Tasmania. Auge y ocaso del principal productor de materia prima para los opiáceos
Descontrol en el consumo mundial, comercio ilegal y regulaciones ponen en jaque a una de las principales actividades de esta remota isla australiana
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La bocanada de uno de los aires más puros del planeta es la recompensa tras quince kilómetros andados mayormente hacia arriba, entre el aroma a eucalipto y la vista de montañas esculpidas por glaciares que, durante miles de años, formaron un gigante corredor de alfombra verde y paredes de piedra multicolor.
El parque nacional, bautizado Las paredes de Jerusalén en 1849 cuando el topógrafo James Scott vio representaciones bíblicas en las montañas del lugar (y con eso borró la rica historia de las comunidades indígenas), es hoy una de las zonas protegidas que cubren un cuarto del territorio de Tasmania, el estado-isla australiano.
Tasmania es una masa de 68.400 kilómetros cuadrados, un poco más pequeña que la provincia de Entre Ríos, que se desprendió de aquella otra enorme isla-país-continente hace casi 12.000 años. Es un oasis de lo natural, algo reminiscente de la Patagonia. Montañas, bosques y playas de arena blanca y agua cristalina hacen un hogar de canguros silvestres y demonios que poco tienen que ver con la caricatura de los Looney Tunes, y de la materia prima de los analgésicos más potentes –y potencialmente adictivos– del mundo.
Esta es la historia de una planta que ha protagonizado guerras en el terreno y en los tribunales hasta convertirse en la estrella favorita de farmacéuticas hambrientas de dinero, que desde hace más de una década protagoniza una crisis de salud que se ha cobrado decenas de miles de vidas.
La amapola es una de las plantas con más historia del mundo.
Con más de 70 variedades, la planta se ha hecho célebre por su simbolismo (en países como Reino Unido, Australia y Canadá se las utiliza para honrar a los soldados caídos en las guerras mundiales) y por la controversia que las envuelve.
La especie más famosa es la adormidera o amapola real, cuya savia espesa de color blanco contiene los alcaloides que se utilizan para la producción de los analgésicos más potentes del mundo, y drogas como la heroína.
Se estima que la adormidera se cultiva desde hace 4000 años en la región de la Mesopotamia que hoy ocupan Irak y Kuwait, desde donde se expandió a la Grecia y Egipto antiguos unos 1300 años antes de Cristo, cuando el contenido de opio de la flor se utilizaba para ayudar a la gente a dormir, aliviar dolores y como anestesia.
Dos mil años más tarde, la amapola se introdujo en China, India y en la región que hoy ocupan Afganistán y Pakistán, donde actualmente se concentra gran parte de su cultivo ilícito.
Pero no fue hasta el siglo XVII que la política tomó protagonismo en esta historia.
Tras identificar el enorme valor económico de una planta con alto poder medicinal, el Imperio Británico comenzó a inundar el mercado de China con opioides originados en la India (que en ese entonces era su colonia), a cambio de productos como té, seda y porcelana. Se cree que la saturación del mercado local creó en el país una crisis de adicción de tal dimensión que la dinastía Qing prohibió su importación y cultivo.
Si la historia parece conocida, es porque se ha repetido muchas veces desde entonces.
El intento de prohibición de las autoridades en China chocó con la determinación de los británicos de mantener las lucrativas rutas comerciales abiertas. Lo que siguió fueron dos guerras. Durante la primera, las autoridades de China acabaron cediendo Hong Kong y su puerto estratégico a los británicos. En la segunda, se vieron forzados a legalizar el comercio de opioides.
En Europa, la exploración de la planta había avanzado a toda velocidad. Los intentos de separar el componente analgésico del opio para poder aplicarlo de forma controlada finalmente tuvieron éxito en 1804, cuando el alemán Friedrich Wilhelm Sertürner logró aislar una sustancia cristalina con toda la carga analgésica, a la que llamó morfina, y abrió un nuevo capitulo en la enciclopedia de tratamientos contra el dolor.
