutilla frozen, en la carta del Danzón era el trago más caro porque el dueño lo odiaba, pero era el que más se vendía. Esa gente de a poco se iba acercando a la barra y vos le decías probá esto, es parecido al daikiri pero no es frozen, y de ahí ibas proponiendo. Hoy es mucho más fácil, todos están abiertos a probar.
-¿Ustedes educaron a sus clientes?
-Hemos hecho un trabajo bastante grande de la misma manera que lo han hecho los cocineros o los sommeliers. Hoy la gente espera que le ofrezcas algo diferente.
-¿Por qué creés que bebemos?
-Uno tiene que saber cómo es su relación con la bebida, cómo le pega. Pero para llegar a eso hay que hacer un trabajo de autoconocimiento. Muchas personas beben porque ese trabajo ya lo hicieron y otras lo hacen por lo opuesto, porque les cuesta mucho quedarse solos, con su propia cabeza. Yo hoy casi no bebo, pero cuando lo hago tomo con tranquilidad porque sé quién soy y hasta dónde me hace bien. Hice ese camino de conocerme.
-¿Cómo lo hiciste?
-Cada uno tiene sus terapias y yo recurro a la astrología. Tengo mi guía espiritual, mi chamán, digo yo. Hace 16 años me lo presentó un compañero en Sucre. Ya somos familia. Hago las revoluciones solares, me tira el tarot, y trato de entender cómo funcionan ciertos signos. Hay cosas que ahora me animo a contar que antes no lo hacía por miedo a que me tomaran por loco. Yo hablo con el mar, por ejemplo, y les enseñé a mis hijos a hablar con el mar. Eso es por haber crecido en Pinamar, bastante solo, y en esa soledad me iba a sentar al mar a llorar sin saber por qué. Vos llorás con el mar como testigo y eso te genera una ligazón con el universo, te hace entender que hay una energía que está por encima de todos, la llames como la llames.
Producción: Victoria Dorín. Realización: Diego Andrés Martínez (DAM). Agradecimiento: Bolivia.
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