En las décadas que siguieron, químicos y laboratorios lograron ampliar la familia de las drogas opioides que, esencialmente, funcionan bloqueando los receptores del dolor del cerebro.
A la morfina, que es la sustancia más pura que deriva directamente de la planta, se le sumó la heroína, que se procesa de la morfina y por su alto potencial de adicción y efectos se considera ilegal en la mayor parte del mundo; la oxicodona, que es un opioide semisintético que se produce a partir de la planta, tiene un alto poder analgésico y está altamente regulada; el fentanilo, actualmente el analgésico más potente y más peligroso, y la metadona, un opioide que se utiliza para tratar la adicción a la heroína.
El mundo tenía, en la palma de las manos, un catálogo de drogas para controlar todo tipo de dolores severos. El desafío era cómo regular la producción de medicamentos que, además de ser efectivos, eran adictivos y potencialmente letales.
“La producción de opio, a través del cultivo de amapolas, se comenzó a controlar en los años 60 y 70, cuando fue aparente que el opio, que en ese momento se producía principalmente en Turquía, se podía traficar muy fácilmente,” explica a LA NACION revista Stefano Berterame, jefe de Control de Narcóticos en la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE).
Los países miembros de Naciones Unidas acordaron que necesitaban una fuente alternativa de cultivo de la materia prima para satisfacer la demanda y la isla de Tasmania apareció como la candidata perfecta.
“Tasmania funciona porque es una isla, está fuera de las rutas de tráfico internacional y ofrecieron cultivar paja de adormidera, que es muy difícil de traficar ilegalmente porque tiene un alto volumen”, explicó Berterame.
Actualmente, un puñado de países tiene permiso oficial para cultivar amapola adormidera para exportación: Australia, Francia, España, Turquía, India, Eslovaquia y Hungría. Cada año, los países productores presentan informes a la Junta de Naciones Unidas sobre el volumen que cultivan, y los compradores, como Estados Unidos, hacen lo mismo sobre la cantidad que requieren para su consumo. Los países tienen permitido tener un stock de doce meses para garantizar la disponibilidad de medicamentos en casos de urgencias o eventuales trabas en la cadena internacional de producción y distribución.
“Se balancea la oferta y la demanda –relata Berterame–. La idea es que no haya sobreproducción de opio que se destine al narcotráfico y los países lo cumplen voluntariamente”.
La junta de las Naciones Unidas cumple un rol limitado. No tiene el poder de aplicación, pero Berterame asegura que, en la práctica, funciona como mecanismo de regulación.
Fuera del marco regulatorio existe el enorme mercado de producción ilegal de opioides, con el 90 por ciento de cultivos concentrados en Afganistán y Pakistán, el 10 restante entre México y Colombia y una creciente ola de opioides sintéticos fabricados en laboratorios caseros con precursores de variados orígenes.
Los agricultores de Tasmania comenzaron a experimentar con los cultivos de amapola adormidera en la década del 60. La tierra fértil y el clima cálido, principalmente en el norte de la isla, la hacen particularmente propicia para la preciada flor.
Para 1985, una década después de que Naciones Unidas aprobara el permiso para el cultivo en el estado australiano, la pequeña isla ya suministraba el trece por ciento de la materia prima para el mercado global de analgésicos, que se expandía aceleradamente al ritmo de campañas de gigantes farmacéuticas que en Estados Unidos promocionaban los beneficios de estas drogas.
“Australia funciona porque puede controlar la producción. Cultivar plantas de amapola no es fácil, requiere de condiciones ambientales muy específicas y Tasmania las tiene. Además de ser un lugar seguro, fuera de las rutas de contrabando y de difícil acceso para las organizaciones criminales,” le cuenta a LA NACION revista John Coyne, experto del Instituto de Políticas Estratégicas de Australia.
El sistema de cultivo y producción es relativamente sencillo: una vez cultivadas, los agricultores cosechan las flores, las envían a plantas de procesamiento donde se les quita el alcaloide de morfina (utilizando diversos procesos), que luego se exporta a países como Estados Unidos, donde las farmacéuticas utilizan el producto en el desarrollo de diversos analgésicos.
El negocio era redondo y la oportunidad de rentabilidad, muy tentadora. Las farmacéuticas comenzaron a hiperpromocionar estos potentes analgésicos como una conveniente solución a los dolores crónicos.
Los que habían comenzado siendo analgésicos para uso en casos de enfermedades terminales o dolores crónicos extremos estaban entrando en el vocabulario diario de la población a lo largo y ancho de los Estados Unidos, y su consumo, creciendo rápidamente. Eventualmente, la demanda chocó con los límites que el gobierno de Estados Unidos había impuesto a la importación de morfina.
Frente al problema, un empleado de un laboratorio en Australia descubrió una alternativa.
Experimentando con la planta, el científico consiguió que las amapolas que se cultivaban en Tasmania produjeran mayores niveles de tebaína, el elemento que eventualmente se convierte en morfina y codeína. La tebaína, que hasta ese momento no se había podido sintetizar individualmente, no estaba contemplada en los acuerdos regulatorios. Piedra libre para todos.
Según explicó Peter Facchini, profesor de Bioquímica y especialista en amapolas, a The Washington Post, el químico había descubierto las superamapolas.
Las farmacéuticas en Estados Unidos comenzaron a concentrarse en producir medicamentos basados en la tebaína, e incentivaron a los agricultores australianos a producirla de forma casi exclusiva. En poco tiempo, el mercado de potentes analgésicos de Estados Unidos estaba inundado de pastillas milagrosas, entre ellas la hoy famosa OxyContin, mientras que las empresas detrás de las píldoras llenaban sus cofres.
Inicialmente, drogas como el OxyContin se recetaban en situaciones extremas a pacientes que sufrían cáncer terminal o situaciones posoperatorias. En poco tiempo, la pequeña pastilla redonda, y sus muchos primos, se hicieron populares como una solución contra el dolor crónico.
Un reciente documental sobre la crisis de opioides en Estados Unidos denunció que la administración de alimentos y medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) le dio el sello de aprobación diciendo que el riesgo de adicción era mínimo.
Mientras tanto, las farmacéuticas incentivaban a médicos a recetar las pastillas, y a los agricultores en Tasmania –con dinero, autos de lujo y viajes–, a priorizar la nueva amapola frente a cualquier otro cultivo. En Estados Unidos, argumentaban que los opioides no eran adictivos, y en Australia, que estaban ayudando a la humanidad.
Gran parte del suelo de Tasmania se tiñó de amapolas, aunque hoy muchos locales dicen que los regalos de las farmacéuticas eran más costosos que el dinero que ellos ganaban cultivando la planta.
Del otro lado del mundo, en los Estados Unidos, se estaba manufacturando una epidemia. Algunos expertos argumentan que el sistema de salud público de ese país, donde la mayoría de los médicos atiende de forma privada y depende del factor satisfacción al cliente, que en parte está relacionada con su capacidad de detener el dolor, fue uno de los catalizadores de la epidemia. Eso, sumado a la falta de información sobre el poder adictivo de los opioides, resultó ser una combinación letal. En Europa y otros países con sistemas de salud pública, donde los médicos no ganan más dinero si ven más pacientes o dan más recetas, la crisis de los opioides no se materializó.
El consumo de opioides creció de tal forma que entre 1994 y 2015, la Administración para el Control de Drogas (DEA por sus siglas en inglés) permitió que se manufacturara 36 veces más oxicodina.
Según el Centro de Control y Prevención de las Enfermedades, en 2011 en los Estados Unidos se prescribían suficientes analgésicos para medicar todos los días a cada adulto en el país durante un mes.
Pero había una trampa: sin control médico apropiado, los analgésicos opiáceos pueden generar depresión del sistema nervioso central. Las sobredosis pueden ser letales.
Cuando se acaban las recetas, o el dinero para comprar la milagrosa medicina, llegan los síntomas de abstinencia y muchos se vuelcan al mercado gris, o a la heroína, y por último, al fentanilo, un opioide sintético 100 veces más poderosos que la morfina.
Según datos del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), más de 840.000 personas murieron por sobredosis de drogas en Estados Unidos entre 1999 y 2019. Más del 70 por ciento de las muertes por sobredosis de drogas en este último año fue por un opiáceo recetado o ilegal.
* * *
Las estrategias de control de las autoridades en Estados Unidos incluyeron límites a la cantidad de importaciones, campañas de concientización entre usuarios y profesionales de la salud y litigios contra empresas.
Pero nada lograba detener la ola de muertes.
En un lado de la cancha, quienes necesitaban los medicamentos para tener una calidad de vida medianamente aceptable; del otro, las autoridades intentando definir los cupos de medicina que se podía producir en el país. Y en el medio, los productores y las victimas.
Para 2017, cuando la crisis de los opioides había contribuido a una baja en la expectativa de vida, el gobierno finalmente bajó la cantidad de analgésicos que tenía permitido producir un 25 por ciento.
Coyne dice que este tipo de estrategias puede resultar un arma de doble filo. “Es claro que hay un problema con la sobreventa de estos analgésicos, pero desde el punto de vista de la seguridad, cuando bajás drásticamente la oferta, los usuarios van a ir al mercado gris. Si es un médico quien te da la receta y comprás el medicamento en la farmacia, al menos sabes que es seguro. Si criminalizas a los adictos, estás causando más problemas que soluciones”, advierte.
Del otro lado del mundo y sin su mayor mercado comprador, los agricultores de Tasmania tuvieron que reducir los cultivos de amapolas a la mitad. Algunos concentraron esfuerzos en encontrar mejores formas de extraer los alcaloides de la planta y el gobierno aprobó nuevos permisos para permitir cultivos en otros estados del país bajo la sola condición de que los dueños aseguraran altos controles para prevenir el acceso del público a los campos.
En la isla del mítico demonio, praderas de trigo y vacas Angus han reemplazado algunos de las que fueron lucrativas amapolas.
Los agricultores dicen que han quedado injustamente en medio de una batalla, responsabilizados por una crisis que se cobró cientos de miles de vidas del otro lado del mundo. Dicen que el problema no está con quien produce, sino con el uso que se le da.
“Se sugiere que, de alguna forma, somos responsables de las sobredosis, pero creo que eso no es cierto ni justo. Creo que los agricultores tenemos el mismo nivel de responsabilidad que la que tiene un productor de trigo sobre la epidemia de la obesidad”, se quejó Tom Edgell, un agricultor de Bothwell, un pueblo de 400 personas en el centro de la isla, en una entrevista con ABC.
En Australia, explican, hay mucha amapola y no hay muertes por sobredosis de opioides. Eso muestra que hay una forma en la que se pueden utilizar estos medicamentos vitales de forma regulada y segura.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud considera a la morfina como un medicamento esencial y su acceso es un indicador de la calidad de vida en un país.
“En Australia hay mucha legislación y controles fuertes sobre la prescripción y el uso de opioides medicinales –explica Coyne–. Hay mucha educación sobre el tema, y mientras que los opioides tienen un uso importante, está muy controlado”.
En América Latina, la situación es similar, aunque expertos temen que el uso de opioides aumente en el futuro, a medida que las grandes farmacéuticas buscan nuevos mercados.
En Argentina, por ejemplo, el uso de analgésicos opiáceos ya está solo por debajo del alcohol y el tabaco como las drogas legales de mayor consumo, según el último informe de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación Argentina.
Como en Australia, la venta de estos medicamentos está estrictamente regulada, aunque también está disponible en el mercado ilegal.
Mientras en Tasmania el color de las praderas se transforma y los agricultores cambian los cultivos de flores de amapola por papas, en Estados Unidos científicos y políticos luchan para detener, y entender, esta otra pandemia.
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